MEMORIAS DE ANTICUARIO

Estados Unidos es para el verano. América está de moda

Regularmente han ido apareciendo hasta convertirse en fenómeno de época las ficciones neoyorkinas de Paul Auster, Don DeLillo, Thomas Pynchon o Carson McCullers

19/06/2017 - 

VALÈNCIA. Un vasto territorio sin pasado. Grandes llanuras interminables, montañas rocosas, lagos inconmensurables. Emigrantes, rancheros, indios nativos. Negros trabajando en campos de algodón. Irlandeses, polacos, alemanes, desembarcando en el puerto de Nueva York. La promesa del oro. La esperanza del nuevo mundo.

La historiografía europea, con todas sus instituciones académicas en guardia, alimentó el mito de que aquella era una tierra vacía, sin pasado y sin tradición, y que la cultura próspera que su Modernidad puso en marcha desde el siglo XVIII debía ponerse a la altura de las grandiosas culturas europeas.

Francia, Alemania e Inglaterra formaban la triple entente que patrimonializaba la alta cultura del continente. Italia o España completaban un marco de referencia que excluía de la literatura europea todo lo que sucedía en la periferia: desde los países pequeños (Bélgica, Holanda, Irlanda...) a los países escandinavos o allende el imperio austro-húngaro. Aún hoy podríamos explicar la cadena romanticismo-realismo-naturalismo-vanguardias, es decir, la historia de la literatura moderna, con nombres franceses, ingleses y alemanes únicamente. El resultado sería eficaz, porque la historia ha sido construida con estos patrones. Y sin embargo, sería incompleto.

La gran novela americana, de nuevo

Hablábamos hace unas semanas de cómo la crítica había acogido con suma frialdad El gran Gatsby, la novela de Francis Scott Fitzgerald publicada en 1925. Fue considerada frívola y banal, pues mezclaba juventud y melancolía, lujo y desamor, desdenes, venganzas y desaires nada caballerosos hacia las damas, vulgares peleas entre los hombres, falta de profundidad y falta de interés por la vida. Era menos intensa de lo que se exigía en literatura: hoy sabemos que la importancia y la intensidad en la vida son cosas bien distintas.

Scott Fitzgerald se apresuró a retratar una época anestesiada por la Gran Guerra que intentaba vivir en un mundo desconcertante. Optimista, quizás. Con ese optimismo de quien se sabe frágil, vulnerable y atormentado. El brillo del dinero, la atracción del poder, la extravagancia de las joyas, las fiestas y los campos de golf de Long Island. Pero sobre todo cundió en la esfera literaria mundial un ansia de novedad, una necesidad de contar exactamente cómo estaba cambiando el mundo, y se observó a América como el continente que podría inaugurar una nueva etapa en la historia de la humanidad, luego de que Oswald Spengler decretara en 1918 la decadencia de Occidente (es decir, Europa).

Cierto es que en el siglo XIX Edgar Allan Poe había sido una celebridad mundial, al igual que en poesía habían sido reconocidos Walt Withman, Emily Dickinson, Mark Twain, Henry James o Heman Melville, cuyos mitos basculan aún entre la épica de Moby Dick y el absurdo de Bartleby el escribiente. Pero el siglo XX, prometía superar a tradiciones que habían construido su supremacía a través de los siglos.

Los primeros en materializar esa promesa fueron Pearl S. Buck, quien escribiría desde China y sobre China aun siendo estadounidense, y sobre todo T. S. Eliot y William Faulkner, quienes recibieron en los años cuarenta sendos premios Nobel y quienes marcaron a generaciones de poetas y narradores. Con ellos, quedaba reconocida una generación sobresaliente con John Steinbeck, Ernest Hemingway y John Dos Passos, que evolucionaría hacia formas más cronísticas o periodísticas en los sesenta y setenta: Norman Mailer, Tom Wolfe y el grandísimo Truman Capote.

Ciencia ficción, terror, misterio, policial... viejos géneros en un nuevo mundo que empezaba a colarse a través de las grandes superproducciones de Hollywood, creando un nuevo epicentro cultural que compitiera con fuerza frente a las tradiciones. Dashiell Hammet frente a Agatha Christie. Ray Bradbury frente a H. G. Wells. Philip K. Dick frente a Julio Verne. Raymond Carver frente a Arthur Conan Doyle. Tennessee Williams frente a Friedrich Dürrenmatt. John Kennedy Toole frente a Franz Kafka. El vitalismo sucio y descarnado de la Beat Generation de Jack Kerouac, William S. Burroughs y Allen Ginsberg frente al existencialismo francés de Albert Camus o a la militancia de Sartre. Lo Beat era otra forma de militar: “the world is a beautiful place to be born into if you don't mind happiness” (Lawrence Ferlinghetti).

Tales nombres aguantan tales comparaciones.

The New Wave

Regularmente han ido apareciendo hasta convertirse en fenómeno de época las ficciones neoyorkinas de Paul Auster. Lo azaroso, lo inaprehensible de la existencia humana, la ligereza o la arbitrariedad lo acercan al humor y al desconcierto, como las vacilantes historias de Woody Allen. De Philip Roth lo esperábamos todo, menos que Bob Dylan le arrebatara el premio Nobel en una extravagancia de la Academia Sueca. Esperábamos que predijera el auge del supremacismo blanco con Donald Trump en La conjura contra América, o que explicara cuáles eran las esencias de esa ideología del éxito dominante en la Pastoral americana. Don DeLillo fue otro de los fenómenos de los noventa que relató el amor después de la guerra fría. El amor, los ideales, el dinero y aquel pasado que nos obligamos a esconder en Submundo, o aquel presente que somos incapaces de controlar: en Punto Omega habla de la guerra de Irak como el nuevo Vietnam que deja a miles de jóvenes anclados en el horror.

El culto a Paul Auster o a David Foster Wallace no es comparable a la fe con que una minoría extraña recibe las novelas de Thomas Pynchon, publicadas a cuentagotas, tachadas como ilegibles por jurados como el Pulitzer y alabadas por la crítica especializada.

De última hora, aunque muy bien recibido, es el culto por las desaparecidas Sylvia Plath, Lucia Berlin y Carson McCullers, las tres desaparecidas hace décadas y reivindicadas en la actualidad con nuevas ediciones de gran tirada, con menciones y lecturas que las regresan tanto a la actualidad como a la tradición, esa paradoja de los descubiertos tardíamente. En el caso de Plath, Berlin y McCullers se añade un elemento no menor: la masculinización del panorama cultural hace que las operaciones de rescate de lo femenino sean fecundas, restañen en cierta medida la injusticia del olvido e incorporen a la biblioteca de los clásicos un buen puñado de nombres y títulos de extraordinaria calidad: Manual de mujeres de la limpieza, El corazón es un cazador solitario, Iluminación y fulgor nocturno, La balada del café triste, El mudo y otros textos, Tres mujeres, la poesía o los Diarios de Sylvia Plath.

Este rescate allana el camino a otras escritoras extraordinarias. Tal es el caso de Joan Didion, quien escribió en 2004 El año del pensamiento mágico, la conmovedora novela sobre el primer año de duelo a la muerte de su marido. Este 2017 nos ha deparado un nuevo rescate: Según venga el juego, una novela sobre los espacios invisibilizados de la mujer de la década de los sesenta. Sintomático que llegue con décadas de retraso.

Avanzando y retrocediendo, creando genealogías, recuperando nombres e integrándola en una cultura audiovisual enorme. Así se cuentan hoy los Estados Unidos.

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