VALÈNCIA. El asombroso poder de la mente humana es en realidad muy pequeño: falla irremediablemente no solo ante conceptos que nos son totalmente ajenos, como el infinito o la nada, sino también ante magnitudes grandes, pero sin embargo ciertas y por comunes, poco espectaculares para un hipotético observador más capaz. Nos dicen, por ejemplo, que hay más estrellas en el universo que granos de arena en las playas de la Tierra, y nuestro cerebro colapsa. ¿Cómo? Y luego nos dicen que hay más posibles combinaciones en un juego de mesa como el ajedrez que átomos en el universo, y un escalofrío de incredulidad recorre nuestro espinazo cuando las matemáticas nos demuestran la comparación, y descubrimos las costuras de nuestro prodigioso intelecto animal. La sensación es un poco claustrofóbica: querríamos ir más allá, pero no paramos de rozarnos y darnos coscorrones contra las paredes internas del cráneo.
Se calcula que en nuestro vecindario galáctico, la Vía Láctea, hay de doscientos mil a cuatrocientos mil millones de estrellas. Y que en el universo hay en torno a dos billones (dos millones de millones) de galaxias. A estas alturas probablemente estemos tratando de pensar en alguna cantidad o proporción más amable con la que poder orientarnos en semejante vastedad, pero es imposible. Sencillamente no podemos abarcar algo así, solo observar, analizar, y constatar que es verdad. Entonces, ¿cómo van a haber más posibles combinaciones en una partida de un simple juego de mesa que átomos en semejante universo? De nuevo, las costuras. Incluso aunque nuestro conocimiento del universo aumente y finalmente resulte ser incluso más inmenso de lo que ahora sabemos, más inmenso todavía que una partida por comenzar de ajedrez o de go, que en el siglo XXI esta afirmación haya sido cierta nos obliga a mirar un tablero de estos juegos con la misma reverencia que sentiríamos si nos asomásemos al espacio por la escotilla de una nave que viajase en busca de los confines del cosmos.
El mes de septiembre de dos mil diecisiete, un extraño bólido atravesó nuestro sistema solar: vino desde la dirección de Vega, una estrella a “solo” veinticinco años luz, y escapando sin esfuerzo de la gravedad del Sol, salió a casi cien mil kilómetros por hora rumbo a la constelación Pegaso, a la oscuridad de todo lo que desconocemos. Todo sucedió de tal manera que nos enteramos de que nos había visitado cuando ya se iba. La Unión Astronómica Internacional llamó a este objeto Oumuamua, término hawaiano que se podría traducir por “explorador”. Hasta Oumuamua, nunca habíamos confirmado la existencia de un objeto interestelar. Este hecho en sí ya convierte a Oumuamua en un descubrimiento singular, tan singular como su forma alargada hasta ahora nunca vista, y su brillo anormal. Pero lo que llevó al catedrático de Astrofísica de la Universidad de Harvard Avi Loeb a articular la hipótesis que desarrolla en Extraterrestre.
La humanidad ante el primer signo de vida inteligente más allá de la Tierra (Planeta, 2021), fue sobre todo otra anomalía: cuando Oumuamua aceleró en su paso alrededor del Sol, su trayectoria se desvió de la que debería haber seguido atendiendo únicamente a la gravedad de nuestra estrella. El revuelo ante tal idea, fue el que fue, y está siendo el que está siendo: muchos medios vieron la oportunidad de gritar aquello de ¡aliens! y lo hicieron, pero eso no es lo que dice Loeb, porque para entender a Loeb hay que comprender los fundamentos del método científico, el sustento lógico que hace que funcione y que nos ha permitido llegar hasta el presente de la manera en que lo hemos hecho, con vacunas que son desarrolladas y aplicadas en un año para atajar una pandemia, mientras sondas que hemos mandado a Marte recorren su superficie mandándonos fotos de altísima calidad a las que podemos acceder desde un smartphone. Se dice pronto.
No, Loeb no habla por hablar, ni afirma estar en lo cierto. Lo que hace Loeb es pensar científicamente con rigor, tal y como se puede comprobar leyendo su libro, plantear una hipótesis plausible a tenor de lo que sabemos. Es necesario señalar que a día de hoy no existe ninguna explicación confirmada para las anomalías de Oumuamua, lo cual no significa, por supuesto, que su naturaleza sea tecnológica y de origen extraterrestre como sugiere Loeb, pero tampoco, en realidad, que no lo sea. Recientemente, los astrofísicos de la Universidad Estatal de Arizona Steven Desch y Alan Jackson han ofrecido una explicación basada en una composición de hielo y una forma de galleta con visos de certeza. El debate queda abierto por el momento: quizás si un nuevo objeto de sus características atraviesa nuestro vecindario solar y podemos estudiarlo en condiciones —al poco tiempo de pasar Oumuamua avistamos otro objeto interestelar, Borisov, que pudo identificarse como un cometa—, el misterio se resuelva definitivamente. Hasta entonces lo que podemos estudiar es la reacción de la comunidad científica ante las ideas de Loeb, la resistencia no a creer, porque la ciencia es cuestión de pruebas y no de fe, sino a aceptar en el terreno de las hipótesis la inteligencia extraterrestre sin oponer un muro de prejuicios y burlas.
¿Sigue el ser humano lastrado por el espíritu que nos ha llevado históricamente a considerarnos el centro de todo? ¿Por qué, como dice Loeb, otras ramas ajenas a las pruebas empíricas como la teoría de cuerdas o el multiverso gozan de gran prestigio, pese a ser acrobacias matemáticas no verificables, como sí es verificable que existe la vida, dado que nosotros existimos? ¿Por qué ser tan hostiles a una posibilidad que ya sabemos que se ha dado, al menos, una vez en el universo, incluso aunque Oumuamua resulte ser un pedazo de hielo desgajado de un cuerpo del tipo de Plutón o Tritón? Para el catedrático, son las pruebas las que mantienen a un científico con los pies en la tierra, y las que te pueden acabar demostrando que estabas equivocado. Esta denuncia es tan relevante en Extraterrestre como el propio Oumuamua, porque para Loeb, su postura es más conservadora que la de quien busca dimensiones extra en teorías especulativas, y por tanto no entiende que se ridiculice, o que no haya un empeño mayor en seguir tirando del hilo biológico desde la inversión en investigación científica. “Hace falta imaginación y humildad para reconocer que la humanidad no es nada extraordinaria”, afirma Loeb desde un minúsculo grano de arena.