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LA LIBRERÍA

'Los viejos creyentes' y Vasili Peskov, en las profundidades de Siberia

Foto: VASILI PESKOV

Pionero del ecoperiodismo, reportero gráfico y la persona que entrevistó a Gagarin a su regreso a la Tierra, el autor de este libro prodigioso posee un talento único para retratar lo genuino

18/01/2021 - 

VALÈNCIA. Tan profunda como un mar y mucho más extensa que el más grande de ellos, Siberia es un océano terrestre, una vastísima región del planeta, tan vasta que según se suele decir, uno no la entiende hasta que tiene que atravesarla y comprueba con sus propios ojos cómo se puede ver, por ejemplo, blanco durante horas y horas y horas. Lo contaba Kapuscinski en El imperio con ánimo lúgubre; explicaba cómo el viaje en tren le hacía perder la noción del tiempo, pero también del espacio: las dimensiones elementales humanas se dilatan a esa escala, los sentidos se aturden hasta que se acostumbran y asimilan que un territorio así es sinónimo de la Tierra, un sinónimo si no exacto, sí muy aproximado. Siberia es Rusia pero Siberia es un mundo. Siberia está cambiando: se derrite el permafrost, se hunde parte de su suelo, aparecen enormes agujeros en su superficie y también animales extintos en un estado asombrosamente bueno de conservación. Los incendios devoran hectáreas y hectáreas de bosque que se cuentan por millones. Todo allí ocurre a lo grande: su mutación por consiguiente es convulsa y sobrecogedora. El ser humano conoce bien el mundo siberiano: los pueblos de sus extensiones interminables partieron de allí con su chamanismo —el chamanismo es un fenómeno siberiano— a tierras americanas a través del estrecho de Bering —entonces transitable a pie—, y desde allí arriba fueron descendiendo, y por eso los americanos originarios son sus descendientes y se parecen tanto. El viaje fue de la península siberiana de Chukotka hasta Alaska. En realidad, pese a que el mapamundi nos muestra estas tierras en los extremos, cuando lo cerramos envolviendo una esfera imaginaria, comprobamos que están, lo que se dice, a un tiro de piedra. 

El chamán Fiodor Poligu con imágenes de los espíritus protectores. Siberia Oriental. Foto: KONSTANTIN ALEXANDROVICH MASLENNIKOV

La historia de cómo sobrevivieron a un exilio solitario y salvaje durante décadas y décadas en Siberia los Lykovy, a quienes divisó de casualidad a finales de los setenta un piloto ruso que sobrevolaba la taiga, y a los que contactaron posteriormente un grupo de científicos como se contactaría a los perdidos robinsones de una isla gélida, la historia de por qué decidieron marchar tierra adentro para huir del mundo, y de todo lo que les sucedió tras el contacto, es la asombrosa materia narrativa de la que está constituido el relato Los viejos creyentes de Vasili Peskov, que Impedimenta ha tenido el buen gusto de editar en un libro excepcional, por su contenido y por su continente: lo verdaderamente extraordinario del libro, que está escrito con un estilo bellísimo y que aunque no sepamos ruso entendemos, por lo intensa y auténtica que resulta su lectura, que debe haber sido traducido de forma brillante —sabemos que directamente del ruso— por Marta Sánchez-Nieves, es la inmensa sabiduría que contiene, una sabiduría a escala siberiana, que como se puede apreciar, genera un placer y una euforia del mismo tipo. No es exageración: solo entusiasmo. Con toda su dureza, la historia de esta familia de kerzhak, de viejos creyentes herederos del cisma en tiempos del zar Alejo I, padre de Pedro el Grande, reconcilia con la humanidad: en sus páginas reside una bondad difícil de explicar, que no tiene que ver con las estrictas creencias y prácticas extremas de los Lykovy, sino más con su vulnerabilidad última, cuando por fin son encontrados y aceptan a los forasteros y sus regalos, regalos como la sal, que el patriarca sí había conocido —la carencia de la misma era de lo que peor llevaba—, pero no sus hijos, que a decir verdad nunca habían conocido otra cosa que su familia, la corteza de abedul, y lo poco que podían extraer de un entorno terriblemente hostil: 

Karp Ósipovich, cual diligente maestro de obras, daba vueltas por aquí y por allá. «Tan cerca de la tumba y siembra centeno» dijo varias veces adelantándose a una posible pregunta: ¿para qué esa construcción [una nueva isba] cuando está en su novena década? [...] «¿Cómo está el mundo?» [...] Le dije que el gran mundo se agita inquieto. Y pude sentirlo: mi respuesta fue como un bálsamo para el corazón del anciano. La agitación «del mundo» le transmitía equilibro espiritual. Ese hombre nada tonto, aunque cerrado y fanático, debía de recibir, sin duda, la visita de una idea fría y peligrosa como una serpiente para unos pies descalzos: ¿hemos vivido la vida correcta?”. Este es solo un botón, como se suele decir. En Los viejos creyentes el frío cala hasta los huesos, las ardillas que acaban con los huertos de subsistencia ponen los pelos de punta, una espiga de centeno accidental se protege de los roedores día y noche —literalmente— hasta que da dieciocho granos, que en cuatro larguísimos años de penurias y de hambre acaban, por fin, resucitando parte de las reservas más elementales de un grupo de seres humanos extraños, anacrónicos, ingenuos aunque resistentes como el cáñamo que cultivan precariamente para confeccionar su precaria vestimenta de arpillera y que los ha de proteger de temperaturas de hasta cincuenta grados bajo cero y de la nieve que lo blanquea todo con un manto sepulcral de septiembre a mayo. A orillas del peligroso río Abakán, los osos o se vuelven mansos y pedigüeños para comer las piñones que pierden los Lykovy —apellido relativo a los tilos de los que también carecían, y con los que podrían haber confeccionado calzado trenzado de lyko—, o feroces y caníbales y se comen entre ellos. Dice Peskov: “El lugar que nos interesa está en el sur de Siberia, en Jakasia, donde el montañoso Altái se encuentra con las cordilleras Saián. Busque el rabillo inicial del río Abakán, ponga en su orilla derecha una marca para acordarse, y ya tiene el lugar en el que hicimos de todo por llegar y del que nos costó después salir”.  

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