VALÈNCIA. Hace unos meses aparecía el libro Música de mierda, de Carl Wilson, un ensayo que cuestionaba el concepto del buen gusto aplicado al pop. Ahora aparece Mierda de música, firmado por varios autores –Rodrigo Fresán, Marta Sanz, Nacho Vegas…- que realizan su particular aproximación a dicha dicotomía. Un libro que me inspira para escribir mi propia aportación sobre el tema
Vengo cultivando mis gustos musicales de una manera consciente desde la adolescencia. Han sido elecciones fundamentales, que además de hacerme disfrutar han configurado mi personalidad y mi profesión. Por eso son mucho más que una serie de nombres o discos. Son un territorio con el que me identifico. También me han servido como inspiración en mi trabajo, que en muchos casos sigue siendo un privilegio. Creo en la música que me gusta y la necesito como los pulmones necesitan el aire, pero hace ya bastante tiempo que entendí que escucharla no me convierte de por sí en alguien mejor o peor. Solo me ayuda a ser quien soy. La música de mi casa y mi ipod y mi equipo no es, objetivamente, mejor o peor que la de nadie. Es la que me gusta, es la que necesito lo mismo que otros necesitan la que les haga felices o la que les eleve el espíritu. La música que me gusta es aquella sobre la que suelo escribir. Hay música que también me gusta de la que no suelo escribir porque nadie me pide que lo haga, o porque encaja que lo haga en los medios en los que colaboro. El espectro de mis gustos es amplio y no tiene por qué reflejarse necesariamente en mi trabajo.
Durante mi infancia escuché prácticamente de todo. En casa de mis tíos abuelos había una colección de singles que acabaron en la mía. Sara Montiel, Los Cinco Latinos, Tom Jones, Mari Trini, Nino Bravo, Los Bravos y unos discos que sacaba el coñac Fundador con una portada genérica que no recuerdo qué canciones tenían. En el coche de mi padre sonaban discos de Armando Manzanero, Moncho, Jesucristo Superstar, Engelbert Humperdinck, Donna Summer, Serrat y juraría que durante una temporada –un préstamo de mi tío Fernando-, una casete de Barbra Streisand. Antes de encontrar una música hecha a la medida de mis emociones, ilusiones, frustraciones, etc., ya había tomado contacto con la cultura del rock e iba recorriéndola a bandazos. El cine –por medio de Tommy- me llevó a The Who y ellos a su vez me llevaron a Rick Wakeman, Elton John y Mike Oldfield. Con los años descubriría que los discos que me gustaban de toda esta gente no eran precisamente los mejores de su trayectoria. En 1976 mi álbum favorito era Too old to rock & roll, too young to die, oficialmente considerado como uno de los más flojos de la discografía de Jethro Tull. A mí me encantaba, y cuando los vi en concierto en un Popgrama, me parecieron soberbios. Poco después renegaría de todo aquello porque había empezado a escuchar cosas tan exquisitas como The Velvet Underground. Lo de exquisitas se puede leer en cursiva o sin cursiva, que lo decida cada lector.
Cuando en el colegio decía que me gustaba Velvet Underground, la mayoría de melómanos que me rodeaban contestaban que aquello era una mierda inaudible, chirriante y desafinada. A mí en cambio me parecía una mierda todo lo que no fuese Velvet Underground. Todo lo que careciera aquel halo maldito y exclusivo y extraño que les rodeaba a ellos y a sus componentes, Lou Reed, John Cale, Nico. Me sentía como un elegido por haberlos elegido a ellos. Entonces llegó el momento de salir en pandilla y preocuparse por ligar. Fue el verano de Fiebre del sábado noche, que a mí me parecía entonces una soberana horterada. Pero había que ir a la discoteca de la Pobla de Farnals para intentar intimar con las chicas. Allí bailábamos lo que hiciera falta: Boney M, Silver Convention, Eruption, Bee Gees, Amii Stewart… Canciones prohibidas por el buen gusto que a mí me gustaban. Y no podía evitar sentirme mal porque se suponía que no se les podía tener consideración alguna porque eran la antítesis de lo que era realmente bueno: Lou Reed, Patti Smith, los Stones.
Compatibilizar aquella dualidad no era complicado, lo complicado era explicarla o defenderla. Y ahora llega ese momento en mi historia, finales de 1980, el que Talking Heads se decantaron por el funky y hubo quien dijo que aquello era una mierda discotequera porque ya no eran rock. Un par de años después Alaska y los Pegamoides sacaron Bailando y ahí ya hubo un antes y un después musical en mi existencia, un punto de inflexión ahora en castellano. No faltaba quien pensaba que Alaska y los Pegamoides eran una basura porque tocaban mal y cantaban mal; ellos y todos los grupos de la movida.
Una de las cosas que me gustaba de aquellos grupos españoles era que reivindicaban cosas que parecían reñidas con cierta idea de la exquisitez. Muchas de ellas venían de nuestra cultura popular, de Karina a Lola Flores. Y mientras la movida cuajaba como fenómeno sociocultural, empezaron a florecer cantautores situados en el extremo opuesto de aquellas premisas. Joaquín Sabina y Javier Krahe, por ejemplo. En aquella época me subyugaban las letras de Krahe; pero sus letras, sus discos y lo que él representaba eran considerados una mierda para la modernidad. A mí me gustaba Krahe, y también me gustaban Psychedelic Furs y Laurie Anderson, y eso puede crear un nivel de confusión a tu alrededor importante. No queremos que se nos despiste. Queremos tener pistas claras sobre quién tenemos delante, información de la buena. Este es hippie, éste es punk y ese de allí, gótico, y ése de más allá, un flamenco. Yo creo que ser solamente una cosa es un rollo, salvo que seas los Ramones o Chic, es decir, que seas un estilo en ti mismo. Una afición fomentada por Pegamoides y Dinarama. Leías entrevistas con Dinarama, tan desprejuiciados, tan a favor de decir “sí, me gusta esto, ¿qué pasa? ¿No cuadra con tu esquema del buen gusto? Pues vamos a grabar una versión de Rafaella Carrá para que te cuadre menos todavía”. Fangoria, hace 13 años, reivindicaban a Camela.
Entonces empecé a escribir en Ruta 66, una revista que promovía la autenticidad del rock & roll como género predominante en la música pop. Paralelamente, seguía escuchando cosas que no tenían ninguna cabida en la publicación (porque estaban en las antípodas de esa autenticidad) pero al final llegué a convencerme a mí mismo de que, más allá de lo que implica una especialización, existía una música buena y otra mala. Fue una época algo talibana. Y entonces ocurrió lo de Nirvana. Se convirtieron en el paradigma del triunfo de los marginados, y desbancaron a Michael Jackson del primer puesto de las listas (por cierto, desde el primer momento Thriller me gustó mucho) y le plantaron batalla a un grupo que a mí me parecía un horror, como Guns N’Roses. A su vez, Kurt Cobain reconocía sin pudor que una de sus grandes influencia eran Abba, un grupo de pop, un grupo comercial, un grupo que había ganado Eurovisión (eso seguramente Cobain lo ignoraba), y que carecía de coartadas intelectuales. Dos años después Kurt Cobain se pegó un tiro. Su música era considerada la panacea para muchísima gente, y eso acabó haciéndole tremendamente infeliz. Nos acaloramos por asuntos que realmente dan igual y no somos capaces de percibir otras más importantes.
Y llegamos a 1995. Al momento en el que vi en el programa de Pepe Navarro a Juan Antonio Canta haciendo La canción de los 40 limones. Aquello no era una simple canción chistosa, ni aquel era un colgado made in Spain dispuesto a triunfar exhibiéndose. Ahí había talento, humor, poesía, pero el contexto se lo comía. Fui a verle en directo al Teatro Alfil, en Madrid y mis sospechas se confirmaron. Le entrevisté para El País de las Tentaciones cuando sacó su álbum, un disco cruelmente ignorado a pesar de su calidad, Las increíbles aventuras de Juan Antonio Canta. Canta era visto como una atracción de feria en aquel programa nocturno, al lado de La Veneno y de Pepelu. Era un gran artista pero se le consideraba un hortera porque tenía una canción aparentemente ramplona y muy pegadiza. Recuerdo hablar de él con Sabina en su casa, y alegrarme mucho al ver cuánto lo respetaba.
Canta se suicidó dos días antes de la Nochebuena de 1996, víctima de una depresión en la que seguramente tuvo algo que ver el hecho de saber que jamás se le iba a tomar en serio como artistas, como creador de buena música. Lo realmente triste es que lo que hacía era muy bueno y que sin embargo, habrá quien todavía piense que no lo era. Porque el afán de juzgar y calificar parece que siempre es más fuerte que el hecho de entender exactamente lo que estamos escuchando. Escuchar a, por ejemplo, Leonard Cohen, no nos hace mejores que si escuchamos a Bisbal. Hay grandes gilipollas y reverendos cabronazos que escuchan música objetivamente muy buena. Lo que nos mejora o empeora como personas es lo que somos capaces de hacer con esa información. Lo demás es pose, prejuicios, carne de redes sociales, una verdadera mierda.