VALÈNCIA. ¿De dónde ha salido Fariña? No, no me refiero a que se trate de una adaptación de un libro basado en hechos reales, etc. etc., ya volveremos luego sobre eso. De lo que hablo es de que no nos la esperábamos, tan singular, tan madura, con tanta personalidad y calidad y en una cadena generalista como Antena 3. Tan buena. Tras la emisión del primer capítulo hubo como una sorpresa generalizada, un “pero esto está muy bien” dicho con asombro y alivio, completado con un “esto no tiene nada que envidiar a Narcos o a Gomorra”. Está bastante claro que sin esos precedentes, Gomorra (Roberto Saviano, 2014), Narcos (Chris Brancato, Eric Newman, Carlo Bernardo, 2015) o Romanzo criminale (Stefano Sollima, 2008-2010), Fariña no existiría. Pero también es evidente que no lo haría sin La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014), El hombre de las mil caras (Alberto Rodríguez, 2016), No habrá paz para los malvados (Enrique Urbizu, 2011) o Crematorio (Jorge Sánchez-Cabezudo, 2011).
Fariña es hija de todo ello tanto por el tono realista, seco y áspero, como por los temas, desde el narcotráfico a la corrupción, pasando por la revisión de nuestro pasado más reciente, incluida la Inmaculada Transición (en afortunada expresión del escritor Rafael Reig), y sus efectos. Pero su aparición también es fruto de la audacia y la libertad narrativa y conceptual de obras como Vis a vis (Iván Escobar, Daniel Écija, Álex Pina, Esther Martínez, 2015) o El ministerio del tiempo (Javier y Pablo Olivares, 2015), series nacionales que han arriesgado para contar otras historias, saliendo de lo convencional y ensanchando los caminos de las ficciones televisivas españolas para que existan Fariñas, Zonas y Pestes y contemplemos su existencia con gran alegría y placer. Con un ‘ya era hora’ y un ‘sí, se puede’.
Puede que todo esto sea injusto con una historia, la de nuestra televisión, en la que ha habido grandes series (Turno de oficio, Los gozos y las sombras, Brigada Central, Anillos de oro, La huella del crimen… ponga aquí las que recuerde), pero tiene que ver con el estado actual de nuestra producción, en la que, desde hace ya demasiado tiempo, hay una indudable calidad técnica pero también poco riesgo, demasiada fórmula y convencionalidad, tanto en lo narrativo como en lo formal. Con la aparición de las plataformas y los actuales cambios en las formas de consumo, con un público acostumbrado a seleccionar y a ver cosas muy distintas, las cosas han empezado a cambiar y en los últimos tiempos están surgiendo propuestas arriesgadas y diferentes. Se pueden hacer series en España a la altura de las que vienen de fuera. Se puede ser veraz en la exposición de nuestro pasado y nuestro presente. No hace falta que una serie tenga que contentar a todas las franjas de edad, que deba sobreexplicar lo que en ella sucede y que sea entrañable, esa condición parece que inevitable y también paralizante de muchas de nuestras producciones.
Los narcos gallegos de Fariña nos convencen y nos atrapan. Nos los creemos a pies juntillas. ¡Esas reuniones jugando al dominó! Y aquí la apuesta por el realismo, que lleva, por ejemplo, a no ir por la vía fácil de construir un relato de acción y persecuciones, sino a contar la compleja historia de una comunidad de personas, es esencial. De hecho, aunque es llevadero y no desluce el resultado final, solo flojea cuando echa mano del tópico, especialmente con el personaje de femme fatale de Camila Reyes, un cliché obviamente deudor de un imaginario sobre el mundo de la droga construido por películas y series.
No es que ese mundo icónico de las series y las películas sobre estos temas no opere en Fariña y en sus espectadores, pero el realismo y la recreación de nuestro pasado reciente ganan de calle la partida. Ahí se nota que Fariña está basada en hechos reales y en una investigación periodística recogida en el libro de Nacho Carretero publicado en 2015 y prohibido y secuestrado hace unos meses, en otra lamentable muestra de los ataques a la libertad de expresión que vivimos en nuestro país. Y su recreación en forma de serie de ficción ha de incluirse en la revisión de que las últimas décadas y muy especialmente de la Transición se está llevando a cabo a través de ensayos, novelas, películas y series.
Entre lo mucho que se puede destacar de Fariña vamos a centrarnos en tres aspectos que inciden directamente en la profunda impresión de realidad que la serie produce en el público: el habla, el paisaje y la interpretación. Comencemos por el habla, por ese acento gallego omnipresente que tanto contribuye a la veracidad. Ya lo había hecho La peste con el habla andaluza y no sin polémica (absurda) y ahora Fariña vuelve sobre esta cuestión para eliminar cualquier duda acerca del uso de lo local para construir un relato de interés global. Esos acentos locales y esas jergas que tanto admiramos en series extranjeras como The Wire, Narcos, Los Soprano (¡como si supiéramos el suficiente inglés!) parecían imposibles en nuestras ficciones (salvo el tópico del acento andaluz para personajes graciosos). Ahora ya no. Ahora queda demostrada su importancia para conseguir la ilusión de realidad y configurar el universo de la ficción.
Y luego tenemos el paisaje y el papel dramático que juega. No solo como escenario, sino como elemento estructural de un modo de vida. De ahí que abunden los planos generales y la profundidad de campo que nos muestran a los personajes en su entorno. Un paisaje con figuras filmado de un modo que nos hace entender desde lo visual que el mar, la costa recortada, el gris y lo escarpado del terreno determinan un modo de ser y de estar. Que esa comunidad se ha creado en torno a ello y las relaciones hoscas entre sus habitantes y sus actividades están unidas a las características del lugar. El cromatismo y la iluminación de ese espacio singular son apagadas, excepto cuando requiere lo contrario en algunos personajes o en la ostentación de coches y casas de algunos de los protagonistas. La otra excepción la constituyen esos agresivos y sorprendentes destellos horizontales que cortan la imagen y provocan nuestro sobresalto y la incomodidad de nuestra mirada, justo para que estemos alerta y no olvidemos la violencia y la crudeza que encierra ese mundo de contrabando, narcotráfico y corrupción generalizada.
Pero sin unas interpretaciones a la altura del realismo y la veracidad pretendidos nada de esto serviría. Y aquí los y las intérpretes merecen toda nuestra admiración, junto con la dirección de actores, que sospechamos férrea para conseguir tanta coherencia y armonía. Fariña está magníficamente interpretada, por rostros poco conocidos e identificables, lo que sin duda ayuda a la verosimilitud, y lo está con ese tipo de actuación en la que el actor o la actriz se borran y solo queda el personaje, esa en la que no vemos el mecanismo, donde no tenemos la impresión de que fulano está interpretando a mengano, sino de que es mengano. Inolvidables resultan Javier Rey (Sito Miñanco), Antonio Durán Morris (Manuel Charlin) e Isabel Naveira (Pilar Charlin), pero no le andan a la zaga Carlos Blanco (Laureano Oubiña), Manuel Lourenzo (Terito), Tristán Ulloa (sargento Castro), Iolanda Buiños (Carmen Avendaño) y Eva Fernández (Esther Lago), sin olvidar lo bien elegidos que están lo secundarios y los intérpretes de los papeles episódicos, fundamentales para que no se vean las costuras de la recreación histórica. Y ya que hemos citado a las actrices, conviene decir que Fariña es un buen ejemplo de cómo poner en pie un mundo hipermasculino y machista, como era el de los contrabandistas y narcos que lo protagonizaron, sin compartir esa visión y explicitando bien ese machismo y la situación de las mujeres.
Comparte muchas cosas Fariña con dos de las series españolas más ambiciosas del momento, La peste y La zona. En el plano formal tenemos el cuidado en la ambientación, la necesidad del realismo, la excelencia de las interpretaciones, el estilo seco y áspero, acorde con aquello que se está contando. Y en el narrativo, tal vez no nos sorprenda ver que las tres inciden en el retrato de comunidades en las que la corrupción campa por sus respetos e impone sus reglas; sociedades enfermas y corruptas, en las que conseguir justicia es una labor ardua y dificilísima. Tan real como la vida misma.