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el billete / OPINIÓN

La tierra de las inseguridades

Foto: KIKE TABERNER
19/07/2020 - 

De "la tierra de las oportunidades" en que el PP convirtió la Comunitat Valenciana nos ha quedado el poso amargo de la corrupción en aquella etapa de vino y rosas (1995-2009) que abrió Zaplana y cerró Camps, con el entremés de José Luis Olivas y el interludio, en València, de Rita Barberá.

Ese mal recuerdo, que la justicia a pedales que sufrimos se encarga de mantener vivo, llevó el péndulo al lado contrario con un gobierno progresista que ve el progreso incompatible con los grandes proyectos. Se impuso la gestión minimalista, pequeños proyectos con su correspondiente pequeña corrupción, y casi todos contentos. El movimiento pendular, sin embargo, ha tenido un recorrido contrario a las leyes de la física, ya que, a medida que pasa el tiempo y después de cinco años de gobierno botánico, el péndulo continúa escorándose sin indicios de que vaya a oscilar de vuelta hacia una posición intermedia por efecto del rozamiento.

La explicación es que desde hace un año tenemos un gobierno —o una parte de él pero con mucho poder— que no solo abomina de los grandes proyectos sino de las grandes empresas. Su modelo es el de pequeños tenderos que levantan la persiana cada mañana y no el de grandes empresarios que se quieren comer el mundo y que tienen la osadía de querer ganar más dinero del que ya ganan. Su ideal es un mundo de emprendedores en el que nadie saque la cabeza y consiga capital de un fondo de inversión —vade retro— para expandirse, porque eso es querer ganar demasiado dinero —¡intolerable!— a costa del pequeño empresario. Lo de la explotación laboral ya no cuela como argumento porque si preguntan a los sindicatos verán que los derechos de los trabajadores están más protegidos, en general, en la gran empresa que en la pequeña.

Foto: EFE/MANUEL BRUQUE

Así, lo que en la primera legislatura eran palos en las ruedas de la iniciativa privada ahora se quiere normativizar en disposiciones como el decreto ley sobre derecho de tanteo al que me referí aquí hace un par de semanas, un texto que Manolo Mata definió con la precisión que le caracteriza: "Si Rafa Blasco tuviera este decreto, la tierra temblaría". A pesar de ello, el PSPV tuvo que aprobarlo y guardarse sus enmiendas para final de año —con permiso de Dalmau— porque, total, solo son seis meses y el actual conseller de Vivienda no es Blasco.

Acordémonos de lo que pasó con la Ley Reguladora de la Actividad Urbanística (LRAU) aprobada por el gobierno socialista de Lerma a finales de 1994 cuando, seis meses después, Zaplana ganó las elecciones, inaugurando una década de desenfreno urbanístico basada en "una ley socialista", como le gustaba recordar al hoy expresidente imputado en el caso Erial. En plena orgía, a los alcaldes socialistas hubo que pedirles que no confundieran "fer país" con "fer PAIs", hasta que intervino la Unión Europea para obligar a cambiarla poco después de que Camps pusiera al frente de la Conselleria de Ordenación del Territorio al mismísimo Rafael Blasco.

Que la decisión final sobre una inversión no dependa de unas reglas claras sino de la decisión del político de turno no solo genera inseguridad sino que es una puerta abierta a la corrupción. Lo mismo en el sector inmobiliario que en el comercial. Ahí tenemos el Plan de Acción Territorial de Comercio (Patsecova), nuevo motivo de enfrentamiento entre PSPV y Compromís en el seno del Consell, un plan muy necesario pero que prevé nuevas trabas administrativas para muchas iniciativas comerciales de más de 1.000 metros cuadrados.

Foto: RAFA MOLINA

Nuevas trabas administrativas que supondrán retraso en las inversiones y en la creación de empleo e inseguridad ante una conselleria cuyo titular se vanagloria de haber impedido, siendo alcalde, que abrieran un Consum en Muro de Alcoy. Ya no será Puerto Mediterráneo o un hipermercado, sino los proyectos más pequeños —un supermercado— los que estarán al albur de una farragosa tramitación y el plácet del conseller, Rafa Climent o el que venga después, que podría ser un Blasco.

De trabas administrativas y de inseguridad saben mucho los empresarios que quieren invertir en València capital, donde el retraso en las licencias no se ha resuelto ni con los tres meses de esforzado teletrabajo de los funcionarios municipales. Trabas burocráticas a las que en el Cap i Casal hay que sumar las políticas, pues cualquier gran proyecto pende de un hilo, amenazado por la eventualidad de que un grupo ecologista o vecinal descubra que alguien lleva años tramitando un proyecto de muchos millones —y, por tanto, sospechoso— avise a Joan Ribó, y el alcalde, sorprendido por la magnitud del plan tramado en su propia casa sin que él lo advirtiera, decida sacar la pancarta y oponerse. Oponerse a última hora no porque sea ilegal o esté mal hecho, sino porque no le gusta, porque no se ajusta a la València rural con la que sigue soñando.

Lo que en los grandes empresarios locales es desesperación, porque ya lo conocen, en los foráneos es estupor. De un tiempo en el que València era tierra de oportunidades —con sus excesos inmobiliarios y su corrupción, pero también con un dinamismo privado que en 20 años convirtió un pueblo grande que nadie visitaba en una capital turística—, hemos pasado a una tierra donde el inversor no es bienvenido ni bien tratado.

Esto me recuerda a la escena de El tercer hombre en la que Harry Lime (Orson Wells) le espeta a su amigo Holly Martens (Joseph Cotten) al bajar de la noria: "En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia no hubo más que terror, guerras, matanzas…, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron 500 años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? El reloj de cuco".

Ni una cosa ni la otra. Confiemos en que el péndulo acabe centrándose.

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