VALÈNCIA. La novela cuenta cómo Smila abre la pequeña ranura en la cabeza del pene de su amante para poder introducir en ella el clítoris y hacerle el amor, me dice el hombre que hay al otro lado del pasillo del autobús. Tiene más de setenta años. Me mira sin saber cómo seguir, un poco avergonzado. Yo le respondo que recuerdo esa escena, que también me llamó la atención esa práctica sexual que describe la novela. Entonces cambio de tema. Lo que más me gusta son las descripciones que hace el escritor de los tipos de nieve y hielo, comento. Pruebo tirando del tópico: ¿Sabe que en inuit hay más de veinte palabras para decir “blanco”? Claro, como todo es blanco necesitan que su idioma tenga esos matices… Pero él continúa con lo suyo: ¿Crees que eso, lo que pone en la novela, lo harán los esquimales?
Le respondo que no creo. En ese momento el autobús se detiene en mi parada del Pont de Fusta. Los dos nos levantamos. También es la suya. Me sonríe. Baja con dificultad. ¿Y crees que es verdad eso de que los esquimales son tan hospitalarios que te ofrecen a su mujer?, pregunta cuando los dos estamos ya en la calle. A pesar de saber la respuesta y de tener muchas ganas de contársela, voy con el tiempo justo, así que zanjo el tema: Yo estuve en Groenlandia y nadie me ofreció a su mujer, bromeo. Él ríe. Nos despedimos. Vamos en direcciones contrarias. A los pocos segundos me giro.
Si va a viajar a Groenlandia este verano, cosa que le recomiendo porque se está fresquito y no está nada masificado, no debe llamarlos esquimales, le digo. Es un insulto que les pusieron sus enemigos. Significa “comedores de carne cruda”. Cuando esté allí recuerde que ellos quieren que los llamemos inuit.
Esta conversación la tuve hace un par de años en un autobús de línea, volviendo a casa desde el trabajo. El señor estaba sentado cerca de mí, inmerso en la lectura de la novela de Peter Hoeg, La señorita Smila y su especial percepción de la nieve y no pude evitar comentarle que casualmente la acababa de leer durante mi viaje a Groenlandia y, a pesar de ser policiaca, un género que me aburre soberanamente, me había encantado. Sus ojos brillaron: al fin podía comentar con alguien ese pasaje sexual que tanto le había turbado.
Me habría gustado hablar más con él, explicarle que todas las tribus que vivían en climas extremos como los inuits o los tuaregs debían ser hospitalarias porque de ello dependía la supervivencia. Dar comida y refugio al viajero puede salvar su vida. Y ofrecer o intercambiar a tu mujer no es algo tan extraño en algunas culturas. De hecho, en tribus muy aisladas, son los hijos engendrados por los extranjeros los que introducen sangre nueva, evitando de esta forma los problemas genéticos derivados de procrear siempre dentro de un mismo círculo cerrado de gente.
Pero estamos en el siglo XXI, así que espero que nadie vaya a Groenlandia esperando acostarse con la mujer de nadie. Y también espero que ese detalle no disuada a nadie de visitar el país (que no lo es porque depende de Dinamarca).
¿Qué mejor destino para escapar del calor asfixiante de agosto?
La mayoría de las cosas que sé de la cultura tradicional de esa remota isla al norte del norte provienen de mis lecturas, principalmente del libro del antropólogo Francesc Bailón, Los poetas del Ártico, pues en Groenlandia me fue imposible establecer relaciones con los nativos más allá de comprar chicles o refrescos en alguna tienda. Los pueblos son diminutos y apenas hay nadie por las calles a quien dirigirte.
Sabiendo que su tasa de alcoholismo es muy elevada, una noche entré al único bar que encontré en todo el viaje esperando conocer muchos groenlandeses… pero aparte de pertenecer a un hotel, no había nadie. Ni extranjero ni nativo.
Y la camarera prefirió mirar el móvil antes que hablar conmigo.
El libro de Bailón cuenta con todo lujo de detalles la historia y las costumbres del pueblo inuit, como las batallas de canciones, similares a las actuales batallas de gallos, pues también consistían en improvisar insultos con ingenio. Con la peculiaridad de que esas batallas eran los juicios que resolvían los conflictos dentro de la tribu: quien ganaba la batalla, ganaba el juicio. Lo que suena extraño, pero hasta hace poco aquí nos batíamos en duelo esperando que Dios salvase al inocente…
Bailón también desmonta algunos tópicos: los iglús eran un refugio bastante inusual y frotarse la nariz no es su forma de besarse. Así que todo lo que sabemos de Groenlandia (iglú, beso y ofrecimiento de la mujer) es falso.
Al menos es cierto que pescaban haciendo un agujero en el hielo, aunque hoy en día solo lo hacen si el turista paga por tener una experiencia auténtica que poder colgar en Instagram.
Otra lectura interesante que podemos meter en la mochila, junto a las botas de montaña (los tacones dejadlos en casa esta vez) es el pequeño recopilatorio de relatos de viaje del periodista Ander Izagirre, Groenlandia cruje. Su título hace referencia a los crujidos de los icebergs, un sonido habitual cuando paseas por los silenciosos caminos de la isla. Es un libro muy breve que habla sobre los problemas políticos y sociales a los que se enfrenta una población que ha cambiado en dos generaciones el kayal y el arpón por los subsidios del gobierno danés, y ahora se sienta en el porche de casa sin saber muy bien qué hacer: alcoholismo, depresiones, suicidios, caza de turistas en sustitución de la caza de focas… También habla de la leyenda de los kivigtok, hombres que se adentraban en el desierto helado que ocupa la mayoría de la isla y volvían transformados en seres mágicos.
El kivigtok no es la única leyenda. Los groenlandeses creen, como sus vecinos islandeses, en todo tipo de espíritus: ogros, elfos, trolls, brujas… La novela de Sarah Moss, Tierra fría, aprovecha esta visión un tanto intimidante de Groenlandia, donde cada cierto tiempo algún caminante desaparece entre la niebla (no es extraño debido a las cambiantes condiciones climatológicas) y donde, entre las sombras de un invierno sin apenas sol, cualquier figura parece amenazante. Es una novela bastante normalita sobre unos arqueólogos que estudian unas viejas tumbas, aislados en sus tiendas de campaña, y empiezan a ver cosas extrañas…
Pero si os interesan leyendas verdaderas, lo mejor es leer La saga de los groenlandeses / La saga de Erik El Rojo, escrita en el s. XIII. Las sagas vikingas son muy interesantes porque casi todas son contemporáneas (esta no lo es) a las cosas que cuentan. Lo malo es que muchas veces, en la mayoría, no hay gran intención literaria. Esta no está mal, aunque hay que leerla como lo que es, obviamente. Cuenta la llegada de Erik El Rojo a Groenlandia (echado de Islandia por pelearse con todos), el difícil asentamiento y cómo engaña a los islandeses llamándola Greenland (tierra verde) para que otros se animen a ir...
No hay demasiadas cosas publicadas en español. La novela de Tété-Michel Kpomassie, El africano de Groenlandia, la novela primeriza de Kerouak, El mar es mi hermano, la novela coral de Kim Leine, Tunu… pero voy a acabar con un libro de couching espiritual. De sabiduría ancestral de esos que están tan de moda. El libro de Angaangaq, Escucha la voz del hielo en contra de todo pronóstico me pareció un libro muy interesante. El chamán inuit habla sobre las creencias de su pueblo. Sus enseñanzas, cercanas a la espiritualidad oriental (apego a la naturaleza y creación de redes en lugar de jerarquías) son bastante inspiradoras. Cuenta, por ejemplo, cómo en los pueblos inuit se celebra cualquier cosa porque es una forma de reivindicar la vida. La primera trucha que pesca un niño puede convertirse en una gran fiesta compartida donde todos comen un pedacito convirtiéndolo así en proveedor de todo el pueblo. Cualquier acontecimiento es una excusa para la celebración.
¿No es un gran consejo?
(Por cierto, si te quedan algunas dudas sobre si hacer o no este viaje, en agosto el cielo de Groenlandia se llena de auroras boreales. ¡Y nadie quiere morir sin haber visto antes auroras boreales!)