Una realidad incómoda. La paella domina el mundo y su cosmos cultural pero la defendemos a uñas y dientes como si hubiera una conspiración en su contra
VALÈNCIA. Si alguien, osado, pregunta qué otro plato ofrece la gastronomía valenciana, obtendrá una ofrenda de improperios. Sucedió esta semana. Y la anterior. Y la pasada. Y la de más allá. La suerte de la coaligación valenciana, la fortuna de disponer de un enemigo externo que nos vincule. Debe ser la única explicación. Por qué la otra -la de preguntarnos cómo demonios vivimos con esta inseguridad atávica respecto a la respetabilidad de la paella cuando es un plato con el que se domina el mundo- no nos dejaría en buen lugar. La paella domina el mundo y su cosmos cultural pero la defendemos a uñas y dientes como si hubiera una conspiración en su contra.
Qué ha podido pasar. Recuerda el director César Sabater (Paella Today) una escena imborrable en La Vaquilla “donde Adolfo Marsillach hace de conde e invita a la plebe a paellita, pero insiste todo el rato en que la gente diga que está buena: ‘Está buena la paella, eh... ¡pues se dice!’”. Esos parecemos nosotros. Eh, la paellita, que es nuestra, eh, la paellita.
Alabada sea la reivindicación gastronómica de la paella, sus virtudes y armonía… ¿pero a quién se le ocurre querer mantener el control de un plato que, de tan totémico, orbita mundialmente?
De otro Mundial, el de fútbol (femenino, ejem), la artista valenciana Núria Tamarit ilustró el doodle de Google hace unos días. La protagonista, la paella. El amuleto de la confraternización y la estima colectiva. Pudiendo haber sacado pecho de eso, de ser los precursores de una manera global de tomarse la vida ante la mesa, vamos camino de lo contrario: o la paella es como yo digo o la paella al suelo. ‘Está buena la paella, eh... ¡pues se dice!’.
La propia Tamarit razona por qué para ella la paella acarrea una trascendencia de proporción áurea: “Es la representación de la idea de reunión familiar. En mi experiencia, los domingos de paella son el momento para disfrutar con la familia, traer amigos a casa, hablar de lo que ha ocurrido durante la semana, etc. Es un momento de pausa, de recobrar fuerzas para el lunes”.
“La paella -incorpora Paco Roca- es un plato comunal, todos comen del mismo sitio, cucharas y conversaciones que se cruzan alegremente. Muchas ideas han surgido de esas comidas. Y nunca olvidaré la paella-ruleta de Monleón. ¡Un monumento pop!”.
La conversión total de la paella como hecho cultural se percibe rápido saltando de pantalla en pantalla. Daniel Gascó, responsable del videoclub Stromboli, recuerda La Caza, donde “como parte del horror, bajo un sol de justicia, los protagonistas engullen paella. Mala digestión depara…”. O la iniciática El niño que robó un millón, que en 1960 mostraba una València impávida en blanco y negro mientras el padre y el niño “se hacen una paellita”. U Okoge, “pronunciado oh-koh-gay”, y que además del título de una película “es la palabra japonesa para la corteza de arroz que se pega al fondo de la olla de arroz, nuestro célebre socarrat. La historia que cuenta este film japonés es interesante. Dos mujeres se van de picnic a una playa que resulta ser un lugar de encuentro para gays. Una de ellas queda fascinada por la belleza de algunos cuerpos y, más adelante, toma contacto con una pareja”. Y entonces, surge una paella.
También en Filles perdues, cheveux gras, donde “aparecen paellas de supermercado. Los títulos de crédito de esta película francesa inédita en España, una de tantas en las que participa Sergi López, aparecen bailando los guisantes encima de la paella”. ¡Sacrilegio! En París-Tombuctú, “recuerdo una paella gigantesca y a Santiago Segura ahí danzando”.
“Paz Vega -sigue Daniel Gascó- pide paella en una secuencia de Lucía y el sexo, en un local que, por cierto, jamás ha servido paella. Más de uno cae por ahí imitando el gesto de la protagonista de este film de Julio Medem”. Y más, en Amnesia, “donde Barbet Schroeder vuelve a Ibiza, la isla que le sirvió de escenario de su ópera prima como director, More. La banda sonora ya no corre a cargo de Pink Floyd sino que se ciñe a temas discotequeros, apenas quedan huellas del hippismo y los protagonistas pasan de consumir drogas a beber buen vino y comer paella”. O en Las chicas de la sexta planta, donde “las empleadas del hogar españolas exiliadas en París no dudan en exportar alguna delicia culinaria, como la paella”.
No en todas las escenas la paella es garante del bienestar. En Leur morale... et la nôtre, “la paella resulta letal. André y Muriel (interpretada por Victoria Abril) tienen un mercadillo ilegal en su casa, donde venden alimentación y calzado, básicamente. Por culpa de una paella caducada que ellos le vendieron, su vecina muere”.
Es contradictorio que, exportando el plato tótem valenciano hasta cualquier confín cultural, pongamos el grito en el cielo ante cualquier externalidad que roce la supremacía de la paella. Nació para compartir, no para este frentismo continuo. ‘Está buena la paella, eh... ¡pues se dice!’, insistimos.