VALÈNCIA. Han pasado casi cincuenta años y el legado de la película firmada por Franklin J. Schaffner en 1968 continúa estando vigente. La nueva saga de El planeta de los simios ha conseguido reactualizar los temas que ya estaban presentes en la novela de Pierre Boulle y su gran aportación es haber sido capaz de abrir una inédita dimensión alegórica que entroncara con la sensibilidad contemporánea.
La película original se atrevió a poner de manifiesto algunos de los temas más espinosos que latían en la Norteamérica del momento (los problemas raciales, la Guerra Fría y la carrera espacial, Vietnam) para a través de ellos realizar una memorable metáfora sobre el declive de la raza humana y su hecatombe tras la subversión de los patrones de la escala evolutiva.
Cuando Rupert Wyatt se puso tras la cámara para hacerse cargo de la primera parte de esta nueva franquicia, no intentó superar la película de Schaffer. Hubiera sido un error ya que nos encontramos ante una película icónica, un hito dentro de la ciencia ficción convertida en objeto de culto dentro de la cultura popular y poseedora de uno de los finales más impactantes de la historia del cine.
Se acercó a ella de una manera respetuosa, y a partir del material precedente construyó una precuela que tenía varias virtudes. Por una parte, la utilización de las nuevas tecnologías puestas al servicio de la creación del personaje de César. Se acabaron los humanos disfrazados de monos. Ahora un actor, en este caso Andy Serkis, era capaz de dotar de expresividad a una imagen generada por ordenador, trasmitiéndole sus gestos y movimientos e inundándolo con su personalidad, algo que contribuyó a que la caracterización del simio César haya terminado constituyendo sin duda uno de los grandes hallazgos dentro la historia del cine reciente.
Por otro lado, volviendo al carácter alegórico, supo recoger todo el espíritu contracultural de la película del 68 para adaptarlo a las necesidades de un presente que también resultaba de lo más convulso, sobre todo después del desencanto producido tras la crisis financiera en las clases trabajadoras. En cierto modo, El origen del planeta de los simios (2001) contenía el germen de la toma de conciencia, la necesidad de despertar del letargo para levantarse contra las injusticias y el poder opresor que serían fundamentales para los diferentes movimientos que se sucedieron por esa época en diferentes países regidos por el totalitarismo, la intolerancia, los abusos o la corrupción política.
Pero el verdadero desafío llegó de la mano de Matt Reeves, director que había demostrado tener muchas dosis de personalidad y originalidad tras firmar Monstruoso (2008) y el remake americano de Déjame entrar (2010). Gracias a él la franquicia adquirió un tono mucho más oscuro y sobre todo fue capaz de alejarse de muchos de los patrones establecidos dentro del género del blockbuster para realizar un ejercicio de estilo profundamente libre y estimulante tanto a nivel estético (mucho más elaborado) como a nivel argumental.
Tras encargarse de Amanecer del planeta de los simios (2014), ahora regresa con el final de esta trilogía, La guerra del planeta de los simios, una película en la que vuelve a demostrar su capacidad para convertir el espectáculo hollywoodiense en una obra profunda y significativa.
Nos situamos un tiempo después de la batalla que enfrentó a los partidarios de Koba, el simio que quería vengarse del sufrimiento que los seres humanos le habían infligido, y de César, que siempre había preconizado la paz a través de la convivencia entre las especies. Los simios supervivientes se han refugiado en lo más profundo del bosque para pasar desapercibidos, pero serán perseguidos y asediados por militares a cargo de un coronel con el rostro de Woody Harrelson y la apariencia de Marlon Brandon en Apocalypse Now. Al fin y al cabo, esos dos personajes tienen en común que han perdido parte de su humanidad y se han dejado consumir por las sombras y la sinrazón.
Parte de esa locura impregna la película, por eso quizás es tan oscura. La venganza se convierte en la única obsesión de los protagonistas, tiñendo de tragedia griega todo el tejido narrativo que, además, contiene referencias bíblicas explícitas a la esclavitud, el Éxodo y la búsqueda de la Tierra Prometida.
Matt Reeves no se conforma con configurar un blockbuster convencional. Eleva la apuesta de su anterior película y compone una obra que bebe de diferentes géneros para demostrar que la verdadera libertad consiste en jugar con las referencias y las texturas a su antojo para llevárselas a su propio terreno y crear algo totalmente diferente a través de unas imágenes de una contundente fuerza expresiva. La guerra del planeta de los simios no es solamente un film bélico como su nombre podría dar a entender. Tiene pasajes efectivamente de contienda al más puro estilo clásico, pero también otros que remiten a los esquemas del western, el cine de aventuras y las películas de motines y de fugas. Todo ello revestido con un halo épico que no se encuentra en absoluto reñido con la manifestación de las emociones más puras. A medida que los simios han ido ganando en espectro sensitivo, también las películas se han ido inundando de esta característica humana. Quizás por eso en La guerra del planeta de los simios encontramos una mayor empatía y comprensión hacia cada uno de los sentimientos que expresan los protagonistas simios, encontrándonos más cerca de ellos que de las motivaciones que mueven a los humanos.
En cualquier caso, nos encontramos ante el cierre perfecto de una trilogía que ha sabido combinar espectáculo, reflexión y efectos especiales al servicio de una historia y los unos personajes muy complejos y ricos. Larga vida a César.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz