VALÈNCIA. La figura de Pablo Escobar y el emporio que creo a su alrededor a través de la exportación de estupefacientes ha sido suficientemente plasmado en películas y series de televisión, pero ¿cuál fue el germen del narcotráfico en Colombia? Es lo que intenta explicar Ciro Guerra y Cristina Gallego en Pájaros de verano, una película que documenta la evolución de una familia perteneciente a una tribu autóctona que perderá parte de su esencia ancestral tras introducirse en una espiral de ambición económica al introducirse en el comercio de marihuana.
A Ciro Guerra ya lo conocíamos gracias a películas como El abrazo de la serpiente (2015), por la que estuvo nominado al Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa y en la que ya situaba el elemento indígena como eje del relato. Ahora vuelve a ofrecer un documento en clave etnográfica en el que las tradiciones y el folclore adquieren una importancia fundamental a la hora de contar una historia que adquiere una enorme fuerza tanto telúrica como espiritual.
Pájaros de verano comienza a finales de los años sesenta y se sitúa en un espacio muy concreto, en los territorios de la comunidad Wayúu cuyos habitantes son aborígenes de la provincia de Guajira. Los directores nos introducen en un universo dividido en diferentes clanes, dominado por una serie de reglas propias, en el que los conflictos son solucionados mediante la intervención de un palabrero, la riqueza se mide por el número de animales en posesión y existe una persona que ejerce de intermediaria entre el mundo de los vivos y de los muertos.
En algunos momentos casi podría parecer que nos encontramos en el territorio de lo fantástico, pero en realidad todas las costumbres que aparecen en la película, todas las supersticiones y los rituales pertenecen a la realidad. Así, mientras se describen las acciones cotidianas más prosaicas que tienen que ver con las tareas cotidianas, por las rendijas del relato se cuela un aroma de misterio en el que las premociones adquieren una presencia casi física y los sueños se convierten en una ventana para acercarnos al futuro de unos personajes marcados por el pathos.
Desde las primeras imágenes, en las que vemos a una joven que se presenta en sociedad a través de una ceremonia ancestral, nos adentramos en otra dimensión en la que la familia se sitúa como eje fundamental. Al fin y al cabo, esa adscripción endogámica se encuentra presente en la mayor parte de películas que giran en torno a la mafia, cuyos núcleos siempre se establecen alrededor de clanes sanguíneos para fortalecer los lazos de unión y confianza. A pesar de que son los hombres los que se encargan de llevar a cabo los negocios, la película retrata un grupúsculo matriarcal donde la cabeza de familia es la abuela, poseedora de un talismán de protección y capaz de interpretar a través de él los sueños que afectan a cada uno de los miembros.
En realidad, a los directores les interesaba plasmar la Época de la Marimba o Bonanza Marimbera (entre 1975 y 1985), cuando comenzó a entrar en el país dinero procedente de Estados Unidos por la venta de marihuana monopolizada por unas pocas familias que acapararon la exportación ilegal entrando en una espiral de degradación y corrupción.
Pájaros de verano se encuentra estructurada en varios actos, casi como si se tratara de una tragedia griega, en la que encontramos amores, traiciones, celos, alianzas, bajas pasiones. Pero además de su dimensión dramática, también se encuentra regida por los mismos códigos que una película de gángsters. La ley de la venganza a través de la violencia se cuela a través de cada disputa, por pequeña que sea, generando una red de sospechas e intrigas que terminará irremediablemente con el derramamiento de sangre.
La diferencia con otras películas del género es que todo eso lo veremos plasmado desde un punto de vista totalmente diferente, más primitivo y antropológico, y quizás por eso más revelador e impactante al encontrarse despojado de cualquier tipo de artificio.
También podríamos considerar Pájaros de verano como metáfora de un pueblo que pierde su rumbo, que abandona su idiosincrasia, sus señas de identidad, se olvida de ellas para venderse al capitalismo en su estado más salvaje cuando todavía no está preparado para ello y toda su estructura termina por derrumbarse presa de las contradicciones que se generan.
La pareja de directores tiene la capacidad de componer una fábula tan bella como trágica sobre un mundo que parece condenado a auto fagocitarse, un universo lleno de riqueza que llega a su fin a causa de la codicia y del virus de la ambición. Hemos visto muchas películas sobre el narcotráfico, pero ninguna tan original y tan auténtica, con esa mezcla de poesía y de salvaje virulencia atávica que desprenden sus imágenes.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz