VALÈNCIA. El pasado 7 de marzo el cardenal francés Philippe Barbarin, uno de los prelados con más poder de la Iglesia católica francesa dimitió tras ser condenado por la justicia de su país por haber ocultado durante más de treinta años delitos de pederastia en su jurisdicción, la diócesis de Lyon. A lo largo de este tiempo, el padre Bernard Preynat, encargado de los campamentos de boy scouts, ejerció como un auténtico depredador sexual entre los niños más pequeños, generando en ellos secuelas físicas y psicológicas irreversibles.
Tuvieron que pasar décadas para que sus víctimas se atrevieran a hablar. Sentían vergüenza, rabia, algunos habían logrado pasar página, otros no, pero en cualquier caso la herida siempre quedó abierta. Unidos crearon un colectivo que a través del nombre “La palabra liberada” se encargó de hacer públicas sus terribles experiencias al mismo tiempo que luchó para obtener una sentencia que no solo condenara al padre Preynat, sino también a su superior, encargado de silenciar la situación y responsable por tanto de que continuara ocurriendo con total impunidad.
Justo un mes antes de que dimitiera Philippe Barbarin, se presentó en el Festival de Berlín una película que precisamente recogía todos estos hechos mientras el proceso judicial todavía se encontraba en marcha y no se sabía cuál sería su resolución. Se trataba de Gracias a Dios, dirigida por François Ozon y tanto su enfoque radicalmente alejado del sensacionalismo como la serenidad y el pulso contenido que imprimía el director a la hora de contar una historia tan turbia de una manera tan elegante y aséptica provocaron una enorme sorpresa en el certamen, alzándose finalmente con el Gran Premio del Jurado.
Ozon había sido un director hasta el momento tan prolífico como errático. Se convirtió en enfant terrible a lo largo de la segunda mitad de los noventa. Debutó con la comedia ultra negra Sitcom (1998) después de una estupenda trayectoria en el corto y mediometraje. Adaptó al Fassbinder, jugó a ser Hitchcock, hizo musicales kistch, dramas sobre la muerte, sobre las relaciones de pareja, sobre bebés voladores y sobre transexuales. En cada película ha mutado de estilo radicalmente dependiendo de las circunstancias. En ocasiones podía ser extremadamente frívolo y en otras grave y reflexivo. Ha practico el thriller, la comedia, el drama histórico y ha abordado temas incómodos en torno a la exploración de los deseos más ocultos.
Gracias a Dios tiene poco que ver con el resto de su filmografía, más allá de que en ella siempre encontremos personajes que se ocultan bajo la máscara de las apariencias. Es la primera vez que se basa en un hecho real y la trama se sustenta detrás de un exhaustivo proceso de documentación. Desde el primer lugar tuvo claro que eran las víctimas las que tenían que tomar la palabra y contar la historia desde su perspectiva, más allá de cualquier consideración judicial o religiosa.
Se reunió con Alexandre Dussot-Herez, el primero que denunció los hechos (en la película interpretado por uno de los actores fetiche de Ozon, Melvil Poupaud) y a través de él comenzó a recabar información. Su primera idea fue hacer un documental. Finalmente opto por ficcionalizar los hechos, aunque algo de ese acercamiento meticuloso, detallado y de esa mirada inquisitiva y anclada en la realidad se encuentra presente en la película.
Durante un tiempo el director ocultó cuál era en realidad el tema del que estaba tratando para evitar posibles represalias y llamó a su proyecto “Alexandre”. Eso no evitó la polémica cuando se estrenó en el Festival de Berlín, acusándola de atentar contra la presunción de inocencia durante el proceso judicial en curso.
Pero Gracias a Dios, además de poner de manifiesto la hipocresía de la Iglesia y la doble moral sobre los casos de pedofilia, se centra en el proceso que sufrieron las víctimas a la hora de liberarse de su culpa, de sus traumas y de su pasado. Comienza precisamente con Alexandre y su toma de conciencia, de su necesidad de escarbar en su fe cristiana y en las contradicciones de la institución religiosa. Durante la película asistimos a un continuo proceso de cuestionamiento, de las creencias, de la justicia, de la institución eclesiástica y por encima de todo, del perdón, de lo que significa, de si es o no posible en ciertos casos y del alcance simbólico que conlleva el acto en sí. ¿A quién libera realmente, al que perdona o al perdonado? También de la inocencia como paraíso perdido cuando es mancillada.
Cuando parece que está agotada la historia de Alexandre, que representa el éxito profesional y familiar, la imagen del hombre sin fisuras, creyente y padre de cinco hijos, el director pasa el testigo a otra víctima, totalmente diferente, François (Denis Ménochet), ateo y de carácter más impulsivo, y se centrará en sus vivencias y en los conflictos que los hechos desencadenaron en la relación con sus padres y con su hermano. La cadena de relevos se irá poco a poco expandiendo hasta llegar a Emmanuel Thomasin (un excelente Swann Arlaud), de naturaleza mucho más frágil y condenado al fracaso personal tras las agresiones sexuales de las que fue objeto.
Gracias a Dios opta por situar la palabra en un lugar predominante. Los protagonistas se comunican a través de correspondencia (cartas, mails) a la que accedemos a través de sus correspondientes voces en off. Es la forma que tiene Ozon de acceder a los pensamientos internos de los personajes y también a sus contradicciones y a sus miedos más profundos, siempre desde el más profundo respeto.
Sin duda se trata de la película más austera de François Ozon, también la más valiente a la hora de escarbar en un tema tan doloroso de una forma tan pulcra y pudorosa, sin estridencias, sin caer en la demagogia ni el amarillismo. Puede que en ocasiones sea demasiado ceremoniosa, pero nunca cae en la tentación de la falsa trascendencia.