Ya he defendido que, en nombre del ‘pluralismo’, los nacionalistas atacan al Estado: le disputan el monopolio del poder legítimo que garantiza nuestras iguales libertades. En otras palabras, su ‘España plural’ sólo es el primer paso de una estrategia de construcción nacional encaminada a ‘centralizar’, en beneficio de una oligarquía regional, un nuevo poder político mucho menos plural. Para ello necesitan que cale que el mito ‘dels Països’, ajeno a la realidad socio-lingüística, jurídica e incluso histórica, es deseable y políticamente viable. Y plantean una concatenación de premisas para fundar el principio nacionalista: una lengua, una visión del mundo, un colectivo nacional, un derecho a ser Estado.
Bien, pues este es un razonamiento falso en todos sus puntos. 1º) No hay una lengua en la C. Valenciana, sino dos. Y la mayoritaria, la más propia, nuestra lengua común (la que el 30% de valenciano-parlantes emplea con los castellano-parlantes), es el español. 2º) Una lengua siempre es traducible y no sesga más nuestra visión que la miopía; sí lo hacen los marcos cognitivos, como el que asocia tramposamente lengua y visión del mundo, el que vincula progreso y nacionalismo o el que entroniza la acepción tramposa de ‘pluralismo’. 3º) No hay más vínculo entre valencianos y catalanes, a bulto, que entre un agricultor valenciano y otro andaluz… o italiano: éstos comparten bastantes más inquietudes (sequía, plagas, subvenciones) entre ellos que con un urbanita de su región que trabaje para una empresa en Irlanda. Y así ocurre con tantas otras identidades colectivas transnacionales, superpuestas y entrecruzadas. 4º) Si acaso una nación pudiera definirse conceptualmente, de su existencia no podría derivarse ninguna consecuencia normativa.
Pasar alegremente del ser al deber ser es incurrir en la falacia naturalista. En Derecho, único terreno donde el concepto de nación (política) es manejable, rige el principio de atribución derivado de las leyes. Y éstas atribuyen la estatalidad (y la consecuente nacionalidad) al reconocimiento de la comunidad internacional: España tiene autoridad política y jurídica dentro de sus fronteras porque lo aceptan los demás Estados.
Desmontada la fundamentación nacionalista, analicemos su lógica más prosaica: unas élites ponen el ojo en recursos que aspiran a gobernar, excluyendo a otros de su acceso; luego diseñan la estrategia para lograr apoyos de una mayoría relativa (de los catalanes, de los valencianos… pero nunca los españoles, soberanos excluidos), para la cual el idioma sirve como marcador identitario y barrera de entrada en el mercado de trabajo y en la esfera pública que buscan patrimonializar.
Esto explica que Cataluña haya llegado tan lejos y que Ceuta no haga valer su africanidad o su comunidad de hablantes de árabe como factor diferencial. Hay quien puede rentabilizar la independencia y quien no. También explica que nuestras élites se sitúen a rebufo de lo que haga Cataluña: si hubiera una independencia estable, los valencianos podríamos escoger entre la estela de un pequeño y próspero país europeo (en el mejor y más improbable de los casos, porque debería ser reconocido por la comunidad internacional, incluida España, y quedaría años fuera de la UE) o permanecer en una España empobrecida, sin una de sus regiones más productivas. Esto se entiende; lo que se entiende menos es que la izquierda sepa cuadrarse con banqueros pero se postre ante oligarquías territoriales con idénticos objetivos.
Este proceso fue defendido por el conseller Marzà en la diada de 2014, reclamando “que los catalanes del norte puedan ejercer su derecho a elegir su soberanía”, y advirtiendo que “ya llegaremos nosotros”, que “la soberanía es del pueblo y tanto si es legal como ilegal, se tiene que hacer”. “Los Países Catalanes son una realidad más allá de lo cultural, son también una realidad política y deberían serlo en un futuro todavía más”.
Pero no entrarán como elefante en cacharrería, pues el valenciano está zonificado y no goza de la institucionalización del catalán (aunque ambos rondan un 30% de uso). Además, el valenciano no es idioma de prestigio y ha convivido con ofrendas de glorias a España. Por tanto, había que ir poco a poco.
A quien le quisiera escuchar se lo explicó Baldoví en 2015: “Sóc dels qui sempre pensa que aquests processos d’identitat, els valencians, vista l’experiència que hem tingut al passat, hem d’agafar-los amb prudència. Hem d’anar a poc a poc, fent xicotets passos, perquè tant durant els anys de la transició, la batalla de València, com en aquests vint anys ininterromputs de govern del PP, han treballat molt contra el valencià i contra el sentiment d’identitat nacional valencià. Per tant, és un moment en què hem de fer passos decidits endavant, però sense fer soroll ni rebombori, i sobretot sense obrir polèmiques que únicament interessen als qui són enemics del valencià i no volen que els valencians sigam un poble amb capacitat de decidir el nostre futur per nosaltres mateixos.”
Con estas premisas han cabalgado contradicciones, llamando valenciano al catalán y País Valencià o Comunitat a una tierra que consideran Països Catalans. Su reto es mayúsculo y el momento, con el juicio al procès, el menos propicio. Pero su plan es a largo plazo. Recordemos que a Pujol le llevó 30 años ejecutar su plan iliberal de construcción nacional, el Programa 2000. Sólo entonces pudo Artur Mas tocar a rebato cuando el 15-M rodeó el Parlament, apuntando en plena crisis hacia la corrupción de los Pujol: ANC, Omnium, sindicatos, intelectuales orgánicos y hasta el Barça salieron a explicarnos que España oprimía y robaba a Cataluña. La infiltración del catalanismo en la administración y la sociedad civil subvencionada explica el tránsito del 3,4% de catalanes que consideraba prioritario el autogobierno catalán (CIS de 2010), a un escenario donde la mitad de los catalanes se decía independentista en 2014. Un modelo a copiar.
De ahí que los datos acerca de un 3% de valencianos independentistas sirvan de poco. La ventana de oportunidad, de abrirse, se abrirá más adelante. La cuestión es si, para entonces, se habrán creado las condiciones para que una mayoría abrace la independencia. El proceso ha comenzado y el PSPV lubrica.
En primer lugar, la prioridad de Compromís es inhibir lazos afectivos con España: ya sea silenciando las loas a España en el himno, reivindicando en sus programas los Papeles de Salamanca o una “deuda histórica”, como hizo el catalanismo, o tirando de la sinécdoque que reduce España a “Madrid” (a la que ponen la cara rancia de Florentino Pérez, cuando no de Aznar o Franco) para regar el mito de una España centralista y antipluralista ante la cual reaccionar. Por otra parte, muchas son las trincheras culturales cavadas para asociar el valenciano con un pack progre: desde la ecología hasta los derechos LGTBI, pasando por la descolonización del Sáhara. À Punt copia en esto el modelo catalán. Y al final del proceso debemos preguntarnos: “¿Por qué ser solidarios con Extremadura y no con Mozambique?”. La falacia es recurrente; y Botín, por cierto, la firmaría.
En segundo lugar, había que anular los odios entre valencianistas y catalanistas para dinamitar bloqueos. El gran hito fue la paz entre la Real Academia de Cultura Valenciana (normas del Puig) y la Academia Valenciana de la Lengua (cesión al catalanismo derivada del pacto del Majestic entre Aznar y Pujol, en 1996). En mayo de 2016 ambas enterraron el hacha de guerra: “conscientes de la necesidad imperiosa de ir superando conflictos que han desgarrado a la sociedad valenciana y que en nada han beneficiado el uso del valenciano; convencidos de la conveniencia de eliminar todas las connotaciones negativas que puedan asociarse a este idioma (…); y guiados por el objetivo de hacer de esta lengua un instrumento de cohesión social del pueblo valenciano, promoviendo su uso y tratando de conciliar las aportaciones histórico-filológicas y los sentimientos identitarios privativos de los valencianos: declaran su voluntad de propiciar (…) las iniciativas y los mecanismos que posibiliten la cooperación efectiva entre las dos academias (…)”.
En tercer lugar, profundizan en la política lingüística. Valencia ya se pronuncia ‘Valensia’ y se escribe con “è”, incluso en castellano. La política toponímica valencianiza cada calle; los incentivos a la rotulación distorsionan el uso público del castellano. En la comunicación con el administrado se tiende a imponer el valenciano como lengua prioritaria; y manipulan, para catalanizar al estudiante, los libros de texto. En un decreto de 2017 se decidió exigir un nivel de valenciano, en función de la oposición, para la Consejería. Y el Programa Plurilingüe Dinámico, que contemplaba acreditaciones automáticas de conocimientos lingüísticos en función de los itinerarios escogidos, incentivaba tramposamente la escolarización en valenciano: a mayor inmersión en valenciano, mayor acreditación de inglés.
Este proceso se acompaña de un entramado de entidades –casi todas subvencionadas- como Escola Valenciana, Acció Cultural del País Valencià (ACPV), el Bloc d'Estudiants Agermanats, Castelló per la llengua, la Plataforma pel Dret a Decidir o el sindicato STEPV, defensoras de la inmersión, els Països Catalans y la autodeterminación. En la empresa privada no pintan, pero la administración comienza a ser suya. Y esa es la realidad sesgada que percibirá el administrado: en Valencia, valenciano y valencianismo.
Compromís –y el Botánico lo avala- ha venido a llevar la terreta al Parlamento. El interés local deroga al general. El supuesto derecho de la lengua a ser hablada aplasta al único derecho posible, el del hablante. Con sus propuestas no atacan al español/castellano (herramienta compartida por 580 millones de personas, infrautilizada en redes con pérdidas de productividad) ni al inglés (instrumento de emancipación del trabajador), sino que desprecian iliberalmente la realidad sociolingüística valenciana, violando elementales derechos de los hablantes e imponiéndoles obligaciones injustificadas (ACPV lanzó una propuesta sobre el derecho a ser entendidos en valenciano incluso en comercios y empresas); y lo hacen en beneficio de un proyecto insolidario, esencialmente antidemocrático. Un proyecto que, mediado por ingeniería lingüística, mina la calidad de la administración, cada vez más políticamente sesgada en detrimento del mérito y capacidad del opositor.
Ahora decidiremos fortalecer o debilitar a este nacionalismo que se opone a la democracia en sus fines (fragmentar la soberanía, la unidad de decisión y solidaridad estatal) y en sus medios.
Mikel Arteta es doctor en Filosofía Política.