VALÈNCIA. Perdonen ustedes la sinceridad, pero me resultan repugnantes los viajeros, aventureros, de conflictos. Salvo en el periodista, soldado u oenegero que es enviado por narices a un lugar problemático, existe el extendido defecto entre los que por lo que sea aparecen en un lugar catastrófico de actuar con prestancia. Como quien mira un terrario, como quien va al zoo; encontrando un extraño placer en ser testigo del odio y sus consecuencias.
En un curioso espejismo, en España hemos pensado que éramos nosotros los que mandábamos aventureros a los mundos peligrosos exteriores, pero ha bastado la crisis del 2008 y sus consecuencias políticas para que hayamos empezado a ver enviados a nuestras tierras a investigadores que han venido, y se comportan, como quien observa una pecera. Somos monitos para ellos. Vienen aquí, profieren boutades y causan estragos en los bares o, casualmente, entre el sexo femenino, que se lo digan si no al sagrado Gerald Brenan y a sus imitadores posteriores.
La semana pasada, TVE emitió una película de una calidad excepcional. Madrid, de Basilio Martín Patino. Un cineasta que fue autor de uno de los mejores documentales de la historia, Queridísimos verdugos, que hasta Muerte en León no ha encontrado un trabajo equiparable en profundidad y fiel reflejo de nuestra sociedad.
Madrid es una película extraordinaria por muchos motivos. Todos ellos olvidados en la actualidad española. En primer lugar, pone de manifiesto un pecado que ahora que somos europeos cometemos con fruición. Habla de un medio de comunicación extranjero que, en los años 80, envía a un periodista a cubrir el 50 aniversario de la Guerra Civil. La idea es que busque vestigios del conflicto, que le venda a los espectadores alemanes un cliché: el de cómo nos odiamos y cómo nos matamos. Llegado a Madrid en 1986, el alemán no puede cumplir su misión. Todo ha cambiado. La gente joven no está vinculada con el pasado, mira al futuro.
Hasta 1992, no se tomó conciencia de que el futuro no era lo que parecía. Pero antes, en la segunda mitad de los 80, había un clima optimista en España. Solo lo pueden saber los que lo han vivido. Para mucha gente, el siglo XIX se prolongó hasta 1978. Desde entonces, luchamos por ser un país homologable al occidente europeo y lo conseguimos. Cuando se tocó techo, empezó otra historia. Pero por unos años, España tuvo una gran autoestima satisfecha.
Basilio Martín, como el cineasta sensible e inteligente que era, supo captar esa oleada de optimismo que derribaba todos los clichés. Quiso mostrar que los enviados a estereotiparnos ya no podían hacerlo. La España atávica se había esfumado. La gente joven se reía del pasado. Con muy buen criterio, miraba al mañana.
Actualmente, la propaganda intenta confundir memoria histórica con soluciones postconflicto. Nada tiene que ver el identificar las fosas comunes con el deseo de olvidar la guerra y que las nuevas generaciones no arrastren las lacras que dejó el abuelo. Es más, si alguien se ha demostrado incapaz de olvidar es precisamente la derecha al negarse a colaborar con la dignidad de sus víctimas.
Pero ahora todo es instrumentalización política. De la generación que nada quiso saber de la Guerra Civil y se dedicó a disfrutar de algo completamente novedoso en España, la libertad, se dice que fue obligada a caer en manos de la amnesia. Es rotundamente falso. Se abrió una nueva sociedad y un nuevo mundo ante ellos, se dedicaron a entrar en él de cara, no mirando al pasado, no con el culo por delante.
Esta película es un testimonio vivo del fenómeno. Está llena de imágenes reales, recogidas en las fiestas de los barrios de Madrid. Muestra a un pueblo por fin libre al que, por ese mismo motivo, es imposible describir con los estereotipos que espera un extranjero. Especialmente, los que demanda una empresa de comunicación. España ya no era un cúmulo de odios. La gente quería vivir y lo hacía. El periodista tenía que sudar para buscar la guerra de hacía medio siglo en las calles.
Acertó plenamente Martín al dibujar un enviado internacional que se acuesta con todas las mujeres que pilla a su paso. Para ellas era un elemento exótico, para él presas fáciles. Esa es la realidad de las aspiraciones del aventurero en países con dificultades, follarse todo lo que se menea. Siempre sin compromiso. Ni con ellas ni con los problema del país. Si se involucra y surge la adversidad, siempre puede volver a su casa y empezar de nuevo una historia distinta. Los que se quedan, no. Son paracaidistas con botón del pánico que gozan de un perverso prestigio.
No obstante, lo que reflejó Basilio Martín en esta película después de haber rodado un documental tan sumamente oscurantista sobre la miseria española, más negra que la noche y menos negra que su alma, parafraseando al poeta alicantino, fue realmente hermoso. Era ese pequeño paréntesis en el que dejamos atrás nuestra triste y patética historia antes de que nos sumergiéramos en los problemas globales que tanto daño nos hacen.
Grabó las calles de un Madrid libre. De su pueblo. Feliz. Latino. Dueño de sí mismo. Hans, el protagonista, no podía rescatar la Guerra Civil en sus calles. Se declaró impotente y no pudo acabar su película. La capital era el reflejo de todo el país. Una nación que había recuperado la dignidad. Las siguientes generaciones encontraron múltiples obstáculos que ahí siguen, pero ya no eran el culo de Europa.
No importaba el pasado. Lo dijeron tanto periodistas extranjeros como historiadores de fuera o también llamados hispanistas: nos convertimos en un país aburrido. La impotencia del periodista alemán honesto, que no quería forzar la realidad, era nuestra dicha. No estaba en un terrario mirando reptiles devorar ratas. Ya no podía hacerlo.
Ahora nosotros cometemos un doble error. Vamos por el mundo viendo a países en situaciones duras como la que atravesamos nosotros como el que va al zoo y, de paso, resucitamos nuestros fantasmas del pasado. No sabemos respetar ni nuestro futuro ni el de los demás. Pero hubo un tiempo muy breve, muy impactante y muy bonito, en el que lo hicimos.