Hollywood se rinde al puritanismo. A partir de 2024 exigirá unas cuotas mínimas de diversidad en las películas que aspiren a sus premios. La razón es favorecer la inclusión a costa de libertad creativa. La consecuencia será la muerte del cine como arte
Tenía ganas de que llegara septiembre para volver al cine. Las salas reservan este mes para proyectar grandes estrenos, pero este año la pandemia ha rebajado la calidad y la cantidad de las películas. Superproducciones sólo ha habido una, Tenet, dirigida por Christopher Nolan, un realizador tan brillante como críptico, al que se recuerda por Memento y Origen.
Con Tenet me pasa lo mismo que con España: que no la entiendo. Creo no ser el único. He leído que hay que verla dos o tres veces para saber de qué va. Eso sí, la película no escatima en escenas trepidantes. Con mucha violencia, efectos especiales y música para reventar los tímpanos, Nolan deja noqueado al espectador.
Hollywood reabre el viejo debate de si el arte debe estar al servicio de la moral. La Academia ataca la libertad creativa al imponer cuotas de diversidad en las películas
Los protagonistas de Tenet son un negro, John David Washington, y un blanco, Robert Pattinson, que sigue recordando a los vampiros que hacen las delicias de las adolescentes que han perdido la virginidad. Un negro y un blanco como personajes principales, de modo que la película va por buen camino. Será bendecida por los monaguillos biempensantes. Le falta, sin embargo, un pelín de diversidad afectivo-sexual para ser perfecta desde el punto de vista de la corrección política.
Me imagino que Tenet pugnará por el Óscar a la mejor película el año próximo. Visto el precedente de Parásitos, lo tendrá crudo para alzarse con la estatuilla si ha de competir con una cinta birmana o senegalesa, aunque cuente a su favor con un negro muy negro como coprotagonista.
Los organizadores de los Óscar están comprometidos con la defensa de los derechos de las minorías. Quieren darles visibilidad en los premios. Eso dicen. Pero lo tendrán difícil porque hay cientos de minorías, cada una con su memorial de quejas y agravios. Es una larga lista de ofendidos que no siempre se dejan complacer.
El nuevo reglamento de la Academia de Cine de Hollywood, que entrará en vigor en 2024, exigirá que las películas candidatas a la estatuilla tengan cuotas “para minorías” en sus equipos artísticos y técnicos. Al menos deberán contar con un 30% de negros, hispanos, asiáticos o “de otras etnias y razas poco representadas”. Los candidatos al Óscar habrán de incluir el mismo porcentaje de mujeres, miembros del colectivo LGTBQ+ o de “personas de capacidad diversa”, los minusválidos de toda la vida.
No sé qué pensaría John Ford de estar vivo, o Clint Eastwood, aún en activo con sus 90 años, de la última sandez de la Academia de Hollywood.
A partir de 2024 los actores, directores y cámaras que sean blancos y heterosexuales lo tendrán difícil. Me diréis que siempre se podrán pintar la cara con betún como hizo el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, cuando era joven, pecado por el que pidió perdón público para no ser lapidado por las turbas que chapotean en las redes fecales. Al final, para triunfar sobre la alfombra roja convendrá ser negro, cojo y gay, o, en su defecto, lesbiana, hondureña y tuerta, dicho con el mayor de los respetos.
Hollywood ha reabierto el viejo debate de si el arte debe estar al servicio de la moral, sea la que sea. El arte por el arte, que se basta por sí mismo, que no tiene más compromiso que con la libertad y la calidad; o el arte como siervo de un dogma ideológico o religioso. Parecía que esta discusión estaba zanjada a favor de la primera opción, pero los nuevos talibanes la han reabierto como anticipo de otra caza de brujas como la de McCarthy, pero con la izquierda como inquisidora y no como víctima.
Hollywood ataca la libertad creativa. Su propuesta significará, a la larga, la muerte del cine como arte. Si ya cuesta recordar una película galardonada con el Óscar en los últimos diez años, es fácil imaginar lo que será premiado a partir de 2024: filmes planos, carentes de la ambigüedad moral que define a cualquier gran obra artística, concebidos para un público educado en un pensamiento único y por tanto totalitario y fascista (pero de un fascismo de muy buen rollo, enormemente empático y resiliente).
De Estados Unidos sólo llegan malas noticias. El país que hizo grande el cine en el siglo pasado quiere reducirlo a escombros en nombre del puritanismo, convirtiéndolo en una papilla insulsa para espectadores pusilánimes.
Como todo lo malo de EE. UU. —con sus universidades a la cabeza— acaba llegando a España antes o después, hay que prepararse para que los organizadores de los Goya imiten a sus colegas norteamericanos e impongan unas condiciones similares para optar a sus premios. Almodóvar lo tendrá muy fácil, y Leticia Dolera también, siempre que se preocupe en hacerles test de embarazo a sus actrices para no despedirlas.
¿Qué hacer ante el giro siniestro que toma la cultura en Occidente? Sólo se me ocurre la posibilidad de una isla y vivir como un exiliado interior; acabar viendo de nuevo Centauros del desierto, Master and Commander (todos los actores son hombres, ¡qué inmenso error!) y El último tango en París. Esta última ya no podremos ir a verla a Perpignan porque la censura progresista prohibirá los excesos de Brando con la mantequilla. Nos conformaremos con revivir esas películas en casa, con las persianas bajadas para que ninguna vieja del visillo nos denuncie a la fiscalía de buenas costumbres de doña Lola Delgado, la misma que protagoniza escapadas de amor a Roma con su amigo Baltasar.