MURCIA. C. Tangana y La Húngara, y Enrique Falcón y Toundra: Tú me dejaste de querer y La marcha de 150.000.000: lo uno y lo otro inolvidable, esencial —en el amplio sentido de la esencia—. En un momento determinado de la canción que en estos momentos suena por todo el mundo, Niño de Elche canta, “tú me dejaste de querer / cuando menos lo esperaba / cuando más te quería / se te fueron las ganas”, y en la falconiana Europa muda que lleva más de una década leyéndose, recitándose y reverenciándose, aquí con las guitarras de Exquirla: “Oíd / lo que oyeron en la casa del mundo / Oíd / la noche que los fueron matando”. Desborda la emoción en YouTube, y el poco azaroso algoritmo de las postdecisiones tecnohumanas tiende un puente digital, amarra una parte del cabo en un vídeo y lo afianza en la cornamusa del otro y de ahí quizás lo lance más allá y pasemos a unas voces del extremo en Moguer en dos mil trece, superado el año del apocalipsis que no llegó para seguir con el apocalipsis que no termina de acabar, con ese poema de albercas y lodazales que es un auténtico himno. El algoritmo lo bueno es que no tiene complejos: su fría maquinalidad, de momento, más que pensar, opera. Donde suele encontrar más dificultades el algoritmo, que vive de perfilarnos para ofrecernos contenidos y productos, es con las personas que se revuelven dentro de las definiciones, esas personas que cuando ya habían sido más o menos comprendidas en una envoltura, de pronto sacan un brazo casi con un espasmo, y luego una pierna, y luego estiran el cuello, y desde la frente hasta el mentón dan a luz a su propia cara, para tomar oxígeno y gritar en un parto que los tiene que llevar a otro lugar hasta donde el algoritmo tendrá que seguirlos libreta en mano, rehaciendo sus notas aún, eso sí, sin frustración alguna.
Niño de Elche, nacido Francisco Contreras —tal y como él explica, como muchos otros franciscos contreras— es un artista de los que dan trabajo al algoritmo, de los que lo hacen sudar unos y ceros: durante buena parte de su vida, y en ella va parte de su formación, ha sido flamenco. Ahora es otra cosa que no es la contraria: no es antiflamenco —ni mucho menos—, sino exflamenco. Pero que nadie tome esto al pie de la letra, por favor, porque las cosas son mucho más complejas fuera de las definiciones y dentro del arte. En In memoriam. Posesiones de un exflamenco, que publica Hurtado & Ortega Editores, Niño de Elche relata su vida flamenca desde ese recuerdo mitológico en el que siendo bebé, su padre le practica el primer corte de uñas tras una puerta para que el niño salga cantaor. El niño, que se convirtió en el Niño [de Elche] salió cantaor y guitarrista, recorrió concursos, aficiones y tablaos, y fue creciendo y creciendo, y en ese crecer fue desarrollando el juicio propio y unas convicciones, que haciendo nuestras sus palabras [con licencias], le provocaron malestar por comer marisco en mal Estado, andalucinaciones, y la condición de flamenco traicional, le llevaron a actuar y a enseñar a Jordania tras José Menese y Enrique Morente, y a verse terminando un libro rememorando las más de dos horas que estuvo cantándole a un japonés dormido. De sus posesiones sobre un escenario cuenta que recuerda sensaciones —las citas que abren el libro, matizando el título, nos advierten desde las primeras páginas del olvido posterior a la posesión, que en realidad ni siquiera es olvido del todo si uno cree que no era él lo que estaba en él—; de sus experiencias con el flamenco recuerda deudas consistoriales que comparte con quien sujete el libro, como cuatro mil euros del Ayuntamiento de Torrevieja, población que el padre del Niño definía de forma magistral como una ciudad hecha a puñetazos, o la rigidez de los sectores estándar y estandarizantes a los que también dedica algunas ideas.
Todo este repaso a los años lo escribe Niño de Elche, Francisco Contreras, con un tono y un estilo que sosiega, con palabras tan bellas como arrumbar, que es poner una cosa como inútil en un lugar retirado o apartado, desechar, abandonar o dejar fuera de uso, pero también arrollar a alguien en la conversación haciéndole callar, o arrinconarle, no hacerle caso. Que una historia sosiegue y meza debe tener mucho que ver con la visión de quien la cuenta y no tanto con lo que se cuenta, que puede ser apacible, divertido o áspero. In memoriam se lee como se podría escuchar: “Los mismos whiskys sin hielo que tomaba a altas horas de la madrugada, antes de coger una guitarra y tirarme varias horas tocando por bulerías rodeado de gitanos del barrio de La Mina, eran mi ritual diario después de estar cinco horas cantando en un tablao barcelonés. Allí escuché a gitanos catalanes cantar por bulerías como en muy pocos sitios he podido escuchar. Cantaores como Manuel Zambullo, el Cafelete, Juaneke o Joaquín el Duende eran habituales de aquellas fiestas en el sótano de algún after de una ciudad condal que ya no existe. Toda fiesta es en cierta forma una despedida y todas las despedidas huelen a muerte. Por eso cantar flamenco clásico en una fiesta siempre tiene algo de marcha, se vislumbran signos de una inminente partida, se goza del privilegio que supone experimentar algo que nunca se volverá a repetir, la vida”. Haber convivido o disfrutado con el flamenco hasta la fecha, conocer o no la obra de Niño de Elche, no son condiciones necesarias para la lectura de estas posesiones de un exflamenco que son memoria, experiencia y emoción; en cualquier caso, leída la última palabra, seguirá faltando la respuesta a la pregunta: Niño de Elche, ¿de dónde eres?