CASTELLÓ. A los pies de la cama dos panteras negras, recostadas una al lado de la otra con las patas estiradas, se hacían las muertas. Acechantes, esperaban el momento en que abandonásemos la cama y pasáramos por delante de ellas para saltar sobre nosotros. Pero no sabían que yo también las vigilaba. Mi cama no era la de ahora, sino la cama de mi infancia, en aquella habitación de nuestra casa en la calle General Aranda (más tarde Asensi) que compartía con mi hermana.
Sí, ya sé, pensaréis que dos panteras negras tumbadas en fila no cabrían ni en una cama de matrimonio, ya lo sé, pero los sueños son así. Anoche me dormí leyendo La madre de Frankenstein de Almudena Grandes. En ese momento, Germán Velázquez recordaba cómo huyendo del Régimen se encontró confinado en la lúgubre bodega de un barco infestada de ratas sin saber cuándo podría salir: “me acorde de las ratas que corrían por los pasillos de la bodega del Stanbrook. Mientras estuvimos a bordo, en cuarentena, no había vuelto a verlas.”
Entonces, en los 60, nada me hubiera gustado más que quedarnos en casa los cinco, en una cuarentena detrás de otra, mi padre, mi madre, mi hermana, mi hermano y yo, porque no había cosa que me hiciera más feliz que ver a mis padres en ropa de estar por casa. Cuando mi padre volvía del trabajo, siempre subía las escaleras silbando la misma canción. Mis hermanos y yo corríamos a abrirle la puerta y le esperábamos en el rellano. Nos producía una alegría inmensa que volviera a casa cada tarde, cada día.
Al llegar se quitaba la americana y se cambiaba, y cuando lo veía con las zapatillas y la chaqueta de estar por casa me invadía una paz inmensa e indescriptible. Juntos, los cinco, estábamos a salvo de cualquier peligro. Cuando se cerraba por dentro la puerta de la calle y el atuendo de mi padre me indicaba que ya no iba a salir, solo nuestra casa era real, todo lo de fuera dejaba de existir. Como si el mundo, de repente, se hubiera vuelto del revés como un jersey, llenando de estrellas y galaxias nuestra habitación del universo, una caja cuántica que solo cobra sentido cuando está cerrada.
Arrastro desde entonces la manía de preguntar: ¿Vas a salir? ¿Por qué no te cambias? En estos días tan extraños de confinamiento e incertidumbre, me he acordado de la niña que fui, buscando aquella sensación extraordinaria que me permitía sentirme a salvo cuando permanecíamos juntos en casa, pero no la he encontrado. El jersey se volvió del derecho y la magia se perdió. Ahora, frágiles y vulnerables, luchamos contra un enemigo invisible que nos sigue sigiloso. Como ratas o panteras negras, anoche mi inconsciente necesitó hacer visible la amenaza en ese terrible afán por saber hacia dónde mirar.
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