Hace unos días tuve la suerte de asistir a un seminario impartido por el profesor Dani Rodrik, de la Universidad de Harvard. El tema de su charla fue el auge del populismo y la globalización y sus determinantes.
Los movimientos populistas suelen tener en común, tanto si son de izquierdas como de derechas, su oposición a la globalización, en general, y al libre comercio, en particular. La razón estriba en su adecuación para utilizarlo como chivo expiatorio, puesto que los políticos populistas podrán así señalar a un factor exterior (bien sean los chinos, los mejicanos o los alemanes, es decir, “los otros”) como fuente de sus problemas. Pero, además, habría otra razón psicológica más profunda: se acepta más fácilmente la desigualdad si proviene de una ventaja ganada de manera “justa” (por ejemplo, un descubrimiento técnico o científico que hace rico a su inventor), pero no si se piensa que se ha logrado saliéndose de las reglas del juego. Así, una parte de la opinión pública puede percibir, a veces con razón, que ciertos tipos de competencia internacional pueden ser injustas. No es lo mismo perder el empleo frente a alguien que compite con las mismas normas que nosotros que hacerlo, por ejemplo, porque alguien se aprovecha de paraísos fiscales o de normativas laborales o medioambientales más laxas. De ahí que la tecnificación o la robotización despierten menor rechazo, en general, que la globalización.
Otro aspecto relevante de la conferencia de Rodrik fue su intento por explicar los motivos por los que, en términos generales, el populismo en América Latina es de izquierdas y el de la mayor parte de Europa y Estados Unidos de derechas. Para ello utiliza la distinción entre los factores de demanda y de oferta en el mercado político que explicarían el populismo. Dependiendo de qué factores sean los predominantes, se daría un tipo de populismo u otro.
Normalmente el populismo se justifica desde el lado de la demanda, por las consecuencias económicas negativas que ha tenido la globalización sobre ciertas clases sociales y que han supuesto una pérdida de legitimidad para el sistema. En efecto, desde el punto de vista de la demanda, el aumento de la desigualdad y otros perjuicios económicos creados o exacerbados por la globalización han generado en la opinión pública apoyo a grupos políticos que se sitúan fuera de los partidos tradicionales y que se oponen a las reglas del juego. Ello se debe a que normalmente es difícil explicar cuáles son las soluciones a los problemas generados por la globalización que, además, suelen lograr resultados con demasiada lentitud. Sería necesario encontrar un discurso claro y concreto dirigido a estos grupos, algo que no suele suceder. Según Rodrik, ahí entrarían en juego los políticos populistas, por el lado de la oferta, proporcionando esa “narrativa” necesaria para movilizar a los descontentos y que es muy eficaz para pulsar, por una parte, los sentimientos étnicos y xenófobos de naturaleza nacionalista y, por otra, aquellos otros basados en la conciencia de clase.
En un trabajo en colaboración con Sharun Mukand de este mismo año, ambos autores distinguen entre los tres grupos que, según ellos, conforman la sociedad: la élite, la mayoría y la minoría. La élite se separa del resto de la sociedad por su riqueza; la minoría por su identidad particular (por etnia, religión u origen). Esta distinción da lugar a dos divisiones: la étnico-nacional/cultural y la de renta o clase. Ambas pueden o no superponerse, dando lugar a diferentes resultados y los populistas suelen explotar una u otra. “Los enemigos del pueblo, de la gente” serían diferentes en cada caso. En general, el populismo de derechas se asocia a diferencias étnico-nacionales o culturales, especialmente cuando se produce un aumento de los flujos de emigrantes o refugiados con distintas raíces religiosas o culturales. Así, se presenta a los emigrantes como aquellos que compiten por los empleos o los que aumentan la demanda de servicios públicos, reduciendo los que quedarían disponibles para los “nativos”. Shyriza y Podemos serían excepciones en el caso europeo, donde la troika, la austeridad o la globalización serían responsables del desempleo en Grecia y España.
Sin embargo, siguiendo la lógica de la exposición de Rodrik que acabo de resumir, existiría otro movimiento populista en España que no suele acuñarse como tal: el nacionalismo y, en especial, el separatismo, tanto de derechas como de izquierdas, que son en realidad movimientos populistas que explotan el localismo nacionalista excluyente como vía para salvaguardar su nicho de poder pero que han ido calando en sus diferentes áreas de influencia, seguramente por debilidad o por indolencia en la narrativa de defensa de la nación española, que puede parecer obvia, pero que ha estado ausente del debate durante muchos años .
Sustituyan en todo lo anterior a Le Pen, a Trump o a Podemos por secesionistas y verán cómo encaja: “Madrid” o el “Estado” es el enemigo exterior que roba y oprime. Ese discurso habla, además, de territorios en lugar de personas y éste es un primer paso hacia el totalitarismo y la anulación del ciudadano en su individualidad.
¿Cuánto tiempo hará falta para que, de la misma forma que se ha desenmascarado a Podemos y ahora se acepta con naturalidad su carácter populista, se haga lo mismo con los nacionalismos? ¿Por qué no se desenmascara a los que buscan beneficios excepcionales a costa de las necesidades básicas de los demás? Que nadie, por tanto, se extrañe de la alianza entre ambos tipos de populistas en el caso español. Éste es el peligro al que nos enfrentamos ahora mismo y ante el que debemos reaccionar los que constituimos la mayoría.