VALÈNCIA. Suena el timbre. Un mensajero. Me pongo la mascarilla. Abro la puerta. Cierro la puerta. Me quito la mascarilla. Abro el paquete. Un libro. Un disco. Un cachivache que dentro de cuatro días ya no me servirá para nada. Dejo el libro apartado y visible. Escucho el disco. Observo las estanterías. Falta muy poco para que estén de nuevo rebosantes. Llegará el día en que los objetos que acumulo y atesoro copen el espacio y yo sea el invitado en mi propia casa. Gran parte de esos objetos hablan o tratan sobre manifestaciones culturales de esa época que ya concluyó. Hopper, Kubrick, Warhol, Dalí, Bowie, Dylan, Saville -que cada cual complete la lista a su antojo- nos estaban contando el fin de una época que nadie intuía que se estuviera terminando. Nosotros tampoco lo sabíamos. Ni mis estanterías. Que no haya espacio para más cosas se me antoja como una señal más.
Repaso la lista de reediciones que empiezan a llegar a las tiendas en estos días. Todo son versiones ampliadas (en las notas de prensa de las discográfica se refieren a ella como versiones expandidas, como si se tratara de un bulo). Ampliada significa que al disco original le añaden una serie de maquetas, versiones alternativas -casi siempre irrelevantes en ambos casos-, conciertos, vídeos y en definitiva, todo lo que contribuya a crear la ilusión de que realmente necesitas tener ese disco otra vez. Busco la excusa para intentar prescindir de la reedición del New York de Lou Reed pero veo que incluye un ensayo sobre la relación entre sus letras y los versos de Poeta en Nueva York de Lorca y muerdo el anzuelo. Tener el mismo disco una y otra vez es una forma de hipnosis. Con cada nueva reedición creo revivir aquel momento ya lejano en el que escuché el original por primera vez. Y eso, al carpintero al que le tengo que encargar nuevas estanterías a medida sin duda le hace muy feliz.
Llamo a Joey Demento. Como es fan de Prince, hablamos sobre la reedición de Sign O`The Times (Warner Music). Vale una auténtica fortuna, nos quejamos. En mi caso, plantearse comprar un artefacto tan caro es impensable. No sé si dentro de tres meses estaré haciendo malabares en algún cruce de grandes avenidas para poder comer, así que es ridículo plantearse comprar cosas sin las cuales puedo vivir perfectamente, pero que, sobre todo, no puedo pagar. Mi amigo Ximo Blau me regaló este verano la reedición de 1999 -que también era caudalosa en contenido-. Dije: Qué bien, gracias, querido amigo, pensaba que me iba a quedar sin ella. Y a la semana anunciaron la de Sign O’The Times. Y ahora ni Ximo ni Joey Demento ni yo sabemos qué hacer para poder tener esa caja que requiere una inversión desmedida. Qué poco duran las ilusiones consumistas en estos tiempos de capitalismo caníbal. Aunque es mucho peor verte lanzando el diávolo al aire delante de una fila de conductores cabreados que disfrutarían atropellándote.
Con Joey Demento hablo también del nuevo libro de Antoni Martí Monterde: Stefan Zweig i els suïcidis d’Europa (Lleonard Muntaner Editors), un ensayo que revisa y analiza la importancia de un escritor más que arraigado en el mundo editorial español -lo que suele llamarse long seller, alguien que vende muchos libros a largo plazo- cuya popularidad, señala el profesor Monterde, no siempre está basada en los aspectos más significativos de su obra. Lo comento con Joey porque, consciente como soy de su interés en Zweig (como estudia alemán, sabe pronunciar bien su apellido; tomo nota, es casi como si dijeras Suay). Algunos de los libros que tengo del vienés son un regalo suyo. Y hay una frase que leí en 24 horas en la vida de una mujer, que subrayé sin dudar y que ahora, muchos años después, entiendo por qué: “La vejez no significa nada más que dejar de sufrir por el pasado”. En este libro de Martí Monterde emerge de nuevo el Café como punto neurálgico en la cultura europea del siglo XX, un tema al que ya le dedicó un libro titulado L’erosió. “Això és el que es fa als Cafés: oblidar a qui esperem per, de sobte, retrobar-nos en una explicación, recordar la promesa d’un sentir per a la nostra vida, un sentir escrit però perdut” (1) escribe en la introducción. Es una de esas definiciones que resultan tan cautivadoras que prenden como una llama. En unos diarios que publicó hace unos meses (L’home impacient, Edicions del Bullent, 2020, Premio Josep Vicent Marqués 2019 de los Premis Ciutat de València), Martí Monterde escribía cosas como “No m’agrada viajar. M’agrada anarme’n” (2); o “No necessito retrobar el temps perdut. Necessito retrobar la pèrdua” (3). Frases que podrían abrir ellas solas una novela.
Durante un paseo por la playa, una persona me dice que le ha gustado mucho mi novela. Como estamos en la playa y la mascarilla no es imprescindible, creo que se me ve sonreír un poco azorado. Cuando alguien me dice que le ha gustado algo que he escrito me siento como si lo hubiera escrito otro. Si hablamos de las novelas, la sensación empeora. Por encima de todo, escribo para quedarme en paz, pero si lo que escribo no le gusta a los demás, no sirve de mucho. Me alegra que un lector me diga que le gusta lo que he publicado aunque no sepa qué cara poner. Necesito que me lo digan y a la vez, cuando me lo dicen siento que me vacío un poco. Eso mismo hace que me empeñe en seguir escribiendo, para dejar atrás lo ya escrito que, al fin y al cabo, ya no me pertenece (retrobar la pèrdua). Porque mientras escribo, soy todopoderoso. Y cuando alguien me dice que le gustó mucho una frase, un final de párrafo, un capítulo, yo les contaría la versión expandida, con todos los detalles sobre cómo se me ocurrió, a qué libro quería imitar o cualquier cosa así. Este verano, en la playa, me fijaba en los libros que leía la gente, con la secreta esperanza de descubrir a alguien leyéndome a mí. No hubo suerte. Todo el mundo leía las memorias de Woody Allen, con ese título perfecto: A propósito de nada (Alianza Editorial). Mi fantasía es encontrarme con alguien que me diga que mi libro le ha gustado tanto que le encantaría acostarse conmigo. Por ahora, creo que solamente van a querer acostarse con Woody Allen.
(1) Eso es lo que se hace en los Cafés: olvidar a quién esperamos para, de repente, reencontrarnos con una explicación, recordar la promesa de un sentido para nuestra vida, un sentido escrito pero perdido.
(2) No me gusta viajar. Me gusta marcharme.
(3) No necesito reencontrar el tiempo perdido. Necesito reencontrar la pérdida.