La cantante catalana presenta en València su segundo disco, el de la madurez, a sus 22 años. Actuará en dELUXE Pop el 24 de noviembre
VALÈNCIA. De toda la literatura -y sus extractos para el manual del cuñado feliz- escrita a lo largo de los siglos al respecto de la juventud, probablemente una de las más acertadas sea la de Arthur Schopenhauer. Esquivando por muy poco el lugar común -común a Albert Rivera-, podemos convenir que el alemán, con ese peinado tan rock, tenía razón al declarar aquello de que cada día es una pequeña vida. Va de retro, Mr. Wonderful; aléjate, que esto tiene derechos de autor, aunque quizá estén extintos ya. El filósofo germano profundizaba en la insoportable condición infinita de la vida, que se reproduce con la facilidad de un festival clon en 2018. Cada despertar es un pequeño nacimiento, decía, y cada nueva mañana, una pequeña juventud. Añadía también que irse a dormir es una pequeña muerte, pero de petite mort saben más los franceses que cualquier alemán.
Si alguna vez la frase de Schopenhauer tuvo una plasmación en la realidad con mayor fundamento que la de servir de metralla para el ataque de los coaches y de los que hacen negocio con el optimismo, esa vez se diseñó para que se le aplicara a Núria Graham. Para ella, cada nueva mañana es, sin duda, una pequeña juventud; y cada nueva jornada, una pequeña vida. A pesar de formar parte de esas generaciones -cada vez más numerosas- que jamás vieron con vida a Kurt Cobain, Graham ya va por su segundo disco y su cuarta referencia discográfica. Su primera pequeña vida se dio en junio de 1996, hace hoy apenas 22 años y medio; hasta hace no demasiado, de gira por Estados Unidos, Graham podría dar un concierto pero no pedirse una cerveza en la barra al acabar.
La velocidad de su evolución es tal que, merced a su último disco, Does It Ring A Bell? (El Segell, 2017), ya ha de responder a las cuestiones al respecto de si es su disco más maduro. Lo presentará en directo el próximo 24 de noviembre en dELUXE Pop.
La de Graham es, en realidad, una trayectoria que de alguna manera marca el tránsito entre una época y otra. El cambio de siglo hecho carne. La ruptura con el tiempo de determinados procesos, que tras la primera década del siglo XXI se acortan y se difuminan hasta convertirse en algo que carece totalmente de valor. A la edad a la que alguien de la generación del 85 se dedicaba a bajarse canciones con programas P2P y grabar CDs con ellas, Núria Graham juntaba sus primeras canciones en una maqueta que agotó todas sus copias y tuvo que se reeditada por Halley Records poco después. El cambio de paradigma -propiciado principalmente por Internet- ha eliminado también las barreras entre sujetos activos y pasivos en la música: cualquiera puede estar en los dos lados.
A esta revolución -que no deja de ser la que, por ejemplo, sostiene al trap- hay que añadir el talento que aparentemente atesora Graham. De padre irlandés y madre catalana, la publicación de su primer disco le llegó con apenas 19 años, lo que produjo escenas tan difíciles de interpretar como que un periodista le preguntara si, entonces, conocía a grupos que entonces se utilizaban para encajar su sonido en las críticas. Aquellos años, no hace tanto y probablemente siga sucediendo ahora, debieron ofrecer innumerables escenas de grotesco paternalismo entre periodistas de largo recorrido y una artista que debía pagar los pecados de ser mujer y, además, insultantemente joven.
A esa doble condición de terror habría que añadir, además, la de la peculiaridad del sonido que desarrolla Núria Graham y la perentoria necesidad de encontrar etiquetas y referencias por parte del periodista. Entonces, además, todavía la proyección pública de Rosalía era nula, por lo que nadie era capaz de saber la Rosalía de qué era Núria Graham. Etiquetada en un principio, y sin demasiado esfuerzo, como parte de esa especie de cantera de cantautoras folk españolas, la sorpresa llegó cuando su primer disco apuntaba mucho más allá. Bird Eyes demostró que las etiquetas no sirven para nada; especialmente si son vagas, están mal puestas y guiadas por la clasificación de los expositores de la FNAC.
Todo va tan rápido con Núria Graham que, a sus 22 años, ya ha tenido tiempo de tener una etiqueta de la que zafarse; algo de lo que muchos necesitan desprenderse bien entrados en su madurez biográfica, ella lo encara en su temprana veintena. Efectivamente, las diez canciones de Bird Eyes la enviaba lejos, a años luz, de una cantante folk. La dimensión de ‘Bird Eyes', ‘I Worry Too Much’, ‘Ages’ (con ecos etéreos de Jeff Buckley) o ‘You Fall Sleep So Easily’ (intensa coda a la que no demasiados discos suelen llegar con fuerza), en un disco que no juega a confundir con los excesos, daba ya una muestra real del calado de lo que entonces tenía entre manos la cantante y compositora.
La cuestión de la composición es uno de los factores que más injustamente desapercibidos pasan cuando se trata de Graham. Apenas una versión en su primer lustro de existencia musical: la telúrica versión del ‘Toxic’ de Britney Spears, transfigurada en rock alternativo de los 90. El grueso de su cancionero oficial son composiciones propias que circulan entre la psicodelia y el pop, entre Kate Bush, St. Vincent y Kevin Morby. Así lo certifica su último disco, el que presentará el 24 de noviembre en dELUXE Pop Club (en una cita que compartirá con Daniel Rosell), para el que además ha contado con Joan Pons; Pons es el líder de El Petit de Cal Eril, el grupo que probablemente mejor representa hoy la fluidez en la transición entre los sonidos folk y los escenarios de psicodelia.
El resultado es un disco continuista, que no desvía a Graham de la dirección que había tomado en su primera colección. Con Does It Ring A Bell?, la cantante y compositora catalana afina el tiro y despeja el camino al respecto de sus etiquetas; lo que propició, en gran medida, que se quedara fuera de la mayoría de las listas con los mejores trabajos del país en 2017. Tampoco es que lo necesite. Además, lejos de quedarse en agua de borrajas, una de las virtudes de Núria Graham reside en el directo: su trabajo, repleto de virutas de psicodelia, crece de manera exponencial cuando lo desarrolla en su versión viva. Tres años después -y dos discos más tarde- deberían haberse terminado ya las preguntas paternalistas, a pesar de que sus 22 años sigan siendo objeto de sorpresa para más de uno.