VALÈNCIA. De ser un tema exótico e incluso de freaks, algo que no solía representarse más que como el telón de fondo de determinada ficción, la Guerra Civil y la II Guerra Mundial han pasado a ser el género top tanto del periodismo de sociedad, como de la ficción e incluso del discurso político. Hoy se vive una explosión memorística, un fenómeno que en no pocas ocasiones suele ir en contra de la propia memoria por la fácil tendencia que hay a retorcer los hechos para adaptarlos a la forma de pensar actual e incluso a discursos políticos muy concretos.
Nada de esto ha impedido que se vean trabajos sobre un tipo específico de personaje que, aunque tienda a olvidarse, suele ser el más habitual, tanto antes como ahora: el que pasaba por ahí y fue arrastrado por la Historia. En Cataluña, por ejemplo, se estrenó hace pocos años la obra In memoriam, sobre "La quinta del Biberón". Una generación, la mayoría de ellos catalanes (Esta región aportó un tercio de los reclutas del Ejército Popular Republicano) que tuvo que ir al frente en plena adolescencia . Una situación trágica, aderezada además con la derrota. Hubo críticas a que se colocase a Negrín y a Franco en el mismo plano, mientras otras, sin embargo, señalaban las escenas en las que se adoctrinó a los soldados para que dispararan a los "fachas", que eran sus compatriotas. Lo relevante era el hecho de que se ponía el foco sobre un fenómeno inherente a toda guerra: el de la carne de cañón.
Siglo XXI ha publicado un estudio este año sobre este fenómeno, pero en el otro bando. Se titula Soldados de Franco, por Francisco J. Leira Castiñeira y analiza el reclutamiento forzoso que pusieron en marcha los sublevados para subvertir el orden democrático. Una de las reseñas a este trabajo, de Antonio Cazorla, de la Trent University de Canadá, dice "Los soldados quisieron olvidar la guerra; los historiadores demasiado a menudo nos olvidamos de los soldados". Es una sentencia muy certera. Hay que desengañarse, aunque hubiese voluntarios por ambas partes, incluso importantes capas de la población que entendían que la libertad solo se la podían arrebatar por las armas, la inmensa mayoría hubiese preferido cualquier tipo de disputa menos una en la que tuvieran que estar a menos diez grados al raso recibiendo obuses.
Es en este contexto en el que hay que encuadrar la obra Hasta Nóvogorod, de Víctor Barba, en Norma Editorial. Una adaptación de las memorias de Teodoro Recuero publicadas por West Indies en 2017. El relato de un antiguo simpatizante comunista, jornalero extremeño, que tiene que afiliarse a Falange el 18 de julio para salvar la vida. Un hombre que se chupó la Guerra Civil entera por este motivo y que, ante la imposibilidad de sobrevivir en la posguerra, esta vez por no poder comer, se marcha voluntario con la División Azul. Un vaivén que hizo siempre sin convicción y desengañado. Como decía en las memorias:
"José Antonio había escrito en uno de los veintiséis puntos de su programa ideológico que había que ganar al enemigo con buenos hechos y no con palos ¿podía esto tener alguna relación con los fusilamientos que se realizaban a diario en las ciudades y pueblos ocupados? (...) Debo decir que desde el primer momento me gustaron esos veintiséis puntos, pero no así los hechos que sucedían a diario. Si en el Partido Comunista vi cosas que no me agradaron, después, en los pocos días que permanecimos concentrados en Cáceres, menos. Todas las noches pedían voluntarios para realizar servicios especiales y esos servicios eran poco ortodoxos, según comentaban después los que los realizaban, que siempre eran los mismos".
En la novela gráfica permanece ese espíritu. Centrada en sus años en el frente oriental, el protagonista cabila cómo los soldados se enfrentan a unas condiciones de vida espeluznantes, se juegan la vida a diario, conviven con la muerte a fin de cuentas, y con los cadáveres que deja, mientras los responsables de que estén ahí no asoman la cabeza.
Es muy interesante cómo el cómic comienza con colores cálidos, con alto contraste, cuando narra la vida del niño jornalero en el sur de España y cómo pasa, irremediablemente, al frío gélido de los azules, blancos y negros de la guerra en Rusia, siempre de noche, a temperaturas casi polares, para volver, finalmente, otra vez a colores abrasadores cuando, en 1942, llega la primavera y los soldados están en mitad de la nada en un paisaje de grandes llanuras secas o de bosques de barro y agua.
Los que hacen la guerra codo con codo se despiden en este punto. Uno era un maestro de escuela que también se enroló en la División Azul para limpiar su pasado. Un caso célebre de esa decisión es el del valenciano Luis García Berlanga, que tuvo que hacer lo mismo como consecuencia de las ideas de su padre (aunque este hubiera sido perseguido por los anarquistas antes de ser atrapado por los franquistas). Los convencidos, si es que no habían tenido suficiente con un invierno, siguieron reenganchándose y en retirada con los alemanes hasta Berlín. Una situación que llegó a comprometer a Franco, que ya estaba iniciando la desnazificación sobre todo de puertas afuera.
Las memorias, como explicación histórica, nunca se pueden leer aisladas. Los protagonistas tienden a acoplar la memoria a su propia causa personal, a veces involuntariamente. Es preciso siempre acompañarlas de obras de referencia y otras memorias para poder tener una visión en perspectiva. En esta obra, cualquiera que domine el periodo, encontrará que no hay nada fabuloso. Son hechos muy comunes en aquel tiempo los que vivió el señor Recuero. El veterano dibujante Víctor Barba lo que ha hecho es imprimirles un toque más pesimista y desencantado incluso de lo que reflejaban las memorias. Una atmósfera propia del género bélico crepuscular en el que la guerra empuja a los hombres al nihilismo y a la pérdida de su condición humana como condición sine qua non para su supervivencia. La guerra sin héroes.