VALÈNCIA. Creo que a nadie se le escapa cómo funcionan las redes sociales. Si Albert Einstein viviese hoy día y publicase en Facebook, o Twitter o Instagram la ley de la relatividad, recibiría un par de likes de algunos colegas físicos y algún conocido de gatillo fácil, de esos que ponen Me gusta a todo. Pero si al día siguiente publicase un post diciendo que su gato estaba enfermo, probablemente los likes alcanzarían fácilmente los doscientos. Nos gusta lo personal, lo íntimo. Así que voy a permitirme —con el beneplácito de estos tiempos en que vivimos— contar que llevo toda la tarde con ganas de llorar. Y que al final lo he hecho, yendo en moto a un curso que imparto. Es mi truco. El viento me ayuda a soltar las lágrimas y se las lleva rápidamente resbalando por mis mejillas. Sin drama.
Me da hasta un poco de vergüenza hablar de ello. La razón no es nada personal. La razón es absolutamente externa. No tiene que ver conmigo. Y me siento estúpido entonces, porque hay gente que sufre por hambre, maltrato, duelo… y yo lloro porque miro a mi alrededor y no entiendo nada. Mi congoja empezó tras leer una noticia en Facebook, que además ya tenía unos días. En realidad esto es, aunque no lo parezca, un artículo de política y sociedad. De cómo la política nos afecta en lo físico, aunque quieran hacernos creer que no.
Hay leyes que nos enferman, hay sociedades que nos infectan, hay políticas que nos matan. Hablo de la anorexia y la bulimia, por ejemplo, producto de la cosificación de la mujer en la sociedad capitalista. Sin el canon de belleza femenino —creado por Photoshop e impuesto desde la publicidad— no existirían estos trastornos alimenticios. Hablo, por ejemplo, de insomnio, dolor de espalda, úlcera de estómago, hipertensión, impotencia, agorafobia e incluso infartos por unas condiciones laborales de mierda que incluso no te permiten llegar a fin de mes. Hablo, por ejemplo, del aumento de la tasa de suicidios por una ley de desahucios injusta (considerada abusiva e ilegal desde Bruselas) hecha a medida para que la banca siempre gane.
Yo tengo suerte, la política por ahora solo me ha hecho llorar. Literalmente. Y creo que no soy el único. Alguna persona más me lo ha confesado. Que la actualidad le ha hecho soltar alguna lágrima. De rabia e impotencia principalmente. Debo confesar que desde hace un par de semanas ya no veo la tele. Me pone demasiado triste. No solo esos políticos incapaces que tenemos, sino toda esa gente fanatizada: esos insultos en redes sociales, esas banderitas excluyentes en los balcones, esa visión en blanco y negro. Hoy he llorado —aunque llevo semanas incubando el berrinche— porque Rajoy es nuestro presidente del gobierno y los jueces han dicho que recibió, casi con toda seguridad, sobres de Bárcenas. Hoy he llorado porque los medios más importantes —y también los públicos que pago con mis impuestos— apenas han mencionado algo que en cualquier democracia sería un escándalo, lo que me hace pensar en que cada día este país es más autoritario y menos democrático. Pero sobre todo he llorado porque Rajoy —todos los Rajoys, en realidad— volverán a ganar las elecciones, probablemente con mayoría absoluta, porque a la gente le da igual si alguien roba a su patria, siempre que lo haga agitando la bandera de su patria.
Cuando digo que la política nos enferma, no estoy hablando solamente de las enfermedades denominadas sociales como el alcoholismo, el tabaquismo o la drogadicción, que sirven a menudo de escape a los sectores desfavorecidos o marginados por las leyes del sistema (inmigrantes, transexuales, dependientes, pobres…). Hablo de enfermedades reales, físicas.
La escritora Elvira Navarro cuenta en su novela La trabajadora cómo la precariedad puede acabar en ataques de pánico e incluso alucinaciones. Marta Sanz, en su novela autobiográfica Clavícula, describe cómo lo social le produce dolor corporal y la crisis externa a menudo se traduce en crisis interna. Yo, desde cierto acomodo, hace semanas que me encuentro alicaído y hoy he llorado de rabia e impotencia y tristeza por mi país. Ese país al que, según algunos, no quiero porque no pongo la banderita de rigor en el balcón. Pero querer a tu país —al menos como yo lo entiendo— no es tener una erección con su bandera, sino querer que la gente tenga un trabajo digno, que la justicia sea igual para todos, que los políticos trabajen para el pueblo y no para enriquecerse, que haya igualdad de oportunidades, que no se encierre en la cárcel a un rapero por una metáfora, que la prensa sea libre… eso es amar tu país, ¿no creen? Y justamente he dejado de ver la tele y de hablar del tema catalán —entre tantas otras cosas— porque me siento un bicho raro defendiendo esas ideas. Veo a todos enloquecidos a mi alrededor y no sé qué puedo hacer para hacerles entrar en razón: ¿No podéis dejar de insultaros y sentaros a hablar? ¿No veis que no resolvemos nada así, sino que sumamos tensión al conflicto? ¿No os dais cuenta que cuando al mitad de la población catalana piensa una cosa y la otra mitad la otra, no puede ganar una parte, sino un pacto entre las dos? Y entonces pienso que los que estamos por el diálogo somos minoría, que tal vez somos los equivocados entonces, que lo normal sería elegir bando y ponernos a mentar a la madre del adversario. Pero no puedo. Nunca me ha gustado el fútbol y creo que por los hinchas. Los miro insultando a los jugadores y gritando desde las gradas y me parecen monitos de zoo. Y yo no quiero ser un monito de zoo.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han (La sociedad del Cansancio) reflexiona sobre cómo el capitalismo moderno nos ha hecho creer que nosotros –y no un sistema social imperfecto— somos el problema. Vivimos en la época del couching, el mindfulness y el crecimiento personal. Si fallamos, si acabamos siendo unos perdedores, es porque no lo hemos deseado lo suficiente, porque no lo hemos proyectado con fuerza, porque no nos lo hemos currado. Todo es culpa nuestra. Solo nuestra. Lo que deriva en estrés y ansiedad (debo ser el mejor, ser productivo, crecer en mi carrera, crecer en mi vida personal, ser la mejor versión de mí mismo, mi propia MARCA, comprarme una tele más grande que el vecino para demostrar lo que valgo). Y también, cuando no cumplimos las expectativas a las que la publicidad capitalista nos ha hecho aspirar, llega la depresión e incluso (aunque en España los medios lo silencian) el suicidio: no lo he conseguido, soy lo peor, no valgo para nada, mi vecino tiene un coche más caro…
¿No es la jugada maestra del sistema capitalista hacernos creer que toda la responsabilidad es solo nuestra? Si hay más fracaso escolar es porque los niños no se esfuerzan… que a nadie se le ocurra decir que es porque hay menos becas, menos presupuesto para educación o unos legisladores incapaces de dialogar para hacer una ley de educación que no cambie cada dos años. Si coges una baja por depresión o ansiedad es que eres un flojo que no aguantas la presión… que a nadie se le ocurra decir que tal vez tenemos demasiada presión. Que la vida no debería ser eso. Que este sistema es una porquería porque nos enferma. Que no debemos cambiar nosotros, sino que debemos cambiar el sistema. Un sistema que hoy me ha hecho llorar. Literalmente. Porque miro a mi alrededor y no soy capaz de entender nada. Como ese adolescente melancólico que fui. La sociedad nos ha hecho creer que el YO se crea por oposición al OTRO. Que o conmigo o contra mí. Que hay triunfadores y perdedores, gente con chalé en la playa y pobres diablos. Quarterbacks y losers. Y no, a lo mejor somos algo más que peoncitos comiendo peoncitos a ver quién llega a reina. A lo mejor la vida es otra cosa. A lo mejor no tiene por qué manchar tanto.
Entonces, mientras voy en la moto y noto la humedad en mis mejillas y miro a mi alrededor y veo banderitas de España en unos balcones (e imagino esteladas en otros) y me entran ganas de odiar a todos los fanatizados que me están haciendo llorar, pienso que tal vez ellos están tan jodidos como yo. Y que los catalanes no quieren irse, que su independentismo (aunque muchos de ellos incluso no lo sepan) es rabia e impotencia ante un sistema capitalista injusto y virulento que han canalizado odiando a España, como si su desaparición arreglase algo. Y que todos esos que colocan banderas de España e insultan a los catalanes en las redes sociales, también están perdidos, y no saben cómo canalizar su frustración: sus sueldos de mierda, su estrés laboral, sus hipotecas, la factura de la luz que nunca bajará, su popularidad social, su cuerpo perfecto, su impotencia ante la corrupción, la justicia politizada, los medios de comunicación vendidos al mercado… Que el fanatismo ciego que hoy día se extiende por todo el mundo occidental es una enfermedad social más, fruto de un sistema maltratador que nos ha apretado demasiado las tuercas.
Que ya no podemos más y —aunque ahora no podamos verlo cegados por los árboles que nos han plantado los que mandan para que no veamos el bosque— ya queda menos para que la ciudadanía despierte, mande a freír espárragos el curso de couching, y en lugar de arreglarse a sí mismo para encajar en el aro, se ponga a arreglar este sistema que nos enferma y hace llorar.
Literalmente.