El ex conseller y profesor de la Universitat de València Joaquín Azagra desgrana los principales parámetros de las estructuras productiva y de clases sociales de la Comunitat Valenciana en 'Regiones ricas, regiones pobres', un libro que subraya la corta respuesta ante la globalización
VALÈNCIA. Es en el Antiguo Testamento, en el Libro de Daniel, donde por primera vez se empleó la expresión. El profeta narra que fue el rey de Babilonia, Nabucodonosor, quien soñó con un ídolo con pies de barro. Habitualmente se usa como metáfora de lo que parece que es sólido, pero no tiene una base firme. Se ha utilizado para referirse a la economía española, a empresas particulares e incluso al peso político de la Comunitat Valenciana. Pero en muy pocas ocasiones se ha planteado que uno de esos pies de barro sea la cohesión social. Porque probablemente uno de los retos más complejos con el que se encuentra la sociedad valenciana es lograr que sus contradicciones internas no acaben lastrándola aún más, contradicciones que se generan desde el momento en el que el conflicto distributivo ha pasado de ser entre clases a tener un carácter intraclasista. Tras la segunda globalización, la de nuestra era, los intereses de unos obreros colisionan con los de otros, y los de unos empresarios con los de sus pares, con ejemplos tan recientes como el de los taxistas y Uber y Cabify. En el momento en el que es más precisa la unión, son los propios intereses los que impiden afrontar los retos de futuro en las condiciones más adecuadas. Lo nuevo y lo viejo pelean en las mismas clases sociales, y se puede percibir en las tensiones entre unas clases medias pujantes y otras gremialistas.
Esta idea se desprende tras una lectura de Regiones ricas, regiones pobres, un ensayo escrito por el ex conseller y profesor de la Universitat de València Joaquín Azagra (Paterna, 1949). La obra forma parte de la colección Descobrim que están impulsado Antonio Ariño y Vicent Flor desde Alfons el Magnànim y que recupera una tradición de estudios económicos e históricos dedicados al territorio, tradición iniciada en los sesenta y perdida en los últimos años. En Regiones ricas, regiones pobres, subtitulado gráficamente 'La indefinición valenciana', el que fuera portavoz del Consell de Joan Lerma entre 1987 y 1989 y antes gobernador civil de Castellón (1982-1987) desgrana los principales parámetros de las estructuras productiva y de clases sociales de la Comunitat, haciendo un recorrido histórico que parte de premisas claras como la inexistencia del manido Levante feliz, que Azagra desmiente desde las primeras páginas, o la continuidad de un tejido industrial apreciable desde el XIX, evocando a Ernest Lluch y su fil industrial, que era como denominaba el llorado profesor a la tradición manufacturera valenciana.
En su análisis Azagra constata como, pese a todo, el modelo productivo mantiene “un apreciable grado de especialización en industria”, y no sólo por el automóvil y la Ford, sino también por otras industrias que crecen como “la química o la electrónica de consumo”. El problema es principalmente otro. Como que es un modelo, escribe Azagra, “que no ha variado sustancialmente tras la crisis” más allá de corregir los excesos de la construcción “y ni siquiera de los servicios ligados a ella”. Como rasgos definitorios, también, las diferentes realidades provinciales, con una, Castellón, liderando la Comunitat con una renta per cápita de 22.597 euros y la menor tasa de paro gracias a su industria, y otra, Alicante, a más de 5.000 euros de distancia, con una renta per cápita de 17.405 euros y prácticamente supeditada al turismo. En un contexto en el que se percibe un “notorio declive de todo lo que significa sociedad rural”, Azagra recalca cómo la Comunitat Valenciana ha ido perdiendo en los últimos 30 años su posición dentro de España como motor del país, para pasar a formar parte del furgón de cola. “Ahora, si tenemos que pedalear, no lo hacemos para llegar a la cabeza del pelotón, sino para no desengancharnos”, explica en su domicilio.
“La industria está empezando a perderse a chorros”, advierte Azagra. “En esta segunda globalización están saliendo perjudicados los que preferentemente utilizaban recursos propios para el proceso productivo”, que sería el caso de la Comunitat. “Ahora las grandes cadenas de valor están troceadas y las empresas eligen dónde quieren ir, dónde montan, dónde diseñan”. No basta con ser más económicos. Hay que ser más eficaces. Porque hay mucho en juego tras la crisis. Volviendo al ensayo de Azagra: “La Comunitat Valenciana ha padecido la recesión en el ámbito social, con mayor intensidad que otras regiones y que la media española. Su merma en renta per cápita ha sido fuerte y ha afectado más a las capas con menos ingresos, probablemente por la gran destrucción de empleo. Se ha incrementado la desigualdad pero, sobre todo, ha crecido el nivel de pobreza relativa y se ha elevado el umbral de riesgo de pobreza y exclusión de forma más acusada que en otras regiones. Los valencianos hoy somos más pobres como sociedad que hace diez años y, además, son muchas más las personas pobres”.
La Comunitat, apartada de los procesos globalizadores, por desconocimiento, por incapacidad, por no querer, ha decaído en este tiempo, quizás perdido, y ahora, incide Azagra, se encuentra en el puesto 12 de las autonomías tanto en renta per cápita como en el índice de desarrollo humano. No; Cataluña no es un referente de emulación. Ni Navarra. Ni el País Vasco, ni por supuesto Madrid que, con su concentración por aglomeración, sigue enriqueciéndose más y más. “Estamos debatiendo nuestra posición con regiones como Galicia o Asturias”, apunta Azagra antes de hacer ver que sólo una de las autonomías que ha firmado el manifiesto por la España vacía, Castilla-La Mancha, es más pobre que la Comunitat. Siendo más del 10% de la población española, la aportación al PIB se sitúa muy por debajo de los dobles dígitos, más cerca del nueve que del 10. El Levante feliz que nunca existió se enfrenta a la realidad de que no ha podido ni podrá ser la Florida del Mediterráneo que algunos propugnaban con impúdica alegría. Algo que, recuerda Azagra, ya han ido avanzando los estudios de investigadores como Daniel Tirado o Antonio Cubel.
La falsa doble percepción de la Comunitat Valenciana, un territorio con una renta per cápita por debajo de la media al que erróneamente se ha tratado como si estuviera aún por encima, algo que hoy perdura y se puede comprobar al analizar la infrafinanciación, o los problemas de productividad, son varias de las cuestiones que se tratan en este volumen que se deviene en un retrato fidedigno de la realidad económica valenciana, exento de triunfalismos, y en el que se señalan las lagunas que aquejan a un modelo que pide una revisión profunda. “Si no se crea empleo en cantidad y calidad suficiente, la sociedad será más desigual, con el agravante de que los mecanismos del Estado del Bienestar (…) son insuficientes hoy”, escribe el profesor e historiador. Una generación de empleo que debería eludir las trampas del pasado, las que nos han llevado hasta aquí, como por ejemplo basar el modelo productivo sólo en los recursos naturales, a la manera del XIX, como se ha hecho en estas últimas décadas en las que se cambió agricultura por turismo.
Luces como las que se vislumbran desde Castellón, donde aún sobrevive un tejido industrial sólido, que permite una sociedad más homogénea, no bastan para afrontar el futuro. Con las limitaciones que existen para el crecimiento en servicios, y con la mejora de la productividad pendiente aún en el sector turístico, hay también margen de mejora en el sector público. Es aquí donde Azagra cita los trabajos de Joan Romero y recuerda la poca eficiencia en el gasto público por falta de evaluación de las políticas. “Hay miles de millones de euros en subvenciones a no sé sabe quién, para qué, ni por qué; no es que sea corrupción, es que no se valora cómo se ha invertido el dinero público, no se ha analizado después el resultado de esas políticas”. No sabemos si lo hemos hecho bien o mal.
“Al final”, dice Azagra, “todos estamos de acuerdo en que hay que cambiar o al menos retocar el modelo productivo e incrementar la productividad. Otra cosa es si sabremos hacerlo”. ¿Por qué? Porque cuando se plantean unas metas, “se plantea que hay que remar en el mismo sentido. Y eso es imposible”. Volviendo al principio, “la estructura social que se ha generado en esta fase de la globalización hace que haya contradicciones internas” que se pueden resumir en que los problemas del repartidor de Glovo no son los mismos que los del obrero de la Ford. “Son contradicciones internas que nos conducen a la confusión. Es muy difícil fijar metas comunes, pero es mucho más difícil articular un discurso que implique políticas que sean mayoritarias”. Y ésa es quizás la enseñanza más radical del libro: que al menos uno de los pies de barro somos nosotros y nuestro sentido de colectividad. ¿Quién estará dispuesto a perder para que todos ganen?