la nave de los locos / OPINIÓN

España debe jugársela

Todos estamos pendientes del pulgar del juez Marchena. Si el Tribunal Supremo condena a los golpistas catalanes a penas de cárcel, no debe haber medidas de gracia para ellos. Ni indultos ni amnistía. El Estado se juega su crédito en el cumplimiento de la sentencia. Luego habrá que esperar la reacción del separatismo y actuar en consecuencia

7/10/2019 - 

El 16 de febrero de 1936 el Frente Popular ganaba las elecciones al bloque de derechas por un estrecho margen de votos. Investigaciones posteriores como las llevadas a cabo por los historiadores Roberto Villa y Manuel Álvarez en el libro 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, cuestionan la limpieza del escrutinio. 

De las urnas salió un gobierno de izquierdas en minoría, presidido por don Manuel Azaña. Una de sus primeras decisiones fue amnistiar a los condenados por participar en la revolución de Asturias y el golpe de la Generalitat catalana contra la II República en 1934. Uno de los beneficiados fue Lluís Companys, a quien el Tribunal de Garantías Constitucionales le había impuesto 30 años de cárcel por un delito de rebelión militar. Había proclamado “el Estado catalán” dentro de una inexistente República federal española. En junio de 1935 fue enviado al penal del Puerto de Santa María (Cádiz), donde cumplió menos de un año de condena.    

Luego, Companys, restablecido como presidente de la Generalitat, conspiró todo lo que pudo contra el régimen republicano en la guerra civil. Azaña, que denunció esta actitud, se sintió un prisionero de Companys, según revela en sus diarios. Es la deslealtad, cuando no la traición, que practican siempre los nacionalistas catalanes (Macià, Companys, Pujol, Mas, Puigdemont y Torra) contra el Estado que les mantiene y es el origen de su legitimidad como gobernantes. 

El error Companys, es decir, la posibilidad de indultar o amnistiar de nuevo a golpistas catalanes, puede repetirse. En vísperas de la sentencia del Tribunal Supremo, que puede conocerse entre el 10 y el 14 de este mes, conviene anticipar el pulso que el independentismo catalán —tal vez con el respaldo de cierta prensa extranjera y algún organismo internacional— le eche al Estado español.  

Acabar el trabajo de los jueces

En las próximas semanas, España vivirá un momento crucial de su historia reciente. Ahora se trata de acabar el trabajo iniciado y desarrollado por la judicatura con el respaldo de la Guardia Civil y la Policía nacional, sin olvidar el discurso providencial de Felipe VI el 3 de octubre de 2017. Sería un despropósito dejar esta tarea a medias. El Estado se juega su autoridad en el cumplimiento íntegro de las condenas, sean estas por rebelión (que muchos deseamos) o por sedición. 

Si la sentencia les resulta desfavorable, Junqueras, los Jordis y el resto de golpistas deben cumplir hasta el último día de condena, a ser posible en el penal de Chafarinas y no en hoteles de cinco estrellas como hasta ahora. 

Si esto no sucediese, si el Gobierno nacido de las urnas el 10 de noviembre volviese a transigir con el independentismo en nombre de la convivencia y de una mal entendida magnanimidad, el separatismo, acostumbrado a no cumplir la ley, se habrá salido otra vez con la suya. Recibirá el mensaje de que nunca pagará por las facturas de intentar romper un país y fracturar la sociedad. 

Si al final se desestima cualquier medida de gracia para los golpistas, España debe estar preparada para la respuesta del separatismo. La historia demuestra que en los momentos decisivos, los dirigentes del independentismo han carecido de la valentía y el coraje necesarios para llevar el sueño de su República catalana hasta las últimas consecuencias. Les preocupa, sobre todo, no perder su hacienda (la mayoría son unos burguesitos clericales) y, después, su libertad. 

Pero cabe otra posibilidad: que por una vez sean consecuentes con sus palabras y encabecen una estrategia de desobediencia civil contra las instituciones españolas. Ojalá lo hagan y así podamos medir nuestras fuerzas. Porque esto no va de democracia, ni de derechos humanos, ni autodeterminación; esto va, sencillamente, de quien tiene el suficiente poder para imponerse al otro. No hay más secretos. 

 

El juego se ha terminado

A los independentistas catalanes convendría decirles que no se lo vamos a poner fácil. Que nunca vamos a negociar en una mesa en Oslo. Que el juego se ha terminado. Que esto (la autonomía) son lentejas: las tomas o las dejas. Si quieren separarse de España, están en su derecho de intentarlo. Que imiten a los portugueses, los holandeses y los mexicanos. Ellos sí demostraron coraje, arrojo e inteligencia para desvincularse de la monarquía hispana. Pero tuvieron que pagar un precio dramático por ello. 

Si el independentismo logra sacar a un millón de personas a la calle durante una semana, España caerá por su propio peso. Y habremos de admitir la derrota. Pero si, como ha sucedido en otros momentos de la historia, los líderes independentistas se repliegan, a la espera de una ocasión más propicia, el Estado debe apretar y apretar a esa pandilla de cobardes con el peso de la ley y el auxilio de la razón. 

La Generalitat, que no tiene otra aspiración que la destrucción de España, debería ser suspendida sine die en virtud de un artículo 155 duro y duradero. El racista Torra tendría que ser detenido y encarcelado. La enseñanza y los medios de comunicación públicos habrían de quedar bajo control estatal. 

En este tiempo, que forzosamente tendrá que ser largo, mosén Junqueras tendrá muchos días, semanas y meses para rezar y seguir investigando sobre la Cataluña medieval, en la que es un reputado especialista. Como dijo el pobre gallego, hoy en horas bajas, no hay mal que por bien no venga.   

Si los independentistas catalanes quieren separarse de España, están en su derecho de intentarlo. Que imiten a los portugueses y los holandeses. Y demuestren coraje