el billete / OPINIÓN

Enterrar al padre

12/04/2020 - 


Detened los relojes, apagad los teléfonos,
echad huesos a los perros para que no ladren,
silenciad los pianos, y con tambores en sordina,
sacad el ataúd, dejad paso al cortejo…
(Funeral Blues, H.G. Auden)

Hay momentos importantes en la vida porque son únicos, irrepetibles. No hablo de primeras veces, sino de únicas veces. Caben en los dedos de una mano. Uno es nacer, pero de ese nadie se acuerda. Otro es morir; por eso nos preocupa la muerte digna, damos al moribundo un cariño desinteresado, nos escandaliza el final indigno de miles de ancianos estos días... Nadie recuerda su nacimiento y nadie recordará su propia muerte. Otro es enterrar a tu padre o a tu madre, y ese no se olvida.

Enterrar al padre es una actividad esencial en la vida, más que ir al supermercado, a comprar tabaco o a pasear al perro, pero el Gobierno y el resto de la clase política no lo entienden así porque están gestionando cifras, curvas, picos, test y aviones de China. Lo urgente no deja ver lo importante y el dolor inevitable se hace infinito sin ninguna necesidad.

En esta terrible crisis en la que el Gobierno hace lo que buenamente puede, eso nadie lo discute, le está saliendo una buena gestión social, una errática gestión económica, una mala gestión sanitaria y una pésima gestión funeraria, tanto en lo que respecta al momento de la muerte como a las honras fúnebres. 

Uno tiene la esperanza de que el periodismo sirva para algo. Dar voz a personas afectadas/olvidadas por decisiones de trazo grueso provocadas por la urgencia ha servido para que, después de muchas preguntas de los periodistas, la Conselleria de Sanidad Universal habilitara –tarde para muchos que ha muerto solos– una forma de comunicación entre enfermos que agonizan y sus familias, o para que rectificara el protocolo que impedía la presencia del padre en el momento del parto, un momento también único, pero no irrepetible. Irrepetible es enterrar al padre. Y eso, de momento, no lo han rectificado.

El pasado lunes, Loreto Ochando y Eva Máñez fueron a las puertas del Cementerio General de València y de su crematorio a ver qué estaba pasando con los entierros y las incineraciones, porque teníamos testimonios directos de injusticias clamorosas. Allí vieron y hablaron con dos familias que habían ido a enterrar a sus respectivos padres, fallecidos ambos de cáncer. Familias que tuvieron que elegir qué hijo o hija se quedaba fuera del cementerio porque una absurda norma dictada desde un despacho no permite que todos los hijos estén presentes en el último adiós.

El despropósito normativo es el siguiente, sea cual sea la causa de la muerte: "La participación en la comitiva para el enterramiento o despedida para cremación de la persona fallecida se restringe a un máximo de tres familiares o allegados, además, en su caso, del ministro de culto o persona asimilada de la confesión respectiva para la práctica de los ritos funerarios de despedida del difunto. En todo caso, se deberá respetar siempre la distancia de uno a dos metros entre ellos". Es el artículo quinto de una orden ministerial que entró en vigor el 30 de marzo. Una orden de dudosa constitucionalidad porque en ella es el ministro Salvador Illa y no el Gobierno ni el Congreso el que decide que a un entierro solo pueden entrar tres familiares. Lo que le había encargado el Gobierno en un real decreto era, en el caso de los entierros, "la adopción de medidas organizativas consistentes en evitar aglomeraciones de personas, en función de las dimensiones y características de los lugares, de tal manera que se garantice a los asistentes la posibilidad de respetar la distancia entre ellos de, al menos, un metro". ¿Cuatro o cinco familiares en un cementerio al aire libre es una aglomeración? 

El experto que perpetró esta orden ministerial –Illa siempre se escuda en los expertos, él qué sabe– debe de ser un treintañero, hijo único, que está en esa etapa de la vida en la que uno asiste a muchas bodas y a pocos funerales –cuando llegue a los 50 será al revés– y no imagina que pueda haber familias con tres, cuatro o seis hijos. ¿Familias numerosas? Eso es muy antiguo, años sesenta o setenta del pasado siglo, pensará el millennial. Pero se da la circunstancia de que esa generación es la que ahora está enterrando a sus progenitores y con esa norma está privando a mucha gente del derecho a enterrar a su padre o madre, una necesidad vital reconocida por todas las culturas y religiones desde la prehistoria.

Es un sinsentido que se permita entrar a 50 personas a la vez a un supermercado o que se deje subir a ocho al autobús pero se limite a tres personas la asistencia a un sepelio en un cementerio al aire libre y con metros cuadrados de sobra para mantener un metro de distancia entre personas. Este lunes el martes en la Comunitat Valenciana decenas de miles de trabajadores vuelven a reunirse con sus compañeros en las empresas "no esenciales" mientras el veto a un cuarto familiar en los entierros sigue vigente hasta que acabe el estado de alarma.

Y luego está lo del cura: se permite entrar al cementerio a cuatro personas si una de ellas es un cura o similar, pero si no hay cura, rabino o imam, no se permite que esa cuarta persona sea el tercer hijo que quería acompañar a su madre y sus hermanas. Ese es el nivel de los redactores de las normas –que tantas veces necesitan notas interpretativas y aclaratorias–, y ese es el nivel de algunos encargados de ejecutarlas que no están a la altura del momento que vivimos. "Estoy harta de que me digan que no tengo humanidad", le espetó la encargada de la puerta del cementerio a la hija de uno de los fallecidos. Si tanto se lo han dicho, a lo mejor es que no tiene la humanidad necesaria para atender a una familia doliente.

Raúl Gil Calomarde, que se quedó sin poder enterrar a su padre, hizo pública una carta de protesta dirigida al alcalde Joan Ribó y pidió un cambio en la norma para que no le ocurriera en el futuro a otras familias. Lanzó una propuesta muy razonable; tanto, que no entra en la cabeza de ningún político: que puedan asistir al funeral los familiares en primer grado, lo que limitaría la asistencia al cónyuge y los hijos –en algún caso, los padres– sin tener que elegir cuál o cuáles de ellos se quedan en la puerta.

Uno tiene la esperanza de que los medios de comunicación sirvan para algo, pero en este caso no ha sido así. Tras la publicación del reportaje "La cruel realidad de los entierros en València", la única preocupación del concejal de Cementerios era defender la "humanidad" del personal encargado de cumplir la orden, cuando esa no es la cuestión. Por cierto, tiene la versión de la familia agraviada y la del encargado de la contrata Sociedad de Agricultores de la Vega (SAV), pero también tiene la de dos periodistas que pasaban por allí y que consideran que el trato fue, efectivamente, inhumano.

La cuestión es que Raúl Gil pidió a Joan Ribó que instase al ministerio a un cambio de normativa; que cuando el mismo martes se le preguntó a la consellera Ana Barceló si no considera la norma excesivamente rígida se desentendió del problema y respondió: "El ministerio está velando por la salud de todos; por tanto, si ha marcado esta guía, estas directrices y este protocolo es a lo que tenemos que someternos"; que políticos de la oposición tuitearon el reportaje pero no movieron un dedo para cambiar las cosas porque mientras Les Corts están de vacaciones –un mes ya sin controlar al Consell– están callados recogiendo material para cuando escampe la guerra sanitaria y se desate la política; que el Síndic de Greuges, el Defensor del Pueblo y las organizaciones de consumidores, a los que también les ha llegado la queja, tienen sus tiempos y a lo mejor dicen algo en mayo...

La cuestión, en definitiva, es que esto viene ocurriendo desde el 30 de marzo, dos semanas ya, y salvo en aquellos cementerios donde hay humanidad suficiente para reparar la injusticia, mañana otra vez muchas familias tendrán que elegir qué hijo o hijos no pueden enterrar a su padre. "A ellos les tenía que pasar", dijo a la salida la madre de Raúl. No, señora, si les pasa a ellos entrarán cuatro, cinco, seis... los que haga falta.


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