VALÈNCIA. Es difícil calibrar desde esta latitud el papel que ha tenido Pierre Richard para la comedia en Francia, pero cualquiera puede hacerse una idea acerca de ello si decimos que sus películas junto a Gérard Depardieu en los 80 eran un taquillazo seguro. También lo es porque en el país vecino la altura a la que ascienden los artistas que elaboran una carrera tan amplia y enriquecedora para el cine les convierte en seres intocables. Algo similar a lo que puede suceder en Reino Unido con los músicos o en España con los futbolistas del Real Madrid. Toque lo que toque Richard, proponga lo que proponga, la industria y el público se convertirán en protectores incluso de películas tan nimias como En lugar del Sr. Stein.
El film escrito y dirigido por Stéphane Robelin es mucho más amable que una película de sobremesa de Antena 3 (que ya es decir, aunque el adulterio, la orfandad y las muertes violentas suelan ser el punto de partida). El tema es mucho más suculento que el resultado final de los poco más de 90 minutos de metraje: un anciano, abatido por la pérdida de su compañera vital, arrastra los pies por una vida que ya no parece abocarle a nuevos alicientes. De repente, de manera inesperada, el novio de su nieta acaba dándole unas clases de informática que le conectan a internet. Y allí, el mundano intelectual francés –el primero de una galería de tópicos–, se encuentra con la fantástica oportunidad de interpretar a Cyrano de Bergerac.
La referencia parece obvia, sobre todo tratándose de las variables galas de la narrativa. Pero nada más lejos de la realidad. Richard apenas se eleva unos milímetros para dar el mínimo interpretativo al proyecto. La amabilidad con la que se suceden los posibles conflictos del guión serían capaces de decepcionar a los corazones más tranquilos. La cámara se sitúa exactamente en cualquier sitio sin que la dirección aporte mucho más que una resolución de problemas que debían estar escritos en el primer folio del guión en el que se presentó una idea terriblemente simple. Y el tema, cabe insistir en ello, da para muchísimo más.
Uno de los asuntos peor retratados en el cine contemporáneo tiene que ver con el conflicto entre las generaciones a través de la tecnología. En parte porque, hace apenas dos o tres ciclos, el nivel educativo y el acceso a la información era muy limitado. Esas generaciones que dieron cuanto tenían porque los venideros nos agenciásemos una vida que no nos pertenecía, ese valor y ese aporte personal solo ha servido para que nos distanciemos dramáticamente. La comunicación entre las partes es gélida y la fibra óptica ha acabado por alejar los ritmos (y las conversaciones) hasta cotas insospechadas por cualquiera de los grandes autores de la ciencia ficción.
Robelin quiere contar una historia de amor, pero romántica al estilo en el que empiezas a sentir una profunda distancia con Francia y el modo en el que esa filosofía de vida puede entumecer el pensamiento de la gente corriente. Al estilo de "¡amaos!, es el sentido de la vida". Algo a lo que se le añade un uso desternillante del product placement francés: café à plein temps, cruasanes, peugeots, calles empinadas de París, vino chardonnay, orientalismo way of life y hasta un contrapicado de la Torre Eiffel antes del primer minuto de metraje. Y, mientras, tanto, en la historia que es aquello a lo que veníamos, poco más que tópicos.
Si antes de entrar a la sala leyeran la sinopsis y dieran la opción de describir su desarrollo y final, es muy probable que los espectadores spoilearan por completo lo que exhibe el director. Y esta vez no es una cuestión de no conectar con el humor francés: no hay ni una sola intención de provocar la carcajada en la película. Un leve temblor del labio superior en el momento más 'desatado' porque la película quiere ser amable hasta no decidir nada más que eso. Amable hasta la indeterminación. Si alguien puede asegurar que es una comedia no será un fan de Richard o Depardieu.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz