El controvertido director norteamericano estrena ‘Snowden’, una película sobre el antiguo empleado de la CIA en espera de asilo político
VALENCIA. Es uno de esos directores que no necesita presentación. Todo el mundo ha visto alguna película suya, porque si bien se trata de una figura controvertida y que va por libre en el seno de una industria que tiende a cerrar filas sobre sí misma, tampoco se trata de un francotirador independiente con dificultades para estrenar o trabajar con estrellas que garanticen estrenos comerciales en todo el mundo y buen rendimiento en taquilla. Es crítico, pero sabe que se mueve en el terreno de los negocios. Como Michael Moore. Hace cuatro años adaptó Salvajes (Savages, 2012), una novela menor de Don Winslow, el autor de la magistral El poder del perro. Como muchos de los thrillers que ha rodado a lo largo de su carrera, tenía momentos brillantes y otros menos afortunados. Ahora llega Snowden, donde aborda un tema político y de actualidad. Oliver Stone en estado puro.
El film se basa en el libro The Snowden files. The inside story of the world's most wanted man, escrito por Luke Harding, y en otro volumen de Anatoly Kucherena, el abogado ruso del consultor tecnológico estadounidense, antiguo empleado de la CIA y de la Agencia de Seguridad Nacional, que en 2013 decidió hacer públicos a través del diario británico The Guardian una serie de documentos clasificados con información sobre programas de vigilancia masiva. Perseguido por las autoridades americanas, Snowden huyó a China y, posteriormente, a Rusia, donde se encuentra actualmente, a la espera de obtener el asilo político que ha solicitado a Ecuador. Su caso evidencia una enorme grieta en el sistema, demasiado golosa como para que Oliver Stone no le hincara el diente. “Obama parecía un hombre íntegro, pero cinco años después de su elección, ha creado el estado de vigilancia global más grande que se puede concebir, más allá de la Stasi. Pero eso Snowden hizo lo que hizo”, denunció el cineasta hace unas semanas, cuando presentó la película en el festival de San Sebastián.
La comparación con Michael Moore no es gratuita. Stone es un patriota convencido, pero también cuestiona con talante crítico la situación en que se encuentra su país. Y no es nada compasivo con su actual presidente. En su reciente visita a nuestro país, no dudó en afirmar que “el terrorismo es una excusa para lograr el control económico y social”, y estableció un paralelismo entre los Estados Unidos actuales y los regímenes dictatoriales de otras naciones a lo largo de la historia. “Los alemanes de los años treinta también escucharon esa idea de sacrificar las libertades civiles en aras de la seguridad. Lo primero que hicieron fue decirles ‘estamos aquí para protegerles y necesitamos su lealtad’. Esa es la muerte de la libertad y el comienzo del totalitarismo. Cambiar todas las reglas en nombre del terrorismo es una respuesta extrema, hay que estar alerta ante los fascistas y tiranos que vienen diciendo que nos van a proteger; yo no quiero ese tipo de protección”, declaró entre los aplausos enfervorecidos de la sala. ¿Conciencia política? ¿Populismo? ¿Estrategia de marketing para el mercado europeo? Quizá un poco de cada cosa.
Lo que no se puede negar a Stone es su empeño en sacar a la luz las vergüenzas históricas de Estados Unidos. George W. Bush, el atentado contra las Torres Gemelas, Richard Nixon, la intervención militar estadounidense en Latinoamérica, el asesinato de John Fitzgerald Kennedy o la guerra de Vietnam han sido temas y personajes que han desfilado por su filmografía observados siempre desde una postura que combina los hechos históricos con el tratamiento de ficción. Sus detractores le achacan que, en cambio, utilizara el formato documental para retratar de manera benévola a Hugo Chávez, en Mi amigo Hugo (2014). Y capítulo aparte merecería su relación con Fidel Castro, a quien se rindió en Comandante (2003), cuestionó en Looking for Fidel (2004) y entrevistó por última vez en Castro in Winter (2012). Sin embargo, recurrió al material de archivo y el rigor histórico en la imprescindible serie televisiva de diez episodios La historia no contada de los Estados Unidos (The Untold History of the United States, 2012-2013), que La 2 de TVE estrenó puntualmente en su programa Docufilia.
De algún modo, y salvando todas las distancias, la mirada audiovisual de Stone es el complemento del relato literario de James Ellroy. Ambos observan la historia de su país desde una perspectiva crítica que, en el caso del cineasta, ha terminado por conducirle a cierto dogmatismo de izquierdas, mientras que el escritor se ha escorado hacia la ultraderecha. “Todos somos escépticos. Soy norteamericano y me ocurre con la historia de mi país. En realidad, nadie se cree las versiones oficiales”. Son palabras de Ellroy que Stone suscribiría, aunque ese escepticismo haya llevado al novelista a declararse “muy de derechas, pro autoridad, pro policía, anticomunismo y antisocialismo”. ¿Dos caras de una misma moneda? No es una idea tan descabellada, teniendo en cuenta que los protagonistas de libros de Ellroy como Seis de los grandes o América son personajes como los hermanos Kennedy, Lee Harvey Oswald, Martin Luther King, Lyndon B. Johnson, J. Edgar Hoover, Dwight D. Eisenhower o Richard Nixon. Efectivamente, no son pocas las coincidencias.
Ellroy no se considera un autor de serie negra (aunque lo fue, y de los mejores, en sus comienzos como escritor), sino “un novelista histórico”, del mismo modo que, al margen de sus ficciones cinematográficas, Oliver Stone es el cronista oficioso del lado oscuro de su país, con la salvedad de que el director de cine mantiene a menudo un apasionado diálogo con el presente (Bush, Snowden), mientras que Ellroy se muestra mucho más interesado en el pasado. Pero es curioso constatar que se parecen bastante más de lo que les gustaría reconocer. “Obama es un presidente de segunda, que no ha cerrado Guantánamo ni terminado con la guerra de Irak”. Son, de nuevo, palabras del escritor que el cineasta suscribiría. La enorme diferencia entre ambos es que Ellroy hace gala de un nihilismo exacerbado que, de momento, no parece haber afectado a Stone. “Cuando creas personajes como los míos, que tienen actitudes homófobas o racistas, la gente asume que esa es tu propia voz. La corrección política determina que cualquier divergencia de la sensibilidad liberal es un respaldo a esas actitudes. Hay gente que no discierne entre conservadurismo y fascismo, mientras que yo admito las diferencias entre liberalismo, socialismo y comunismo. Hay una gran diferencia entre hacer una estúpida broma acerca de los drag queens o los negros y darle una paliza a un negro o a un homosexual. Y la gente no lo entiende. Pero ya no espero lógica de nadie”, ha declarado Ellroy.
Las inquietudes políticas que Stone muestra en Snowden y una gran parte del resto de su filmografía comenzaron a manifestarse en 1986, cuando rodó la interesante Salvador, una película protagonizada por reporteros de guerra en pleno conflicto centroamericano, en la estela de la estupenda Bajo el fuego (Under Fire, Roger Spottiswoode, 1983). Como ocurriría años más tarde Ken Loach en Agenda oculta (Hidden Agenda, 1990), las hechuras de género beneficiaron a una película que denunciaba si subrayados innecesarios, que mostraba los hechos sin acentuar la voluntad de adoctrinamiento. También en 1986, Stone estrenaría Platoon y pasaría automáticamente a convertirse en uno de los pesos pesados de Hollywood: El Oscar a la mejor película y al mejor director (además de otro par de estatuillas de carácter técnico) se unieron a otros galardones, entre ellos el Oso de Plata en Berlín, que catapultaron a primera plana a un cineasta hasta entonces perdido en el sumidero del cine de bajo presupuesto.
No es una exageración. Como los de tantas otras estrellas hoy reconocidas (Kevin Costner, Billy Bob Thornton, James Gunn, Samuel L. Jackson), los primeros pasos de Oliver Stone van unidos a una de las productoras más cochambrosas de la historia: Troma. Allí debutó como actor, en una comedia titulada The Battle of Love’s Return (Lloyd Kaufman, 1971), y allí se curtió en labores de productor asociado en la delirante Lesbianismo asesino (Sugar Cookies, Theodore Gershuny, 1973). No es para sentirse orgulloso, precisamente, aunque fueron experiencias que le permitieron familiarizarse con el trabajo cinematográfico. Y lo cierto es que tampoco parecía destinado a grandes empresas cuando obtuvo su primera oportunidad como director. Reina del mal (Seizure, 1974) es un film de terror de serie Z sobre un escritor que sufre angustiosas y recurrentes pesadillas en las que aparecen, atención, una misteriosa mujer, un enano y un gigante negro.
Le costaría siete años poder volver a ponerse tras una cámara, y cuando lo consiguió fue para realizar otra casposa película de terror, aunque esta vez contó, al menos, con un protagonista de prestigio. Michael Caine era el principal atractivo de La mano (The Hand, 1981), en el papel de un dibujante de comics que, tras perder una mano en un accidente, ve como su vida se desmorona, ya que como consecuencia del suceso su carrera profesional se trunca y su vida de pareja atraviesa por una grave crisis. Pero eso será lo de menos, porque la mano perdida no tardará en reaparecer para cometer una serie de atroces asesinatos. El actor recordaría años después en sus memorias que “el director era un personaje extraordinario, muy explosivo y con una enorme inteligencia. Solía decirme cada día que nadie había hecho todavía una película verdadera sobre Vietnam, pero que él la rodaría algún día y contaría cómo fueron las cosas en realidad. La mano fracasó, pero yo estaba seguro de que volvería a oír hablar de él. Y así fue”.
Tuvieron que pasar otros cinco años de sequía hasta que, por fin, llegó el milagroso 1986. Platoon otorgó carta blanca a Stone, que tras saldar cuentas con el traumático conflicto bélico se lanzó al cuello de los brokers de la Bolsa en Wall Street (1987) y consolidó una carrera en la que no han escaseado los títulos polémicos. Lo fue Nacido el 4 de julio (Born on the Fourth of July, 1989), probablemente su mejor película, por la demoledora visión que ofrecía del trato sufrido por los veteranos de guerra en Estados Unidos. Volvería a serlo The Doors (1991), una discutible versión de la vida de Jim Morrison y su banda filtrada por las alucinaciones producto del consumo de peyote; y, más aún que las citadas, lo sería Asesinos natos (Natural Born Killers, 1994), una denuncia de la espectacularización mediática de la violencia que pecaba de aquello que trataba de condenar y puso en pie de guerra a un por entonces principiante Quentin Tarantino, responsable del argumento del film, que cargó duramente con la perspectiva que Stone había adoptado a la hora de plasmar su historia en imágenes. Todas ellas, más allá de sus errores y aciertos, demuestran, en todo caso, que se trata de un cineasta que puede despertar adhesión o rechazo, pero que nunca deja indiferente. A sus setenta años, con Snowden, ha vuelto a conseguirlo.