VALÈNCIA. El documental macedonio Honeyland viene envuelto en la fiebre ecologista de nuestro tiempo. Es normal, habla de la vida rural y de la explotación racional de los recursos naturales. Sin embargo, no se puede reducir solamente a eso. Es una obra que ha requerido un trabajo tan minucioso y humano que merece un reconocimiento como expresión cinematográfica esplendorosa. Podría perfectamente compararse con la obras maestras universales de Satyajit Ray. En la última edición de Sundance fue el trabajo más premiado.
Los directores son Ljubomir Stefanov y Tamara Kotevska. Querían rodar un documental sobre el río Bregalnica, que varía su curso cada diez años y las aldeas que lo rodean tienen que cambiar de lugar. Un hecho insólito. De hecho, la experiencia profesional de Stefanov eran los documentales de naturaleza y animales. No obstante, cuando estaban explorando el terreno, se encontraron con varias colmenas. Su propietaria era Hatidze Muratova, una apicultora de la minoría turca.
Según la tradición de su gente, la última hija debe cuidar de los padres. No puede casarse ni tener una familia mientras sus padres vivan. En su caso, Hatidze cuidaba de Nazife, su madre, de 85 años. Las dos eran las únicas habitantes de su pueblo. Para los cineastas, pronto se convirtió en una historia más interesante que el río.
No quisieron hacer un documental al uso, con una narración y entrevistas, por lo que se limitaron a grabar. Ganarse su confianza y, sin plazos, registrar su día a día. El background de Kotevska, de la escuela de cine de Skopje, era de un documental social. Por lo que se Hatidze sirvió para combinar el enfoque de cada uno de los autores, humanidad y naturaleza.
De repente, apareció otra familia. Eran nómadas, también turcos. Viajaban con vacas y siete hijos. Vivían en una caravana. En un principio, Kotevska y Stefanov no prestaron atención a los nuevos habitantes de la semiderruida aldea, pero al poco tiempo todos empezaron a interactuar. Llegó un momento en que formaban parte de la historia tanto como la protagonista.
Como no tenía hijos, se comunicaba mucho con los críos, pero con el padre de la familia, Hussein, tenía alguna discusión sobre el abuso a la hora de explotar las colmenas. La miel que producen en el campo es cotizada en los mercados. Hay un vendedor que se pasaba por el pueblo deseando cargar cuantos más bidones.
La familia y la protagonista tuvieron muchos conflictos aparte del citado, pero este es el que luego se introdujo en el montaje para contar una historia. En total, la pareja estuvo grabando casi tres años. Cuatrocientas horas. Su presencia acabó siendo tan cercana que ni siquiera reparaban en ellos. De ahí, muchas escenas que obtuvieron que penetran en la intimidad de los protagonistas. Discusiones familiares, las negociaciones por la miel de Hussein y, la más fuerte de todas, la muerte de Nazife.
Hatidze estaba dispuesta a contar su historia, la familia no tanto. Por eso, los autores se dividieron en dos. Hubo un cámara con cada grupo, como si fueran dos platós. La confianza fue fundamental, porque si algún día uno no podía ir y lo sustituían, con el nuevo no había cercanía y no conseguía los mismos resultados.
Todo fue rodado con cámaras réflex digitales y sin luz artificial, solo con la luz del sol y de la luna. El lugar es inaccesible, por lo que tuvieron que alquilar un vehículo todo terreno para poder llegar. Allí, no tenían dónde estar. Plantaron una tienda de campaña donde guardaban los víveres, pero no tenían ningún tipo de nevera ni nada semejante, no había luz eléctrica, además, en no pocas ocasiones se la comían los gatos de las dos familias, que eran legión.
Los panales de abejas, paradójicamente, no les crearon ningún problema. Hatidze les enseñó a no actuar nerviosamente delante de ellas. Solo tuvieron algún percance con las abejas de Hussein, que las trabajaba de manera más agresiva, pero solo picaron a una persona del equipo.
El resultado es una película excepcional, más que un documental. Aunque es difícil trazar la línea que separa un género del otro. De alguna manera, todo lo que sucede es real y no está gravemente afectado por la presencia de las cámaras. Por otro, hay un montaje y se cuenta una historia sin entrevistas ni narrador. La muerte de la madre les sorprendió a todos grabando. Estaba cargada de significado. Era la libertad de Hatidze, que desde ese momento podría vivir su propia vida.
Es ahí donde la información adicional completa el documental y trasciende la obra. Otra vez, para variar, de manera excepcional. Con el dinero del premio que ganaron los autores en el Festival de Sarajevo, le compraron una casa en un pueblo donde vivían algunos de sus familiares. Lo consideraron una obligación moral. Con parte de los premios que están recibiendo también ayudan a la otra familia, que ya no es de nueve, sino de diez miembros.
Entre tanto realismo, la parte poética reside, como ha explicado Kotevska, en que la apicultora parecía también una abeja, ahí cuidando de la reina. Pero según donde se ha estrenado Honeyland, las reacciones han sido diferentes. En Hong Kong, por ejemplo, el público atendía a la relación madre e hija; en Nueva York, al conflicto entre ambas familias. No obstante, por norma general, los críticos no dejan de ver metáforas y enseñanzas para el cuidado del medioambiente.
La última noticia es que ha sido seleccionado para competir en categoría documental en los Oscar. Independientemente de lo que digan los jurados, se trata de una película única e irrepetible. El trabajo que hay detrás de ella va más allá de lo profesional y entra en el terreno de lo humano. El testimonio de la vida rural en una zona remota del sur de los Balcanes no parecerá apasionante a priori para la mayoría de los espectadores, pero los que tengan un mínimo de sensibilidad difícilmente no tendrán la sensación tras verlo de que han asistido a una obra para la eternidad.