¡Cuánto le debemos a la amistad! A ese tesoro del que habla la Biblia, a ese parentesco sin sangre. Ten amigos y enorgullécete de ellos. Y si los hiciste en la infancia, cuídalos como si te fuese la vida en ello. Con tres viejos amigos me reencontré este agosto. Quince años sin verlos… y como si hubiera sido ayer
Definitivamente agosto nos volvió a decepcionar. ¡Qué puede esperarse de un mes que nunca se mejora a sí mismo! Agosto, que recibe su nombre de Octavio Augusto, no tiene nada de imperial; al contrario, es el más zafio del calendario.
Por suerte, una año más hemos sobrevivido a agosto, al mes del calor, del sudor, de los incendios, de los muertos por asta de toro en los encierros, de las tormentas, de los mosquitos asesinos, de las intoxicaciones alimentarias, de los atascos en carretera, de las huelgas en trenes y aeropuertos y de los odiosos cantantes latinos.
Agosto, para qué mentir, me produce arcadas.
Viejos y zorros como somos, hemos sorteado todas las trampas que nos tendió agosto. No nos fiamos de un mes que te ofrece, sibilinamente, el paraíso de unas vacaciones, pero te acostumbra a dar gato por liebre. Salimos escaldados de sus traiciones. Agosto es sinónimo de decepción y tedio, el agosto augusto y lento sobre el que escribió Gerardo Diego en su hermoso poema Revelación, que rescato del olvido, mal que les pese a ciertos profesores morados que aún no le perdonan que apoyase a Franquito. Ellos se lo pierden.
Pero lo peor de agosto no es lo que nos prometió y nos negó; lo peor es que nos ha traído septiembre con su rosario de falsos propósitos de enmienda, que olvidamos al cumplirse la primera quincena. En septiembre regresamos a las empresas y las instituciones que nos explotan; volvemos a hacer cola en el súper; no hay donde aparcar; los viernes no encontramos un restaurante para cenar y los trileros de la política vuelven con sus amasijos de mentiras y chistes sin gracia.
Pero estaría dispuesto a salvar el prestigio de agosto si me diesen una sola razón válida. Y hete aquí que la tengo; sin buscarlo he encontrado un argumento para que agosto no perezca como Sodoma y Gomorra, arrasadas por Dios, como es conocido, porque Abraham, el pobre Abraham, fue incapaz de dar con un puñado de justos en ambas ciudades.
Si el agosto de 2019 se salva de mi condena es porque me he reencontrado con unos viejos amigos quince años después. Recuerdo ahora que Los viejos amigos es una espléndida novela del añorado Rafael Chirbes —en otro horrible agosto murió de un cáncer fulminante—, al que hay que ir cada año a su casa de Beniarbeig a dejar un ramo de flores en su recuerdo. Porque se trata, y no me cansaré de pregonarlo, de uno de los más grandes narradores españoles del inicio de este turbio siglo XXI.
Decía que agosto, si no merece el tiro de gracia, es por el don de la amistad. De igual manera que la fe es un don, la amistad también lo es. Se tiene o no se tiene. He sido una persona de escasos amigos, casi todos hombres, porque no concibo, en circunstancias normales, la amistad con una mujer. El amor está reservado para las mujeres; la amistad para los hombres.
He sido una persona de escasos pero buenos amigos, casi todos hombres, porque no concibo, en circunstancias normales, la amistad con una mujer
No he cuidado mis amistades como debería, bien lo sé, y si han pervivido ha sido gracias a la generosidad de ellos, mis amigos, que me han perdonado mis olvidos y dejadeces. Las amistades, como las plantas, hay que regarlas para que no se marchiten. Soy pobre en muchas cosas, pero me siento afortunado por tener pocos pero buenos amigos.
Amigo es quien estás sin ver quince años y una noche de verano lo abrazas, te sientas a cenar con él y es como si lo hubieses visto el día anterior. Os miráis y os reconocéis más viejos y más tripudos, pero eso carece de importancia. No necesitas romper el hielo. Y hablas con él de los mejores días de tu pasado, de profesores de los que renegabas y hoy recuerdas con ternura, de compañeros que perdieron el rumbo o están muertos, de lo rápido que pasa la vida y de lo altos y guapos que están los hijos (en el caso de que los hayas tenido).
En una tapería de una ciudad manchega me reencontré con tres amigos de la infancia, que son los que de verdad cuentan, porque para un niño no hay nada más en juego que la conquista de la felicidad. Luego, todo es cuestión de sacar la calculadora y saber manejarte con los intereses creados.
Si la patria es la infancia, como alguien dijo, el lugar en donde nos sentimos alegres y confiados, Jose, Javier y Luis son el país que siempre me obstinaré en visitar mientras viva. Los tres, con su amistad plena de generosidad, me hacen mejor de lo que soy. Ojalá tenga muchos años de vida por delante para disfrutarlos.