El experto Pedro Porcel aborda los inicios del género y lanza sus recomendaciones para una noche de escalofríos
VALÈNCIA. La tensión en el patio de butacas puede cortarse con un cuchillo. Decenas y decenas de espectadores se debaten entre sucumbir al pánico que les invade o mantener la mirada fijada en ese irresistible imán que constituye la gran pantalla. Es 1932 y en Estados Unidos se proyecta Freaks (conocida por estos lares como La parada de los monstruos). En un mundo que intenta sobrevivir a la Gran Depresión y donde los fascismos comienzan a asomar las orejas, las películas de miedo devienen el contexto ideal para que los profesionales del celuloide desaten su creatividad y se lancen a experimentar con los argumentos y las atmósferas que retratan. Libertad y espanto van aquí de la mano. El especialista Pedro Porcel desgrana este fenómeno en Cine de terror 1930-1939. Un mundo en sombras (Desfiladero Ediciones, 2018). A través de sus páginas se pasean los monstruos clásicos que han configurado nuestro imaginario del miedo y también esos actores y directores (de Bela Lugosi o Boris Karloff a James Whale y Karl Freund) que dejaron su impronta personal en los metrajes en los que trabajaron. Aprovechando la más candente actualidad, conversamos con él sobre los albores del miedo en el universo fílmico y, de paso, le pedimos que nos recomiende una decena de títulos con los que aullar y sobrecogernos desde el sofá.
La elección de un periodo tan concreto no es casual: “Son los años en los que nace y se consolida el cine de terror. Durante la época muda hay algún ejemplo, como Nosferatu, pero es muy escaso y no tiene unas formas muy identificadas”, apunta Porcel. Dos títulos marcan el inicio de este tiempo: Drácula (Tod Browning, 1931) y El doctor Frankenstein (James Whale, 1931), “son las que se inventan toda esta estética gótica de la que beberán las películas de miedo prácticamente hasta 1968, cuando llega La noche de los muertos vivientes”. No es casualidad que se trate de dos títulos que surgen de la literatura, el gran referente de ese Séptimo Arte que ansiaba crear pavor a su paso. En apenas diez años, la filmografía del susto y la tensión se nutre con centenares de obras que tratan de buscar su propio camino narrativo.
Prima la heterogeneidad, pero los grandes títulos, los que se imponen y perduran, comparten “un interés artístico que se manifiesta en guiones muy rompedores donde se abordan temas tan escabrosos como la zoofilia o el incesto. En sus argumentos también encontramos visiones oscuras del sexo y hablan incluso de sadismo, como puede verse en El hombre y el monstruo (Rouben Mamoulian, 1931)”, señala el experto. El otro común denominador es “una vocación rompedora en lo estético”, que nace en gran medida del expresionismo alemán. “Con el advenimiento del nazismo, hay una fuga de técnicos y artistas germanos hacia Hollywood”, recuerda Porcel. Así, numerosos directores de fotografía y escenografía de primera fila pasan de ejercer como emblemas de la vanguardia fílmica europea a incorporarse a la industria estadounidense del terror. Cambian de geografía, pero mantienen su mirada, que queda reflejada en la apuesta por las sombras, por el juego con la oscuridad y la querencia por la estética gótica.
En este sentido, para el estudioso resulta imposible concebir el actual cine de las tinieblas y los escalofríos sin la presencia de la sólida industria fílmica californiana: no en vano, detrás de esos monstruos se encontraba la factura de majors como Universal, Columbia o Metro Goldwyn Mayer. Los mecanismos del Hollywood dorado fueron clave en la puesta en marcha y consolidación de la mitología popular del espanto. Como toda aventura, esta también llega a su fin y cuando los años 40 empiezan a despuntar en el horizonte, lo que antes resultaba sorprendente y experimental deja de serlo: “llega un momento en que ya todo el mundo conoce esas imágenes de laboratorios subterráneos y telarañas”. A partir de ahí, el miedo se convierte en un género consolidado cuyos títulos deben cumplir una serie de convenciones para ser englobados en ese poderoso paraguas, “los profesionales dicen ‘voy a hacer una película de terror’ y saben que han de introducir un ambiente lóbrego y un monstruo”.
El plano de una puerta cerrándose lentamente que hace casi 90 años provocaba el estupor en el patio de butacas quizás ahora incluso pase desapercibido, los recursos narrativos para provocar el sobresalto en el espectador han vivido una absoluta revolución formal “hay otra sensibilidad”, admite Porcel quien señala que la audiencia actual, quizás no entienda por qué ciertas películas lograban que sus antepasados contuvieran la respiración. Sin embargo, los grandes asuntos que abordan los guiones persisten. Quizás ya no nos asustemos con las mismas escenas, pero nos siguen atemorizando amenazas muy similares. “En el fondo, el terror es el mismo”, apunta.
Si de personajes se trata, el género ha realizado en las últimas décadas dos importantes fichajes: “los asesinos psicópatas, que antes apenas se podían ver en títulos como M, el vampiro de Düsseldorf , y los zombis, que a principios del siglo XX constituían un elemento secundario”, señala Porcel. De distinta naturaleza, motivaciones y origen, pero monstruos al fin y al cabo. ¿De dónde viene esa atracción? Para Porcel, la respuesta es obvia: esos seres constituyen una representación fácilmente identificable de la otredad. “Tras la Gran Depresión, ese otro es mirado con hostilidad, representa un peligro precisamente porque es diferente a nosotros. Esa fascinación por el otro se encuentra en la base de todos los monstruos”. Precisamente, el “miedo al otro”, constituye para Porcel uno de los dos temas fundacionales del este tipo de producciones, “sigue vigente ese temor de que venga un ser diferente y te mate, ese ser puede ser un vampiro, un doctor loco….”. El otro gran mito que recogen estas películas es “la pérdida del yo, el miedo a convertirnos en algo que no podemos controlar”. En este amplio epígrafe convivirían la dicotomía de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, las posesiones diabólicas o la amplísima narrativa en torno al hombre lobo, entre otros lugares comunes del celuloide.
Parafraseando vilmente a Ernest Hemingway, durante los albores de los años 30, el cine estadounidense de terror era una fiesta. Sin embargo, a partir de 1936 las garras de la censura comienzan a posarse sobre los engendros fantásticos y sus maneras de hacer. Era demasiado bonito para durar: “las películas de terror, hasta ese momento, se habían dedicado a romper muchos tabúes, nunca de una manera explícita, siempre con elegancia, pero resultaba transgresor igualmente y eso era visto con muy malos ojos por ciertos sectores de la sociedad”, apunta Porcel. Con las críticas de los colectivos más conservadores llega la primera censura, después empieza el código Hays, aprobado en 1934, mediante el que los grandes estudios comienzan a ‘autocontrolarse’. “El broche final lo pone Inglaterra, que a partir de 1935 establece la categoría de H (por Horror) y comienza a prohibir la importación de películas de terror estadounidense en toda la Commonwealth”. Ante la posibilidad de perder a una cantidad tan considerable de público, la patria de las barras y las estrellas pasará un par de años sin producir filmes que llamen al pavor, la turbación o el desasosiego, “no les salía rentable”. Cuando la producción del género se retoma, ya ha perdido gran parte de ese anhelo por explorar lo prohibido, por pasease por el lado salvaje del lenguaje fílmico. El cine de terror que llega a partir de entonces quizás sea más esplendoroso en lo que a cuestiones técnicas se refiere, pero responde a exigencias y directrices muy distintas a las que lo convirtieron en un producto de masas. Como señala Porcel en el cuarto capítulo de su libro, el monstruo había sido domesticado. ¿Y qué hay del cine actual? Frente a la innovación constante que aborda en su publicación, Porcel cree que las producciones más recientes atraviesan un periodo “de meseta. Hay cosas buenas, pero no veo elementos sorprendentes”.
Un mundo en sombras bucea principalmente en los océanos de Hollywood, pero también realiza incursiones en otras tradiciones cinematográficas. “Hay vida más allá, no es una vida muy abundante, pero existe”. Así, destaca casos como el de Inglaterra, “que pese a ser la abanderada contra este tipo de cine también cuenta con películas que lo tocan de una forma singular”. También México, “donde se desarrollan bastante películas fantásticas que no beben de la influencia anglosajona sino de los mitos autóctonos”. En el caso de Alemania, la tradición se corta con la llegada de Hitler al poder, “el género ya no estaba bien considerado”. “También se dan ejemplos aislados en Polonia o en China, donde ponen en marcha una versión de El fantasma de la ópera”. El caso español resulta especialmente singular: “lo primero que encontramos es un cortometraje en tono chusco llamado Una de miedo”, una producción que se interpreta a sí misma desde la parodia.
En años anteriores, desde Cultur Plaza repasamos los títulos imprescindibles del pavor cinematográfico más reciente. Ha llegado la hora de hacer lo propio con las películas surgidas de otro tiempo. Preguntamos a Porcel por su personalísimo top ten del pánico en pantalla.
-Frankenstein (James Whale, 1931). Una película que “inventa un género nuevo, fuente de la que todos los que vienen detrás acaban bebiendo”.
-Drácula (Tod Browning, 1931). “Por ser la que mejor expresa y define una estética gótica luego mil veces imitada y repetida”, indica el estudioso.
-Dr. Jekyll & Mr. Hyde (Rouben Mamoulian, 1931). La cinta es definida por Porcel como “una cruda perversión sexual filmada con la más exquisita elegancia”.
-La isla de las almas perdidas (Erle C. Kenton, 1932), un título “malsano y estremecedor”, rebosante de “monstruos y sexo prohibido”.
-Freaks (La parada de los monstruos. Tod Browning, 1932). Porcel la incluye debido a que “viola todos los tabúes al enfrentar al espectador con el horror de verdad, no con el confortable monstruo maquillado”.
-La novia de Frankenstein (James Whale, 1935). Título que aúna “poesía, horror y hasta humor en mezcla irrepetible”.
-La sombra de Frankenstein (Son of Frankenstein. Rowland V. Lee, 1939). “Por ser el filme más radicalmente expresionista de toda la década, que ya es decir”.
-Mad Love (Las manos de Orlac. Karl Freund, 1935). Para el experto, se trata de “una historia de sexo, insania y obsesión magistralmente interpretada por Peter Lorre”.
-Satanás-El gato negro (Edgar G. Ulmer, 1934). “Se sirve de la estética vanguardista de la Bauhaus para narrar una historia de satanismo y necrofilia”.
-Doble asesinato en la calle Morgue (Robert Florey, 1932), con Bela Lugosi “y un gorila asesino deambulando por las calles de un París oscuro y surreal”.
Hasta aquí las sugerencias, los gritos de pánico ya los pone cada uno.