VALÈNCIA. Los festivales de cine se convierten no solo en un escaparate para mostrar toda la producción de la temporada, sino también para que podamos escarbar y descubrir cuáles son las tendencias más importantes que recorren buena parte de esos títulos y hacernos una idea de cuáles son las líneas expresivas más contundentes y representativas del momento.
Así, en la última edición del Festival de San Sebastián hemos asistido a un nuevo resurgir del hiperrealismo a través de un puñado de obras a medio camino entre el documental y la ficción que se han encargado de poner de manifiesto que sigue existiendo interés por parte de muchos cineastas a la hora de utilizar la cotidianidad de nuestro entorno como caja de resonancias para evidenciar muchos de los problemas que alberga la sociedad del momento. Y no solo eso, sino también, y quizás más importante, como medio para dar voz y servir de altavoz a aquellas personas que normalmente se encuentran en los márgenes, excluidas por su raza, por su condición o por llevar una vida alejada a los estándares de lo políticamente correcto.
Así, esta 65 edición se llenó de auténticos y auténticas supervivientes. De gente a la que no le queda más remedio que luchar diariamente por sobrevivir y buscar su sitio en medio de un panorama tan hostil como deshumanizado.
En Alanis, una mujer ejerce la prostitución para mantener a su hijo. Es madre soltera y salió de su pueblo para vivir en Buenos Aires sin tener una hoja de ruta establecida, dejándose llevar por la libertad que le ofrecía una vida anónima y autónoma en una gran ciudad. Pero llegaron las responsabilidades y las necesidades económicas y esa constante impresión de estar sumergida en un círculo vicioso de problemas de los que no se puede escapar.
La responsable de esta película que ha conseguido dos premios importantes en el certamen (mejor dirección y mejor actriz), es la argentina Anahí Berneri, responsable de películas como Un año sin amor (2004), Encarnación (2007), Por tu culpa (2010) o Aire libre (2014), que ya participó en el festival donostiarra hace tres años.
En su nueva propuesta la directora nos sumerge en el día a día de Alanis (Sofia Casta Castiglioni, un auténtico descubrimiento) y lo hace colocando la cámara en su espacio más privado para revelarnos su intimidad. Se trata de una decisión que puede parecer incómoda pero que termina teniendo mucha fuerza expresiva, quizás por su capacidad cruda y sucia a la hora de desafiar al espectador. Pero también consigue que entendamos mejor cuales son las necesidades básicas de la protagonista de una forma muy gráfica y física. Y a partir de todo esto componer un magnífico retrato en torno a la dignidad de una mujer que defiende su derecho ser dueña de sus propias decisiones. Y aunque se equivoque y parece que lo tenga todo en contra, seguir adelante.
Pero Alanis no fue la única representación del coraje femenino que encontramos en el festival. Otra película, en este caso rodada en EE UU y filmada por el español Antonio Méndez Esparza, se encargó de acercarnos a la realidad de otra madre soltera de color que tiene que hacer turnos extra en la cafetería en la que trabaja para mantener a su niña pequeña y a su hijo adolescente que está a un paso de caer en la delincuencia como su progenitor, encerrado en la cárcel.
La vida y nada más es una película que respira verdad, que nos presenta temas como la exclusión social, la marginación, el racismo y la intolerancia desde una óptica alejada de cualquier tentación maniquea. Como bien indica el título de la película, el director intenta plasmar de la manera más transparente posible el espacio y los personajes a los que filma, sin filtros ni trucos, para lo que procura que la cámara pase lo más desapercibida posible y así no podamos sospechar que hay ningún tipo de artificio.
El resultado es una película tan cercana como dolorosa. Hay pudor y mucho respeto hacia aquello que se está filmando. Hacia esa mujer que se ha construido una armadura para que no vuelvan a hacerle daño, pero que termina siendo vulnerable al amor (y al consiguiente desengaño), porque al fin y al cabo las debilidades forman parte de la esencia humana, y hacia ese hijo marcado por el referente paterno que canaliza su rabia a través de la violencia.
Algo parecido le ocurre al protagonista de Sollers Point (también en Sección Oficial) del director independiente americano Matthew Poterfield, un joven que acaba de cumplir un año de arresto domiciliario y vuelve a las calles de la periferia de Baltimore donde se reencuentra con las pandillas callejeras que marcaron su inserción en la delincuencia juvenil. El muchacho se debatirá entre las buenas y las malas decisiones, entre los diferentes cruces de caminos que se sitúan frente a él a lo largo del metraje. Así basculará entre la reinserción, la búsqueda de expectativas vitales y el cariño hacia su familia y abandonarse a sus instintos más salvajes, a esa furia interna que no puede controlar y que es producto del odio que ha aprendido a desarrollar dentro de ese entorno viciado de violencia en el que se inserta. Al final, terminará siendo su peor enemigo, abrumado por el estruendo íntimo del ruido, la furia y la desesperanza que lo zarandean dentro de espléndido un relato sobre el derrumbe del sueño americano.
Por último, quizás una de las películas más importantes de la temporada que se encarga de radiografiar con clarividencia la cara menos amable de la sociedad norteamericana, precisamente de manos de un joven cineasta como es Sean Baker que, a golpe de talento, atrevimiento y muchas dosis de vitriolo está aportando una visión moderna y fresca hacia temas incómodos que nos enfrentan al lado más turbio del momento que vivimos.
En The Florida Project (que formaba parte de la sección Perlas tras su paso por el festival de Cannes) el cineasta utiliza su mirada observacional para realizar un poderoso contraste entre la fábrica de sueños y fantasías que supone el parque temático de Disneyworld y el entorno degradado de una zona adyacente donde se acumulan los moteles de carretera donde van a parar los desheredados de la América de la falsa prosperidad. Edificios de apariencia kistch insertados en un hábitat mugriento donde los límites de la moral se difuminan para dar paso a la mera lucha por la supervivencia diaria.
La cámara de Baker sigue las andanzas de una niña de seis años que se entretiene haciendo travesuras con sus amigos sin darse cuenta del panorama pútrido que tiene a su alrededor (delincuencia, prostitución, pobreza, falta de empleo, pederastia), pero en el fondo, empapándose de él de manera inconsciente. El director se encarga de evitar mostrar de manera frontal todas estas cuestiones, para colarlas de manera subrepticia y sibilina en una narración en la que la sutileza se sitúa por encima de cualquier atisbo de intención enfática y demagoga a nivel ideológico. Sentimos el desamparo, el desarraigo y la falta de referentes de los protagonistas tanto adultos como infantiles, que se encuentran condenados a vivir en una especie de limbo en el que parece no existir la redención ni para unos ni para otros. Un demoledor retrato, crudo, áspero y lleno de aristas que se convierte en su plano final, con el castillo de Disney en primer término, en un implacable documento cargado de intención y subversión política.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz