Por qué los franceses hablan tanto del nazismo. Subí esta frase estúpida a Instagram, acompañando a la fotografía de un libro enterrado en la arena de una playa gaditana. Me imaginaba que esta imagen, el libro, la playa, serviría de artefacto nostálgico y sanador para cuando llegue el frío de invierno y me permitiría recordar tiempos mejores, o las playas y las lecturas del futuro.
Por qué los franceses hablan tanto del nazismo. No sé si la frase acompañaba a la fotografía o la fotografía a la frase. La intención original era que sucediera lo primero, aunque quizás lo más inteligente era lo segundo. Lo más inteligente. Lo más evocador. Lo más estimulante. Lo que sea... ay, la pedantería asoma en cada frase inocua. Ninguno estamos a salvo de esta combinación de narcisismo, carencia y llamada de atención.
Por qué los franceses hablan tanto del nazismo. Eso puse junto a la fotografía de La desaparición de Josef Mengele, la novela de Olivier Guez que me acompañó a las costas de Cádiz, a soportar los rigores del verano. Una obra que la crítica duda en calificar como tal, como ensayo o como biografía, y en la que el escritor francés relata las vicisitudes del famoso médico del Holocausto una vez escapa de Alemania y recorre América Latina, de guarida en guarida, cual alimaña. Argentina, Uruguay, Brasil, el dinero enviado por la familia alemana, las empresas fundadas con nombre falso, las reuniones de los jerarcas de las SS en Buenos Aires, las campañas de cazas de nazis llevadas a cabo por Israel... evocando todo lo que conforma el imaginario histórico fundado por la serie norteamericana Holocaust, de Marvin J. Chomsky y amplificado hasta el infinito por el cine y la literatura.
Leí la novela de Guez como quien se traga un documental de los noventa de unas doce horas de duración, es decir, deseando que ocurran cosas. Que lo encuentren. Que lo maten. Que se case con la brasileña que lo acoge y que lo esquilma. Que lo traicionen. Que acabe sus días llorando por todas aquellas víctimas que envió a los crematorios o que sirvieron de material humano para sus experimentos e investigaciones. Porque la información sobre Mengele y su biografía es abundantísima y estomagante, pero la virtud del cuento radica en ver crecer el mito del doctor muerte a lo largo de los años sesenta, setenta y ochenta, a la par que la memoria histórica ye-ye recorre los periódicos, las revistas y las pantallas de todo el mundo.
Apenas lo hube terminado, enterré el libro en la arena, con cuidado para mantener el equilibrio, y saqué una fotografía de cuerpo entero (suyo) con el mar de fondo y la luz del mediodía. Quizá decepcionado por no haber encontrado más que información (reconstruida y expuesta de manera admirable, eso sí), estuve un rato pensando en sus carencias o en las mías, para no haber disfrutado tanto de un libro enorme. Le falta audacia, sospeché. Le falta la verdad humana más allá del dato, pensé. Y por esquivar de nuevo la pedantería (aunque ya es suficientemente pedante subir las fotografías de los libros que leo, compro u hojeo en algún momento de desánimo), me ahorré mis reflexiones, abrí Instagram y coloqué la frase de marras junto a la fotografía: por qué los franceses hablan tanto del nazismo. Nel Diago respondió: ¿Porque lo padecieron? Mi respuesta fue meterme en el agua.
Hacía una mañana espléndida, habíamos bajado a una de las playas flanqueadas por acantilados y en un par de horas teníamos una mesa reservada junto a una ventana por la que se colaba todo el azul del océano Atlántico.
El orden del día
La pregunta me rondaba, en realidad, desde el libro anterior: El orden del día, de Éric Vuillard, una obra magnífica, ganadora del Premio Goncourt 2017. La había buscado a conciencia el último día de trabajo tras leer distintas referencias de manera casual los últimos días. Ciento cuarenta páginas. La fotografía del magnate Gustav Krupp en blanco y negro, de portada. Y la promesa de recrear la reunión que mantuvieron el 20 de febrero de 1933 veinticuatro industriales, empresarios y banqueros alemanes con Hermann Göring, presidente del Reichstag, y Adolf Hitler, recién nombrado canciller de Alemania el 30 de enero de ese mismo año.
La recreación de Vuillard es vibrante y venenosa, construida a partir de las conversaciones y los salones vacíos donde se toman las decisiones trascendentales. El miedo previo a la explosión. La firma que desencadenará la catástrofe. El silencio que precede a la tragedia. La virtud de Vuillard consiste en eso, en componer una serie de escenas (la reunión de Hitler con industriales, la reunión de Hitler con el canciller austríaco, Schuschnigg, la visita del aristócrata inglés Halifax) previas al horror que conocemos hoy. Que no explican el horror nazi, pero lo contienen de alguna manera. Que no lo explicitan, pero lo anuncian. Que actúan como premonición o como sospecha de todo lo que vendrá.
Krupp, Opel, Telefunken, Siemens, Bayer, Agfa, IG Farben, Allianz o BASF, imperios que perduran hoy en día a través de sus medicamentos o de sus automóviles, fueron los verdaderos promotores del III Reich, pues en esa reunión de febrero que describe Vuillard decidieron donar 3 millones de marcos para las elecciones del 5 de marzo de 1933, las que consolidaron a Hitler en el poder. Vuillard denuncia esa responsabilidad histórica de los financieros y patrocinadores del mal, ganadores en la victoria y en la derrota de los ejércitos, los proyectos políticos y los países fragmentados. Más antiguos que las naciones. Más potentes que los imperios. Más peligrosos que los ejecutores de las ideologías, pues son los guardianes del dinero que las alimenta.
Y luego está Austria, ese país conducido por un fuhrercito autoritario e incapaz como Kurt von Schuschnigg, entregado por la torpeza de su canciller, la cobardía y el miedo de la Alemania nazi. En diferentes capítulos observamos la extorsión de los pactos de Hitler, el titubeo de la negociación, la caída de su gobierno, la precipitación del Anschluss, la anexión de Austria al Imperio alemán, y la entrada triunfal del Führer en Viena.
La perspectiva que abre Vuillard en El orden del día permite ver los entresijos de la historia, la tramoya de dinero e influencias que compone el poder. Todo mucho más prosaico que el posible carisma de un líder. Vuillard relata las bajezas de los empresarios, la indolencia al aprovecharse de la fábrica de víctimas del Holocausto, la impunidad histórica de tales compañías, pero también reconstruye los vaivenes de la diplomacia, el miedo de los políticos que intuyen la derrota y ese ambiente de pesadilla, mezcla de euforia y cacería, cuando triunfa la extrema derecha en Europa.
Dice al final de la novela: “el abismo está jalonado de altas moradas”. Y es que un país o un continente no caen por el precipicio de la extrema derecha una tarde o unas elecciones. El mal viene fraguándose de lejos y se inocula como un virus a lo largo del tiempo.
Por qué los franceses hablan tanto del nazismo, pensé en distintas ocasiones a lo largo de la novela. En primer lugar al leer los capítulos dedicados a Inglaterra y su desdén hacia el nazismo. En segundo lugar al leer los capítulos dedicados a Austria y su temor ante el avance nazi. En tercer lugar, al constatar la ausencia de una verdadera introspección francesa en todo ese entramado de influencias nacionalsocialistas.
Francia fue el país de la Résistance pero también del colaboracionismo. Italia fue el país de los partigiani, pero también de Benito Mussolini. Inglaterra albergó la British Union of Fascists, de Oswald Mosley. Estados Unidos tuvo seguidores acérrimos de Hitler como Charles Lindbergh. El fascismo cuajó en España y pervivió durante cuarenta años. Fue transversal e internacional, más complejo que la mera propaganda de Joseph Goebbels o el carisma de Adolf Hitler.
La pregunta sobre las razones del interés de los franceses por el nazismo esconde, en realidad, otra distinta: qué están callando mientras nos cuentan lo que nos cuentan. Igual que nos habían escondido la responsabilidad de los empresarios alemanes. Igual que nos habían escondido la trama de fuga y protección de nazis como Josef Mengele.
El abismo está jalonado de altas moradas. De grandes silencios. De decisiones tomadas en la calma de los despachos, mucho antes de los gritos y los crematorios. Al abismo se llega bajando diferentes peldaños, pero se cae de golpe. Eso pensé mirando los acantilados que bordeaban la playa en la que había pasado las últimas páginas de este verano francés. Imaginando quizás los distintos estadios del horror, como ahora, y no poniendo más que frases inocuas, torpes, vacías. Silencio ante la enorme literatura de Guez y Vuillard.