Que València vivió durante siglos de espaldas al mar es tan cierto como que el Puerto de València ha vivido y sigue viviendo de espaldas a la ciudad, en un desencuentro que no resultó especialmente incómodo hasta que la ciudad empezó a mirar al mar y se topó con un vecino arrogante que solo quitaba su mirada del horizonte para engrandecerse. No se quejará la Autoridad Portuaria de València (APV) de no haber hecho y deshecho a su gusto en aras del progreso.
La polémica de estos días sobre la ampliación norte del puerto y, en su caso, el ineludible acceso norte para evitar el colapso, me ha recordado la de hace 25 años cuando los responsables del puerto convencieron al Gobierno de Joan Lerma –del que formaba parte como conseller de Economía y Hacienda Aurelio Martínez, actual presidente de la APV– de que o se construía una zona de actividades logísticas (ZAL) en la zona de huerta que conectaba la ciudad con el parque natural de L’Albufera o el puerto de València estaba abocado a ser un puerto de tercera en el que ninguna gran naviera querría atracar.
El puerto es hoy, 25 años después, el primero de España y el quinto de Europa, pero no porque se arrasaran 65 hectáreas de huerta y se expulsara a decenas de familias de sus casas para construir la ZAL. La ZAL hasta ahora no ha servido para nada, no hay instalada una sola empresa 13 años después de acabarse las obras, lo que demuestra que aquello fue una engañifa que aumentó el recelo de los valencianos hacia los proyectos expansionistas del puerto, recelo que había despertado años atrás con el sacrificio de la playa de Nazaret para la expansión sur de los muelles y que continuó en 2007 con una inacabada ampliación norte con efectos en las playas del sur mayores de los previstos en la declaración de impacto ambiental.
Como vecino de València, uno se pregunta qué le da el puerto a la ciudad y solo ve números. Mucha riqueza, más import-export que nadie y mucho empleo, pero poco cariño tras la valla. El vecino arrogante pide crecer y crecer porque vamos a tener un megapuerto que será la envidia del Mediterráneo pero no ofrece nada a cambio. Bueno sí, el otro día cedió un terreno en Nazaret para un parque que se había comprometido a ceder en 1996 –a ritmo de ZAL– y también cedió el uso de La Marina cuando ya no le servía para nada, pero se reservó la propiedad porque a qué santo iba el Estado a regalar un centímetro cuadrado a la ciudad a la que tantos sacrificios ha pedido.
La controversia ha surgido estos días al sumarse el alcalde Joan Ribó y la consellera de Medio Ambiente, Mireia Mollà, a los movimientos ecologistas que con el objetivo nada disimulado de frenar la ampliación norte del puerto piden una nueva declaración de impacto ambiental porque, dicen, la que tiene caduca en diciembre y no recoge todas las actuaciones tras haberse modificado el proyecto.
Lo primero que hay que destacar es que la preocupación de Ribó por este asunto es reciente, ya que, como contó Valencia Plaza, tres días antes de las elecciones generales y autonómicas el alcalde no quiso apoyar una moción de Podemos que pedía precisamente eso, una nueva declaración de impacto ambiental. María Oliver retiró la moción a instancias de Compromís y PSPV pero incluyó esta reclamación en su campaña electoral de las municipales del 26 de mayo, cosa que no hizo Ribó, bien porque no le preocupaba la ampliación o bien porque temía que cuestionarla le perjudicase en las urnas.
Entrando en el fondo del asunto, la petición del alcalde no puede despreciarse sin más en aras del progreso porque el progreso ya no se mide solo en metros cuadrados. La ampliación norte es, desde el punto de vista comercial, muy positiva para el puerto y para la economía valenciana y además está parcialmente construida con los diques de abrigo, por lo que dejarla a medias sería tirar el dinero ya invertido y dejar en el mar un monumento como el del nuevo estadio del Valencia CF pero con forma de diques de más de cinco kilómetros de longitud. La ampliación es económicamente muy positiva, pero tiene sus inconvenientes, que deben ser medidos, reparados y compensados.
Se trata de una obra de ingeniería inmensa que, como era previsible, ha afectado a las playas del norte y el sur de la ciudad, haciendo crecer las del norte y dejando sin arena las del sur –sobre todo Pinedo y El Saler, aunque en El Perellonet también se han perdido varios metros–, que tienen que ser reparadas cada dos por tres con aportaciones de arena.
Dice la APV que al estar los diques de abrigo construidos, no habrá perjuicios adicionales al hacerse el resto de las obras en el interior, y añade el prudente Aurelio Martínez que lo que diga Puertos del Estado, que obviamente dice lo que dice la APV porque el puerto de València pertenece a Puertos del Estado.
Pero no es Puertos del Estado sino el Ministerio de Medio Ambiente y concretamente la Dirección General de Calidad y Evaluación Ambiental y Medio Natural –que redactó la declaración existente– la que debe decidir si la ampliación de 2019, que es sensiblemente diferente a la aprobada en 2007, merece otra declaración de impacto ambiental o una adaptación de la de hace doce años. No porque la ampliación no se vaya a hacer, que se hará, sino porque tenemos derecho a saber qué perjuicios va a llevar a las playas, por si caben modificaciones que reduzcan estas afecciones, y a que se añadan medidas correctoras.
La otra polémica es la del acceso norte. No se puede ampliar el puerto como se va a ampliar sin habilitar un nuevo acceso al recinto portuario. Es tan obvio que hasta el propio Joan Ribó ha dejado de oponerse al acceso norte. Ahora se opone al acceso norte con un túnel para camiones y aboga por un acceso solo para ferrocarril.
Los camioneros, que son parte interesada, se oponen, pero es una propuesta que debe ser contemplada. Para los ciudadanos, el paso de unos cuantos trenes siempre es preferibles al de miles de camiones, aunque sea bajo tierra.