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CRÍTICA DE CINE

'Jojo Rabbit': Nazismo bufonesco

17/01/2020 - 

VALÈNCIA. Últimos años de la II Guerra Mundial en un pequeño pueblo alemán inventado. Jojo, un niño de diez años quiere ser nazi. Su entusiasmo infantil lo lleva al extremo de tener un amigo imaginario, el propio Hitler, con el que entabla largas conversaciones para hablar de sus miedos e inseguridades, como si en el fondo, fuera su padre.

Evidentemente nos encontramos en el terreno de la sátira histórica y de la deformación a través de la parodia como ya hicieron grandes referentes como Charles Chaplin, Ernst Lubitsch o Mel Brooks. El neozelandés Taika Waititi, después de filmar Thor: Ragnarok (2017) impregnando el universo Marvel de un poco de psicodelia, regresa al territorio del aprendizaje iniciático que se encontraba presente en una de sus cintas más humildes y también más personales, A la caza de los ñumanos (2016) en la que ya demostraba su sensibilidad a la hora de acercarse a la infancia y sus traumas a través del sentimiento de orfandad e inadaptación, desde un punto de vista tierno y cómico.

Ahora repite la jugada con una película más ambiciosa como Jojo Rabbit, adaptación de la novela El cielo enjaulado de la escritora Christine Leunens, que el director utiliza como base para construir un universo muy particular en el que el horror de la guerra y del Holocausto se distorsiona al pasar por el filtro de una mirada inocente. Un espacio donde hay lugar para campamentos de verano nazis donde a los chicos se les enseña a disparar, a lanzar granadas, a apuñalar y a las chicas a curar heridas y a quedarse embarazadas. Donde se les lava el cerebro inculcándoles la maldad congénita que esconden los judíos y su naturaleza monstruosa y donde se les adoctrina en el odio y la violencia.

Pero, aunque Jojo se muestra perceptivo a la propaganda de su entorno para sentirse aceptado, no puede evitar cuestionarse ciertas cosas. Su padre desertó del frente y vive con su madre después de haber perdido a su hermana. Un descubrimiento cambiará por completo su percepción de las cosas y pondrá sus valores en juego: en su casa vive escondida una niña judía y su madre forma parte de la resistencia.

El director quería utilizar la figura de Hitler como un personaje bufonesco a través de un retrato chiflado y extremo para configurar una alegoría cómica sobre la intolerancia, la de ayer y la que sigue existiendo en un momento en el que el auge de la extrema derecha y la cultura del odio y la represión racial y religiosa hace reverberar los fantasmas del pasado.

Sin embargo, Jojo Rabbit no resulta tan irreverente como podría pensarse. La mirada de Waititi parece domesticada y condescendiente, como si hubiera pasado por el filtro del mainstream hollywoodense en el que no hay lugar para la verdadera incomodidad. Así, los momentos en los que aparece el alter ego de Hitler (encarnado por el propio Waititi), por muy camp y slapsticks que pretendan ser, no llegan a resultar ni procaces ni verdaderamente graciosos. Su provocación es tan light como en el fondo infantil, circunscribiendo así la película a un ámbito demasiado naíf.

Muchos han definido Jojo Rabbit como un cruce entre La vida es bella y el estilo visual de Wes Anderson. No llega a caer en el sentimentalismo de Roberto Begnini, pero juega con trampas parecidas. En lo que sí se diferencia Waititi es en su estilo pop, en su capacidad para componer imágenes de una enorme fuerza visual y encadenados secuenciales gloriosos, como los títulos de crédito a ritmo del I Want to Hold Your Hand de The Beatles, haciendo una broma con el saludo nazi o su final al son de David Bowie y su Heroes con referencia al poeta Rainer Maria Rilke incluida.  

En realidad, Jojo Rabbit crece en los momentos en los que Waititi abandona todos sus tics hípsters y autoconscientes y se centra en el relato de crecimiento emocional del niño, interpretado con extraordinaria viveza por el debutante Roman Griffin Davis. A su lado también brilla la estrella emergente Thomasin McKenzie, a la que descubrimos en No dejes rastro, de Debra Granik, y un irresistible plantel de secundarios en el que hay hueco para un Sam Rockwell en su salsa, encarnando a un nazi gay, tuerto y desencantado y otro gran descubrimiento infantil, del de Archie Yates en su inolvidable papel de Yorki.

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