ALICANTE. Era 2012 y el mundo editorial europeo ya no iba a volver a ser igual. Un autor suizo de lengua francesa publicaba una novela ambientada en Estados Unidos que conseguía penetrar todos los mercados y hacerlos cautivos. ¿Sus méritos? Una endiablada trama que sin ser un thriller, también lo era, para lo bueno y para lo malo, redactado con una prosa funcional, nada estridente, no reseñable, pero al menos no ofensiva, como si Dan Brown hubiera hecho algún curso de redacción. Y el chavalín tenía 27 en el momento de la publicación. Ese 2012 editaba La verdad sobre el caso Harry Quebert y la primera novela que había estado haciendo circular por el mundo editorial hasta que recibió el Prix del Ecrivains Genevois a obra inédita, Los últimos días de nuestros padres, llamando la atención del editor de L’Age d’Homme, Vladimir Dimitrijevic (autor a su vez del magnífico “La vida es un balón redondo”).
Dicker era un superdotado, escribía con suficiencia insultante, dominaba a la perfección la ingeniería de las estructuras narrativas, y además se permitía elaborar tesis sobre la propia conciencia del narrador y su lugar como figura pública, y todo eso desde Ginebra, mientras sus personajes deambulaban por las zonas nobles del territorio estadounidense, comportándose con todos los clichés posibles y probables de la clase media yanqui.
Después de La verdad sobre el caso Harry Quebert, en 2012, vino El libro de los Baltimore” en 2015, una novela familiar, una zambullida en las miserias y las esperanzas de las relaciones familiares y emocionales, recuperando como narrador al Marcus Goldman de “Harry Quebert”, de escritor de neurosis contenida que aquí tira de nostalgia para recuperar el paraíso perdido de la infancia, junto a sus primos, mientras se muestra como un primo en sus relaciones afectivas. De nuevo Dicker daba en la diana, el truco le volvía a funcionar, aunque mientras que en “Harry Quebert” podías comprobar como lectores y lectoras lanzaban un “no jodas” bien alto al llegar a un determinado cambio de rumbo en trama, incluso quien reconocía haber tenido miedo, el miedo indeterminado que provoca reconocer que todo el mundo miente si le va la vida en ello, que nadie conoce a nadie, y un buen puñado de obviedades como esa que se mantienen sumergidas en el inconsciente, en “Los Baltimore” el giro de la trama empezaba a ser evidente un poco antes, al menos evidente que se iba a producir y cuando, tal vez incluso más de un lector se haya olido hacia dónde.
Sigo sin comprender cómo demonios alguien puede seguir emparentando la literatura de Dicker con la del recientemente fallecido Philip Roth, más allá de aquellas acusaciones de plagio sobre La mancha humana del genio norteamericano.
La desaparición de Stephanie Mailer ha llegado en 2018 con la intención de ser la consagración de un autor que reniega del género, en edición en castellano por Alfaguara, con traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego, y en catalán/valenciano por La Campana, con traducción de Imma Falcó.
El mensaje estaba claro, Dicker se dejaba de subterfugios y entraba de lleno en ese género del que renegaba, colocando al mando de la narración a tres investigadores policiales. Esta vez estaba claro que la cosa iba de crímenes, por lo que no iba a poder ocultar ninguna bomba de relojería en la intrincada estructura de la trama. Según el propio autor, se debía a un intento de que lo evidente no sirviera de máscara a su verdadera intención: “Es evidente que hay una intriga, pero por encima de todo lo que pretendía es escribir una historia coral. Quien lea La desaparición de Stephanie Mailer intentando seguir solo el misterio se sorprenderá de que haya tantos personajes que se dediquen a distraerlo de la acción principal”. El problema viene cuando todas esas distracciones no reconstruyen un marco diferente de la trama, ni tienen el suficiente interés como para que esos personajes queden perfilados, más allá de su incidental ruido en el transcurso de los hechos.
Puede que la intención de Dicker haya sido la de servirse del género thriller para subertirlo en un estudio humano y social, el trasfondo de la “gran literatura”, pero el resultado es, como mínimo, naif, plagado de errores de bulto que lastran las buenas intenciones, y que no han pasado por alto en la crítica internacional: escenografía de cartón piedra que muestra una “falsa América”, según Arnaud Viviant; el exceso de clichés (hasta la náusea) del que lo acusaba Nelly Kapriélian; o el puñado de “intrigas absurdas” que detecta Olivia de Lamberterie.
Si el primer editor de Dicker, Matvejevic, falleció en accidente de coche, antes de ver publicada su primera novela, quién fue su sucesor como mentor del suizo, Bernard de Fallois, el fundado de Éditions de Fallois, su editorial francesa y la fuente de su éxito, fallecía mientras se realizaban los últimos procesos de revisión de “Stephanie Mailer”, cuya primera versión ya le había recortado en cerca de 600 páginas, dejándola en la mitad de lo que era, lo que nos hace dudar de si el genio de Dicker puede sobrevivir a la falta de un revisor estricto e inflexible.
El joven ginebrino se maneja de manera excepcional creando mapas de la trama, colocando aquí y allá los cliffhanger que enganchan al lector incauto o reproduciendo estereotipos: el policía torturado por un error mortal, el crítico cultural sabihondo, el director de escena endiosado o la joven descarriada y redimida. Pero el resultado final es un evidente paso atrás en su trayectoria hasta el momento inmaculada, la gran esperanza blanca europea para rebentar el mercado mundial de los best sellers ha desaparecido, esperemos que la investigación para descubrir su paradero no sea tan kistch como la de Stephanie Mailer.