VALÈNCIA. Hace unos años comenzó a circular por la red una carta de Antonio Gramsci en la que declaraba sin ambages su odio contra el Año Nuevo. La mayor virtud era su título, provocador, y el haber cumplido un arco temporal de 100 años desde su publicación, el 1 de enero de 1916 en el diario turinés Avanti!, aunque la celebración de la efeméride fuera contraria al contenido que el propio Gramsci explicaba en su texto. Pero ¡qué más da!
En esa carta, el intelectual orgánico clamaba contra las fechas fijas en la que nos obligamos a replantearnos nuestras acciones y nuestro rumbo en la vida. Y a replantearnos ese comportamiento que, incluso hace más de cien años, nos equiparaba a la lógica comercial de evaluar, corregir, enmendar, premiar o castigar en función de los resultados obtenidos en ese balance de final de año.
“Cada mañana, cuando me despierto de nuevo bajo el manto del cielo, siento que para mí es Año Nuevo. Por eso odio estos años nuevos a término fijo que convierten la vida y el espíritu humano en un negocio comercial, con sus balances, su presupuesto y sus previsiones para la nueva gestión. Ello hace perder el sentido de la continuidad de la vida y del espíritu. Se acaba por creer en serio que entre año y año exista una solución de continuidad y que dé comienzo una nueva historia, y hacemos propósitos y nos arrepentimos de los despropósitos, etc. etc.”.
Cada mañana, decía Gramsci, quiero ajustar las cuentas conmigo mismo. Cada hora de mi vida quisiera que fuera nueva. Y cosas por el estilo. Aquel primero de enero de 1916 quedaba solo un año para que la Revolución Rusa diera forma a aquel anhelo de hombre nuevo y arrasara con el calendario zarista y con la cosmogonía ortodoxa y feudal de aquel extenso territorio. Pero, en cambio, antes de ese nuevo amanecer socialista, Italia se hallaba sumergida en la primera gran guerra del siglo.
La carta de Gramsci estaba impregnada del furor revolucionario que lo habría de llevar a fundar el Partido Comunista Italiano, a hacerse con el control del secretariado del partido y a la condena de 20 años de prisión por los jueces de Benito Mussolini.
La imposible permanencia
Ojalá pudiéramos hacer todos los días el balance de nuestra conducta, como escribía Gramsci en esa celebrada carta de 1916. Ojalá pudiéramos decidir el rumbo cada mañana, meditar nuestras decisiones y guiarnos por un sentido de la justicia y de la rectitud moral para enfrentar la jornada, en lugar de someternos a la lógica del despertador, de los horarios ordinarios del autobús, del embotellamiento de la ronda norte en hora punta.
Aquel 1916 prometía construir un orden nuevo en base a las necesidades y convicciones de la sociedad. Hoy esas frases nos recuerdan más a las tazas de Mr. Wonderful, pues son el aparato ideológico con el que nos tomamos el café cada mañana y la única dosis de teología civil permitida en este ciclo histórico dominado por Telecinco y Tu cara me suena (ese programa que no esconde que para triunfar en la vida debemos entregarnos al noble arte de la imitación).
Durante mucho tiempo, actualizaba periódicamente una lista de libros que había leído durante el año. Primero en Word, cuando la tecnología era tan primitiva que para nombrar las cosas había que señalarlas con el dedo. Luego en Excel, con esa seriedad matemática y esa jerga contable. Hasta que aquellas listas quedaron abandonadas por dos razones. La primera, por el descubrimiento de una verdad incómoda: lo único que engordaban aquellas listas era la vanidad y la estupidez. La segunda, por la revelación de una verdad dolorosa: era imposible retener decenas de títulos, de nombres y de historias que se perdían para siempre en una especie de olvido instantáneo. El basurero de libros. La imposible permanencia. Hubiera querido leer la mitad y recordar el doble.
De los últimos años recuerdo, sin embargo, la impresión de muchos de ellos. Más que la trama, los nombres de los personajes o escenas concretas, me vienen a la memoria los lugares donde los leí, donde cerré la página y miré al cielo emocionado por tener entre mis manos aquellas páginas.
La tarde de un 31 de diciembre, cuando tenía por costumbre completar las listas en Excel, inauguré una costumbre que nunca más volví a repetir, y que a pesar de todo la sigo considerando tradición. Consistía en guardar la tarde para leer interminablemente, acelerar las lecturas de aquellos libros que tenía a mitad y que no podían trascender al nuevo año como una rémora del pasado. Así sucedió con Paseos con mi madre, de Javier Pérez Andújar, en el que volví a constatar que valía más un fragmento sobre los barrios obreros de Barcelona que poner en tuiter los quinientos libros que me había tragado a lo largo del año. Que la intimidad es preciosa. Que las casas donde uno ha vivido permanecen en la memoria ligadas a esas sensaciones incalculadas. Y que el patrimonio de los años son también aquellas tardes de lectura con las que equilibrar el déficit anual de tranquilidad, antes de que se nos echara encima la Nochevieja y las celebraciones.
Un 31 de diciembre terminé también de escribir un libro. Y quise simbólicamente cerrarlo el último día del año, aunque hablaba del futuro. O quizás precisamente por eso.
Decía Gramsci que la cronología es el esqueleto de la historia. Él, tan apegado al materialismo histórico, no dejaba de propagar mitología idealizada del hombre nuevo. Una paradoja similar nos ocurre a nosotros cien años después: tan sometidos a la dictadura de las emociones, no cejamos en el empeño de calendarizar, estructurar y cuantificar libros, películas, viajes, kilómetros, días, amigos o amantes. Cosas que caben en tablas de Excel.
Por eso odio el Año Nuevo. Porque archiva todo lo que debiera permanecer con nosotros. Porque deja atrás, queramos o no, las tardes ganadas a la vorágine y al aburrimiento, las emociones conquistadas e incluso el tiempo que hemos perdido imaginando qué podríamos hacer cuando tuviéramos ocasión.
Hoy, 31 de diciembre, solo pido una tarde tranquila. Y que el año venga como quiera.