VALÈNCIA. Cuando veo un bebé, ya no me atrevo a decir si se parece a papá o a mamá. Hay una posibilidad demasiado alta de que solo tenga los genes de uno de los dos. Y de que los padres mientan al respecto. ¿A nadie le sorprende la cantidad de mellizos que han nacido en lo que va de siglo? Más del doble de lo que era habitual. Es una de las consecuencias de las técnicas de reproducción asistida: la proliferación de los embarazos múltiples. Sin embargo, muchas parejas no admiten públicamente haberse sometido a estas técnicas. ¿Por qué? ¿Qué problema hay en admitir algo así? ¿Por qué nos avergüenza tanto?
En pleno siglo XXI, mientras planeamos una visita tripulada a Marte y construimos robots inteligentes, seguimos manteniendo ridículos tabús propios de tribus paleolíticas, cuando las mujeres estériles eran expulsadas del grupo. Sin ir muy lejos, la recién estrenada segunda temporada de la serie Top of the Lake (Jane Campion, HBO) gira alrededor de la desesperación de las parejas que no pueden concebir, quienes en varias ocasiones muestran su indignación ante unas leyes y una sociedad incapaces de entender su dolor. Los problemas de fertilidad normalmente se quedan en el ámbito privado: en la familia y los amigos más cercanos. Más de la mitad de los niños de mi perímetro más íntimo han sido concebidos por técnicas de reproducción asistida. Varios de ellos utilizando donantes de esperma o de óvulos. Algunos hablan abiertamente de ello. Otros no. Y eso que mi círculo es bastante abierto. Conozco incluso el caso de unos abuelos engañados por su hijo, incapaz de decirle a sus padres que era estéril y que el nieto no tenía su sangre. También conozco a un hombre soltero que ha tenido que recurrir a un vientre de alquiler. O el caso de varias parejas que acudían en secreto a cursos de adopción, esperando el momento de decírselo a la familia y pidiendo niños con rasgos similares a los suyos para que los abuelos –y tal vez ellos- pudiesen mentir a todo el mundo diciendo que eran hijos biológicos. ¿En serio esto es necesario? ¿Nadie se da cuenta del dolor que toda esta hipocresía causa en las familias? ¿Nadie se da cuenta de que el silencio social se convierte en soledad para esas parejas –cada vez más- que deben pasar por uno de estos trances?
La semana pasada, la ilustradora Paula Bonet publicaba un post en redes sociales hablando de los tabús que existen alrededor del cuerpo de la mujer y, en especial, alrededor de la maternidad. De hecho, en un gesto de valentía, lo acompañaba de un selfie suyo donde mostraba la silueta de su incipiente barriga llamado “autorretrato en ascensor con embrión con corazón parado” junto a una inquietante ilustración de Louise Bourgeois que representa un aborto. No pude sentirme más aludido por su comentario y decidí hacer este artículo contando mi experiencia abiertamente, rompiendo ese silencio públicamente, pues yo mismo he sufrido por culpa de una de las vergüenzas sociales más arraigadas en nuestra sociedad, aunque pocos se dan cuenta de ello hasta que no lo viven de primera mano: la infertilidad. Yo también pasé, junto a mi expareja, por varios procesos de reproducción asistida, ovodonaciones, cursos de adopción… y debo reconocer que me horrorizó la falta de naturalidad con que tuvimos que vivir estos procesos por culpa de una sociedad incapaz de vivir con franqueza los problemas alrededor del embarazo. Y cualquiera que haya estado en el extraño ambiente de la sala de espera de una clínica de fertilidad sabe de qué estoy hablando.
No soy psicólogo, pero supongo que es un problema de educación. La mujer ha sido educada para ser madre. La maternidad es su razón de ser, su realización. Si no, ¿por qué regalarle tantos bebés y muñecas y cocinitas para ser buena ama de casa y pintalabios para encontrar pareja? El hombre ha sido educado para ser fuerte y viril. Toda su imagen masculina gira alrededor de su pene y de su potencia sexual. ¿Cómo vivir después con calma el problema de la infertilidad? Ni la mujer ni el hombre pueden verlo más que como un fracaso y una vergüenza. Un estigma.
En una sociedad como la nuestra, donde la época de finalización de los estudios puede pasar tranquilamente de los 25 años y el mercado laboral para los jóvenes es un páramo, muchas parejas no pueden plantearse seriamente tener hijos hasta pasados los 30 años, siendo muy generosos. Tampoco ayuda el complejo de Peter Pan de una generaciones –entre las que me cuento- que no quieren asumir responsabilidades ni madurar, alargando su juventud y apurando la edad para tener descendencia hasta casi los 40 años. Si comparamos estas edades con los veintipocos años con que era habitual tener hijos en las generaciones anteriores, no debería sorprendernos entonces que se hayan multiplicado los problemas relacionados con el embarazo. Sin embargo, como he dicho, nadie habla mucho de ello. Hay un silencio que aísla a los que sufren estos problemas, que se creen los únicos (los anormales, los defectuosos, los tarados, los deficientes) cuando, en realidad, son millones de personas las que pasan por lo mismo.
Yo cometí el error de ser demasiado natural: mi chica y yo vamos a empezar a intentarlo, dije a todo el mundo –conocidos y no tanto- con una sonrisa. Después de año y medio sin lograr el embarazo empezamos a preocuparnos, como muchas parejas. Pero nadie, salvo el círculo íntimo, sacaba el tema. Nadie nos decía: ¿Qué ocurre? ¿Tenéis problemas? Nadie nos preguntó si habíamos tenido algún aborto, nadie nos habló de la endometriosis o de cualquier otra complicación posible, nadie nos aconsejó tratamientos con donantes si teníamos problemas, nadie nos contó ninguna experiencia personal similar… todo el mundo se calló, como si fuese una vergüenza y no quisiesen ponernos en evidencia hablando de ello. Supongo que esperaban que, como la Yerma de Lorca, llorásemos por las esquinas como se ha hecho toda la vida. Discretamente.
Empezaron los tratamientos. La endometriosis era nuestro principal problema para engendrar. Fueron cinco años de tratamientos horribles, con un aborto natural –lo que se suele denominar “saco vacío”, un embrión que no prospera- de por medio. Luego te enteras de que todo esto es algo bastante habitual, de que la endometriosis afecta a casi el 20% de las mujeres y de que uno de cada cinco embarazos, aproximadamente, no pasarán del primer trimestre. ¿Por qué tuvimos nosotros, como tantas parejas, que enterarnos de esta forma tan horrible?
Cuando la médica nos recomendó utilizar óvulos de donante tuve que ir al psicólogo, pues me costaba aceptarlo. Recuerdo que estaba en una cena de trabajo y, tras unas copas de vino, me sinceré con las tres mujeres que había en mi lado de la mesa. Les comenté que mi pareja y yo teníamos que utilizar una donante y yo no lo llevaba muy bien… Resultó que dos de ellas –¡dos de tres!- habían pasado por clínicas reproductivas y habían acabado utilizando donantes para quedarse embarazadas… ¿En serio? ¿Dos de tres? Aunque, según me dijeron, preferían no hablar de ello. Pensé en un capítulo de la novela Diarios de las estrellas del novelista de ciencia ficción Stanislav Lem, donde una misión de incógnito al peligroso planeta de los robots -tras cientos de misiones anteriores con las que se ha perdido el contacto- descubre que los robots ya no existen, que desaparecieron y todo el planeta son espías disfrazados de robots, disimulando su naturaleza humana para no ser descubiertos… Así las parejas que se enfrentan a técnicas de reproducción asistida, cada vez más, todas disimulando al tiempo… ¿Por qué narices no podemos naturalizar algo que es cada día más habitual? ¿Por qué tenemos que ir al psicólogo cuando nuestra “anormalidad” es tan normal?
¿Comenzamos de una vez a romper este silencio estúpido?