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EL CABECICUBO DE SERIES, DOCUS Y TV  

No es HBO, ¡es la televisión!

La crítica de televisión del New Yorker, Emily Nussbaum, se queja en 'I Like to Watch' del esnobismo de quienes aprecian la televisión solo cuando puede considerarse una imitación de la alta literatura o la alta cultura; la cultura canónica, la que todo el mundo respeta, pero casi nadie consume. Nussbaum defiende que las buenas series lo son por episódicas y por el trabajo colectivo en el guión, esto es, por televisivas, no por sus analogías posibles con la novela o la cinematografía

20/07/2019 - 

VALÈNCIA. Quien lleve leyendo esta columna los ocho años de antigüedad que tiene habrá asumido ya que toda crítica televisiva se despacha con dos baremos. Si es una ficción, es buen o mal culebrón, pero culebrón al fin y al cabo. Si es un programa de tele-realidad, da mucha o poca vergüenza ajena, pero lo que se disfruta es la sensación única y maravillosa del bochorno. 

Esto es importante, porque como el adicto a lo que me pusieran en televisión que fui en los 90, como televidente que tenía que comprarse las series completas en la Teletienda -sí, llamando por teléfono a un 902- antes de que empezasen las descargas, he podido ver cómo un sector del público pasó de despreciar el medio, de mostrar cautela con esa moda incipiente de las series, a entregarse en sus brazos con un pretexto: la televisión, de repente, era de cultos y de inteligentes. 

Es indiscutible que Los Soprano, A dos metros bajo tierra, Mad Men, The Wire, Deadwood, En terapia y alguna más de las series con las que entramos en el nuevo siglo son lo más brillante que se ha rodado destinado a la pequeña pantalla. Sin embargo, HBO, la gran productora de esas maravillas, vendía sus joyas con vergüencitas. Decía su eslogan: No es televisión, es HBO ¿Cómo que no era televisión? 


Esas series eran puros y duros culebrones de la escuela latinoamericana. Vivían de un fenómeno concreto: la adicción, el síndrome de abstinencia. Nos gustaba la explotación de un personaje continuada en el tiempo. A grandes rasgos, no iban más allá del melodrama y la intriga, pero si uno mira los géneros de las novelas baratas de los kioscos en los años 60 y 70, le salen casualmente las joyas de la corona de HBO: Gangsters, romance, detectives, western... 

El éxito de los nuevos formatos trajo ya una forma de vida consistente en trabajar por el día y ver series por la noche. Como se ha dicho muchas veces, una fórmula magistral, barata y cómoda, para eludir el sexo con tu pareja. O si de lo que se trata es de disimular que no se tienen amigos, mucho mejor ver series compulsivamente comiendo helado y guarrerías varias que coger el coche doscientos kilómetros para hacer rafting o cualquier cosa acabada en -ing de las que nos salvaron las series heroicamente. No todos los héroes llevan capa, ya sabe. 

Sin embargo, una de las consecuencias de este fenómeno ha sido la intelectualización de las series. Con la excepción de Juan Manuel de Prada, que aún se resiste, parece que mucha gente por fin ha podido ver la tele sin mancharse. A las nuevas series se le han buscado referentes en la literatura clásica, en la cultura canónica, la de los listos de toda la vida, los inteligentes, pero rara vez se ha explicado que lo bueno de Los Soprano no es que puedas reflexionar sobre Santo Tomás de Aquino y su teoría sobre el mal moral y su necesidad para poder amar a Dios desde la libertad, sino que como serie engancha que no veas, te llena todas las horas muertas y te roba también las de dormir. Esto es como la repostería, hay pasteles de cincuenta céntimos y otros de cincuenta euros, pero en ellos todos buscamos el dulce. 

Por todos estos planteamientos, quien esto escribe es considerado un majadero con frecuencia, pero desde este año ya no tanta. Emily Nussbaum, crítica de televisión del New Yorker y ganadora del Pulitzer en 2016 por su labor, ha defendido estas ideas en su libro I Like to Watch: Arguing My Way through the TV Revolution (Random House, 2019). Es una recopilación de críticas y ensayos, que merece la pena echarle una lectura, sobre todo por su enfoque biográfico inicial, porque es realmente hermoso. Cuenta cómo Buffy Cazavampiros cambió su vida mientras escribía la tesis de un sesudo doctorado. 

Cuando empezó como periodista, escribía reseñas sobre veladas poéticas en The New York Times Book Review, pero eso le hacía sentir "miserable". Se trataba del género más elevado, el más respetado, el más clásico, el más todo posiblemente, sin embargo, no le interesaba a nadie. "Mientras que todo el mundo lo respetaba, nadie lo leía", subraya. Los poetas ganaban tan poco dinero con sus libros que no se sentía capaz de escribir una crítica porque destacar cualquier aspecto negativo de la obra le hacía sentirse "cruel". 

No obstante, cuando empezó a publicar críticas de televisión, notó lo contrario. Nadie respetaba el medio, pero todos lo veían. Cuando alguien triunfaba, recibía mucho dinero, pero nada más que una palmadita en la espalda por parte de la crítica. Ni siquiera se enfocaba la crítica como algo relacionado con el arte, se escribían sobre televisión en términos industriales.

Antes, sin embargo, pasó algo mucho más importante. Estaba trabajando en su doctorado y para descansar se puso la tele. Nada en particular, lo que pillase. Ahí estaba Buffy Cazavampiros y empezó a verla con esa actitud snob denominada "placer culpable". Sin embargo, lo que pasó fue lo siguiente: "Nunca terminé mi doctorado, en lugar de eso, Buffy cambió por completo mi forma de pensar. Mi pasión por Buffy no fue diferente a la de primer amor. Fue un cambio de vida (...) Tenía otro trabajo que hacer, enseñar y editar y, a veces, trabajar como periodista en una revista, pero durante varios años lo único que quería hacer era analizar a Buffy, la asesina de vampiros". 

Hasta entonces, aunque había sido fanática de MASH, consideraba que ver la televisión, como pensaba toda la intelectualidad de su país, era basura. "Una actividad de la que avergonzarse, como mascar chicle para ojos". 1997 todavía era una época en la que el joven moderno y urbano presumía de no tener televisión. A ella, de pronto, le volvió loca la caja tonta. 

Es entonces cuando comprobó, en muy pocos años, que Los Soprano sí le gustaron a la gente que despreciaba la televisión. Dice que, de pronto, sí se podía ver televisión porque la televisión había dejado de ser televisión. Explica que Los Soprano era "un espectáculo para adultos", "algo de lo que presumir, no había que pedir disculpas". La serie de David Chase marcó el canon de "televisión de prestigio del siglo XXI". El fenómeno llegó a ser un marcador de nivel: "una distinción de clase social e intelectual". 

Al término de su primera temporada, Stephen Holden la calificó como "el mejor trabajo de la cultura popular estadounidense del último cuarto de siglo". A Nussbaum le llamaron mucho la atención los términos empleados. No decía que era una "serie de televisión", ni siquiera "el mejor programa por cable", era simplemente cultura. Como era arte serio, merecía una crítica seria. La autora trató desde entonces de elaborar una crítica sobre la televisión que, de entrada, no la despreciase o rechazase. Es lo que ha reunido en este volumen, sus mejores críticas y reflexiones, algunas cargadas de polémica, como las del MeToo y Louie CK. 

La motivación vino de que se encontró con que a Buffy no recibía laureles como Los Soprano. Era una serie "de chicas, para adolescentes, geeky, romántica, juvenil" mientras que Los Soprano era "masculina, literaria, dura, importante, rompedora". Para Nussbaum, las dos series eran igual de buenas, una sobre el capitalismo de posguerra y la masculinidad de la generación del baby boom, mientras que en Buffy había un inteligente experimento feminista sobre la mortalidad y el sexo. Sin embargo, solo una de las dos trascendió a su condición de serie de televisión. Solo una fue cultura para exquisitos. 


Ahí comenzó su lucha, justo en la época de la televisión "de prestigio" y el auge de los realities, "la nueva fuente del pánico moral", dice. Por eso, en sus reseñas y punto de vista sobre productos televisivos intentó encontrar lo que compartían Buffy y Tony Soprano, qué es lo que hizo que la televisión fuese "televisiva", para poder hablar de ella sin tener que citar a Dickens y Scorsese. Algo necesario sobre todo, señala mofándose, en un momento como el actual, cuando el "antihéroe sin complejos" ya no le hace tanta gracia a la intelectualidad estadounidense después de tener a uno en la Casa Blanca. 

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