Las lenguas y, en general, las Humanidades, son el arma que nos defiende del vacío de la ignorancia
VALÈNCIA. Hoy en día y, a pesar de que casi nadie elige carreras científicas o tecnológicas en la universidad, continúa usándose en términos peyorativos la frase “tú eres de letras”. Es un error seguir realizando ese tipo de distinciones en los niveles intermedios de enseñanza, cuando en realidad se intenta (al menos en los programas oficiales) que se mantengan unas mínimas exigencias en el manejo del lenguaje hasta el acceso a la universidad.
No voy a insistir aquí en el manido tema de que (con honrosísimas excepciones) los alumnos acceden a los estudios superiores con (cada vez) menor dominio de su propia lengua y, por tanto, mal equipados para enfrentarse a razonamientos complejos y abstractos, y no digamos si dichos argumentos se realizan en inglés. Tampoco voy a recurrir a las redes sociales como origen y motivo de todos los males que aquejan a nuestros jóvenes. Para qué.
Lo peor de todo este proceso es que las citadas carencias crean un género de desigualdad que es mucho más grave que la derivada meramente de las diferencias de nivel de renta de partida. Porque si lo único que diferenciara a los individuos cuando acceden al sistema educativo es su renta, dicha desigualdad puede corregirse si al final del proceso se garantiza que los resultados educativos lo sitúen en una nueva posición que le permita el ascenso social, determinada por su capacidad y por el aprovechamiento de las enseñanzas recibidas. En la era napoleónica este proceso debía dar lugar a la “aristocracia del mérito”, que debía sustituir a los aristócratas de sangre. En España, que copiamos el sistema napoleónico en la organización de la educación y de buena parte de la administración moderna, la idea era la misma.
Los franceses de hoy en día aún creen en las virtudes de la enseñanza pública, a pesar de sus imperfecciones. Prueba de esa visión es la película “Le brio” (traducida como “Una razón brillante” en España). El argumento sigue un esquema muy conocido: profesor de universidad brillante pero políticamente incorrecto que, tras un incidente en clase con una alumna de origen magrebí, la prepara para que participe (y lo hace con éxito) en una competición de debate universitario. Lo que destaca de la película no es, desde luego, su originalidad. Tampoco las actuaciones son en exceso destacables. Sin embargo, incita a la reflexión por dos motivos: en primer lugar, porque defiende la importancia de la retórica, la declamación y la oratoria, en suma, el poder del lenguaje (la elocuencia consiste en tener razón, la verdad da igual); en segundo lugar, porque parte del supuesto que cualquier estudiante francés que ingresa en la universidad, con independencia de su origen, habla bien su idioma. Es decir, tiene la capacidad de utilizarlo con intención y sutileza, comprende los matices y éstos guían sus argumentaciones.
¿Podríamos afirmar lo mismo de nuestros hijos universitarios? Nadie pretende que ganen concursos de oratoria, pero es evidente que deberíamos, tanto padres como profesores, ser más exigentes con el aprendizaje de lenguas y con el nivel de lenguaje que ellos usan. Es falso, sería engañarnos a nosotros mismos, que en carreras de ciencias no sea tan importante escribir correctamente o leer libros no científicos de forma regular. Se piensa, se razona, utilizando un idioma y las matemáticas y la programación no son sino lenguajes.
Hace un par de meses releí “1984” de Georges Orwell. La alienación de los “proles” procede, precisamente, de sus carencias lingüísticas. Los libros destinados a ellos se escriben utilizando procedimientos aleatorios, lo mismo que las canciones de moda, sin contenido aparente, machaconas y repetitivas. Pero incluso para los miembros del partido se crea la “neo-lengua”, caracterizada por la eliminación de sinónimos, matices y, en general, desnuda de riqueza y belleza. Es la manera de controlar el pensamiento de los ciudadanos, privándolos de su libertad y de la capacidad de cuestionar el sistema. Nadie puede, hoy en día, negar que Orwell fue un visionario. La lengua (todas las lenguas) se encuentran hoy en día sometidas a ataques constantes de carácter ideológico, precisamente de aquellos que sí comprenden la importancia de las palabras y que intentan imponer nuevas pautas sociales utilizando la corrección política como justificación. Son, en realidad, ejercicios de ingeniería social de los que sólo podemos defendernos con las mismas armas, con la palabra.
Uno de los ejemplos de estas prácticas es el (des)uso del adjetivo “nacional” en el lenguaje administrativo del Estado. Lo advertí por primera vez en la Ley de la Ciencia, alrededor del año 2009. En ella se sustituyó el Plan Nacional de Investigación por el Plan Estatal de Investigación. El antes llamado Plan Nacional fue creado en la década de los ochenta por el gobierno de Felipe González. El uso de este adjetivo no es una herencia del régimen franquista, sino (de nuevo) del napoleónico, donde existe, a día de hoy, el Ministerio de Educación Nacional. La razón esgrimida por la ministra Garmendia, responsable de la cartera durante la discusión de la Ley de la Ciencia, era que la Generalidad de Cataluña recurriría el nombre y lo ganaría. En los últimos años hemos asistido a la transformación de la Agencia Nacional de Meteorología por la AEMet, mientras que hoy en día funciona el Teatro Nacional de Cataluña, por ejemplo. Al despojarnos del adjetivo nacional para las instituciones españolas también se nos está privando, aunque no nos demos cuenta de ello, del concepto de nación aplicado a España, tal y como dice nuestra Constitución. ¿Por qué hemos renunciado a ella? ¿Quién ha tomado esa decisión?
La creación, el pensamiento crítico y la innovación son imposibles sin un adecuado dominio del lenguaje. Empobrecer la formación de nuestros jóvenes tiene efectos a largo plazo sobre toda la sociedad y debemos ser conscientes de ello. No se trata sólo de la enseñanza de lenguas, sino de las Humanidades en general: las materias como Historia, Filosofía y Latín, cuyo peso se ha reducido o, incluso, eclipsado, en los currículums de nuestros jóvenes, son el arma que los defiende del vacío de la ignorancia.