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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR 

Nico, Grace Jones, Tracey Thorn y otras mujeres a las que debo mucho

8/03/2020 - 

VALÈNCIA. Se puede decir que a los 14 años empecé a escuchar música que elegía conscientemente, sin dejarme llevar por lo que escucharan mis amigos o compañeros de clase, guiándome únicamente por mi instinto y mis gustos. La primera mujer que en esta nueva etapa me impresionó hasta la obsesión fue Nico. Nico era bella y misteriosa, una voz fría como el mármol. Destacaba entre el resto de cantantes femeninas porque era un enigma. La música que hacía en solitario resultaba un desafío, pero convencido de que mi obligación era entenderla, conseguí penetrar en aquel sobrecogedor mundo sonoro. Estaba enamorado de Nico y, de alguna manera, también lo estuve después de Patti Smith. Aunque no era consciente de ello, parte de esa atracción provenía del hecho de que eran mujeres atípicas en el mundo del rock. El rock siempre fue más pacato y reaccionario de lo que estábamos dispuestos a reconocer. Ellas eran una alternativa a lo establecido en ese campo. Y por más que los rockeros renegasen de la música de discotecas, yo sucumbí con sumo placer a Donna Summer, al erotismo de su voz y a la sexualidad que revelaban sus letras, perfectas para su cometido incluso si no iban firmadas por ella. Al fin y al cabo, hablamos de una mujer que interpretaba orgasmos en un mundo de hombres. Siouxsie, altiva e insolente, me deslumbró leyendo una entrevista suya en la revista Star. Era altiva e insolente. Su imagen iba más allá del punk. Me compré el primer single que grabó, Hong Kong Gardens, y me sedujo la frialdad de su voz, el frenesí de los instrumentos, y una vez más, la sensación de que era música llegada de un rincón desconocido. Siouxsie era inglesa y yo siempre fui más de Nueva York, donde también estaba Debbie Harry al frente de Blondie. Mi amor por ella sigue vigente porque a ella la quise admirándola, como un alumno enamorado de su maestra, inteligente, hermosa. Sacaba el encarte con las letras de Parallel Lines y leía. Y cuando llegaba al verso de ‘Picture This’ donde decía, “visualiza esto, una foto tuya en la ducha”, me parecía maravilloso que una mujer dijera algo así aunque no me lo estuviera diciendo a mí. Entonces, sin moverme del mapa del Bowery que yo había trazado en mi mente, me di de narices con la furia de Lydia Lunch. Una adolescente dispuesta a dinamitar unas reglas morales y sociales que detestaba con el más salvaje de los nihilismos. Ella me enseñó que ciertas actitudes no eran exclusivas de los hombres.

La voz pausada e hipnótica de Laurie Anderson. Los ritmos atropellados de tres hermanas negras que sonaban como si grabaran en su cuarto de baño: ESG. Pero antes de eso, las voces guturales y venusianas de Kate Pierson y Cindy Wilson, las mujeres de B-52’s. En las revistas extranjeras contaban que se inspiraban en Yoko Ono al cantar. Así que me interesé por los discos de Yoko Ono, y como por aquellas fechas salió Double Fantasy, el disco conjunto que esta grabó con John Lennon, me empapé de sus canciones, esas que tan de mal humor ponían a los fans de los Beatles. Y entonces reparé en el look cubista de Grace Jones, en su porte andrógino y en el desafío constante de su mirada. Versionaba a Iggy Pop, sonaba a reggae y a nueva ola minimalista. Sonaba fría y distante y, sin embargo, carnal y seductora. Y llegó la era de los sintetizadores y triunfó ‘Don’t You Want Me Baby’, de The Human League, una banda de hombres donde las voces femeninas ofrecían algo más que un dulce contrapunto vocal y visual. Y verlas bailar en los vídeos era una especie de epifanía.

Adoré a los Pixies desde que escuché su primer disco, y uno de los factores que me empujó a ello fue la voz de Kim Deal. También me gustaban mucho los mundos que creaba su vecina de Boston, Kristin Hersch, que desde Throwing Muses ofrecía una perspectiva femenina al rock independiente del momento que luego sería sublimada por The Breeders. La voz de Björk me pareció siempre una especie de hechizo. Me lo parecía con Sugarcubes, pero cuando arrancó en solitario, ya no era únicamente su voz, era todo lo que había construido alrededor de su música. PJ Harvey también me fascinó desde el primer instante, cuando la vi en el NME con el pelo recogido, pantalón corto, bomber y Doc Martens. Me quedé atrapado en Dry, y cuando llegó su primera obra maestra, To Bring You My Love, no me cupo duda de que estaba ante una de esas artistas que me acompañarían siempre.

Adoré a Kim Gordon en Sonic Youth, su manera de cantar, el registro hosco de su bajo, pero sobre todo, el papel que jugaba, en la banda y en la escena alternativa anglosajonas, que pronto se poblaría de mujeres como Bikini Kill, Babes In Toyland o Bratmobile. Hubo una época en la que Courtney Love resultaba más que necesaria, cuando el personaje y las circunstancias aún no habían devorado su talento. Live Through This sigue siendo uno de mis discos de cabecera. También rendí pleitesía a Elastica, que me parecían prodigiosas en todo, sobre todo por alejarse de los estereotipos que muchos varones del pop británico estaban imponiendo entonces. Cuando descubrí a los Yeah Yeah Yeahs vi en Karen O la continuidad de una línea sucesoria femenina de la música de mi amada Nueva York. No sé si lo era o no, pero me da igual, Karen O forma parte de mis heroínas de este nuevo siglo. Como Beth Ditto, St Vincent, Bat For Lashes, Anna Calvi, Sharon van Etten o US Girls. Como Tracey Thorn, que desde que empezó a sacar discos en solitario, se ha convertido en una de esas artistas a las que regreso una y otra vez porque sé que nadie va a hacer canciones de la misma manera que las hace ella. Y porque, al igual que todas las músicas que me apasionan, me han enseñado muchas cosas para intentar llegar a ser un hombre mejor.


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