Jaime Martín recogió en viñetas la historia de sus abuelos en el siglo XX. Llegados del sur al norte, huyendo prácticamente del hambre, les sorprendió la guerra, la postguerra y la dictadura. Formaban parte de tantos españoles anónimos que vivieron marcados por el conflicto toda su vida. Algo que convendría no haber olvidado
VALÈNCIA. La semana pasada un ex yugoslavo se dirigía en Twitter tanto a los partidarios de la unidad de España como a los de la independencia de Cataluña "con el mismo respeto". Pedía por favor que dejásemos de frivolizar con las analogías con el conflicto de desintegración de Yugoslavia. "La guerra no es ninguna broma", decía. Hablaba de las heridas abiertas, incluso hoy.
Quien conozca Balcanes, sabrá que todas las repúblicas atraviesan serias dificultades en todos los aspectos. Ya sea en déficit democráticos, por unas elites nacionalistas que acaparan el poder, ya sea económico, estancamiento postcomunista en una zona de Europa tradicionalmente poco desarrollada, generaciones condenadas a la emigración, hasta Croacia pierde población, y todo esto sin mencionar las aludidas heridas de la guerra.
Al margen de las pérdidas irreparables, las muertes, difíciles e imposibles de olvidar para seguir adelante, hay dos fenómenos que marcan la región. El de la emigración, en Kosovo, la última independencia, los jóvenes salen por decenas de miles cada año, y el del tiempo perdido. Para mucha gente que vivió los conflictos, les robaron la juventud. Justo cuando tocaban con los dedos la salida de la dictadura, se encontraron la guerra. Muchos emigraron, otros fueron refugiados, otros combatieron; algunos lo perdieron todo, no faltó quien no volvió a trabajar, tampoco quien no volvió a hacerlo en nada honrado. Aunque hubo a quien le fuera bien, el pesimismo y la tristeza invadió la vida de todos.
Desde adolescente tuve interés en la Guerra Civil española. Algo que a mí me parece normal, hoy se denominaría "ser un friqui de la Guerra Civil". Fui al 14 de abril en muchas ocasiones, a ver vejetes republicanos de verdad, en concentraciones que no reunirían a más de cien personas. Es algo que contrasta con la profusión de banderas republicanas que hay en la actualidad en las movilizaciones. Habría estado más cargado de significado sacarlas antes, cuando los protagonistas y testigos aún estaban vivos. Pero antes de 2008 la gente estaba a otras cosas. Sumidos en el olvido.
Leer sobre la Guerra Civil, no obstante, siempre me pareció repugnante. Me llenaba de rabia. Las historias, sobre todo las más pequeñas, eran un ejemplo paradigmático de hasta dónde puede llegar la miseria humana. No solo con los asesinatos, la cárcel y los campos de concentración, también con las familias que lo perdieron todo condenadas al ostracismo y el drama del exilio, al que se le prestó más atención en los 70 que ahora, de los que se tuvieron que ir para no volver en tiempos en los que no había skype, si marchabas dejabas atrás tu planeta.
Es ahí donde un cómic, Jamás tendré 20 años, de Jaime Martín, publicado el año pasado por Norma, me tocó la fibra. Como ya dije, aburriendo a las ovejas, en la reseña de la reedición de Aquel Verano a este autor le debo mucho. Con su historia La memoria oscura, publicada en 1994 en El Víbora, logró sacando punta a los pequeños detalles expresar algo que nos había sucedido a muchos. Espabilar en un pueblo, en lugar de en la gran ciudad, donde los niños son niños unos cuántos años más, aunque pueda parecer lo contrario.
Con Jamás tendré 20 años, su crónica familiar de la Guerra Civil española, me volvió a golpear con imágenes cargadas de significado. En las primeras viñetas, cuando empieza el cómic, una abuela se echa a llorar viendo a los niños jugar a la guerra, cuando inocentemente deciden que van a fusilar a sus enemigos. Ahí se inicia un flashback tocando algo que pasa desapercibido en las revisiones épicas que hacemos de la guerra actualmente, cuando creemos que estamos recuperando la memoria: el postconflicto. Las heridas que quedan para siempre en personas que nunca volverán a ser las mismas.
La historia de los abuelos del autor, Isabel y Jaime, no está articulada con hechos reales, sino con recuerdos. Forma parte también de la historia desaparecida, según comentó el autor en entrevistas sus familiares tuvieron que quemar la correspondencia para evitarse problemas con la represión del régimen. La gente hizo carta blanca con esto, no dejó nada. Su pasado, del que no volvieron a hablar la mayoría, se sumió en el silencio y el olvido.
Como digo, el gran talento de Jaime Martín está en la atención que le presta a los pequeños detalles sin exagerarlos ni dejarlos pasar. Si hay viñetas de este cómic que me gustaría que viera mi hijo son las de las ejecuciones. Cuando los soldados republicanos cogen al alcalde que había ordenado a la guardia civil asesinar a la madre de uno de esos soldados cuando los nacionales tomaron su pueblo.
El monstruo está en camiseta interior, sudando, indefenso, de rodillas. Representa la mezquindad humana como nadie, pero en ese momento no es más que un desgraciado. Sin contemplaciones, le vuelan la cabeza. Volviendo a Yugoslavia, la excelente película de Aleksandar Petrovic, Tri, también abordó estos conflictos morales. En una de las historias de esta cinta que rompió con una cinematografía dedicada a alabar la épica partisana, retrató a un hombre que se ve obligado a mandar fusilar a una mujer porque había sido novia de un alemán durante la ocupación. El conflicto de ese hombre es el mismo que siente el lector que sea una persona medio normal cuando accede al atestado de tanto asesinato a sangre fría. En la segunda mitad del cómic, son los nacionales los que matan. En primera persona, ahora uno se pone en la piel del que recibe el paseillo.
Pero en el cómic de Martín la guerra es implacable y acaba con la vida tanto de civiles como de soldados. Como síntesis de la contienda, del odio larvado, el quebranto del orden con el golpe de estado y el imperio de la ley del más fuete posterior, es un cómic inmejorable. Y en sí mismo encierra la enseñanza. El autor, al que siempre le rondó dibujar esta historia, tardó años en sacarla. El proyecto se materializo cuando los movimientos de Memoria Histórica ya llevaban casi veinte años trabajando. En los ochenta era una extravagancia regresar a las historietas de los abuelos cebolleta. Queríamos mirar hacia delante, pero ellos no podían mirar hacia atrás. Su juventud la habían perdido a cambio de seguir vivos.
La historia se completa con la posguerra, cuando los protagonistas se ganan la vida como traperos en un arrabal y no dejan de recibir las visitas de la policía o ser acosados en los caminos por guardias civiles corruptos. Estos abuelos, además, hicieron la odisea que tantos han hecho del sur, donde llegaron a sufrir hambre, al norte, donde les sorprendió la guerra, la posguerra y la dictadura. Estas viñetas de Jaime Martin son las que tienen que leer y entender tus hijos para que no les pueda acusar nadie de frivolizar con un conflicto.