El Festival de Sitges estrenará en España ‘Cult of Chucky’ antes de que se edite en el mercado doméstico
VALÈNCIA. Ya van siete. Es cierto que el cine de terror es propenso a exprimir a sus personajes y crear sagas prácticamente de la nada, pero era difícil imaginar que un muñeco infantil poseído por el alma (ejem) de un psicópata podría dar juego para seis secuelas. Y, sin embargo, aquí llega Cult of Chucky (Don Mancini, 2017), que se proyectará en la próxima edición del Festival de Sitges y después, eso sí, irá directa al mercado del vídeo doméstico. No es para menos. Ni es una franquicia iniciada recientemente, por lo que no goza del mismo culto juvenil que Saw o Destino final, ni la pobre propuesta argumental de la película merece más. De hecho, lo sorprendente es que el personaje haya resucitado hasta tres veces en el nuevo siglo, sin que haya habido remake del original de por medio. Toda la culpa es de Don Mancini, guionista de los siete films protagonizados por el muñeco diabólico y, además, director de los tres más recientes. Más aún: Su carrera en el mundo del cine, iniciada a finales de los ochenta, se limita prácticamente a su relación con el personaje.
Mancini visitó Sitges en 2004, para presentar La semilla de Chucky (Seed of Chucky). Entonces concedió una entrevista a El País donde le decía a Teresa Cendrós que, cuando hizo la primera película, “era un producto de género de terror estándar. Luego orientamos las tramas hacia el psycho thriller. Pero, hace seis años, nos dimos cuenta de que la fórmula estaba agotada, así que hemos ido derivando hacia la comedia”. Que John Waters interpretara a uno de los personajes confirmaba el giro, habitual en largas franquicias de terror que se han ido adaptando al gusto del espectador. Cult of Chucky también lo hace, combinando todos los elementos previos en una suerte de engrudo posmoderno donde abundan los guiños para iniciados. Los efectos digitales mejoran los movimientos y gestualidad del muñeco y la trama se ciñe a una sola localización espacial, un manicomio donde los internos y el personal van cayendo uno tras otro. Curiosamente, y a diferencia de los sanatorios abandonados y en ruinas que pueblan el actual cine de género (y que se pueden interpretar como una alegoría del desmantelamiento de la sanidad pública), en Cult of Chucky el hospital mental es un lugar limpio, de deslumbrante blancura, aséptico, casi irreal, como producto de un sueño. Un lugar fuera del tiempo y el espacio, simple entramado de pasillos y habitaciones que permitan poner en marcha el juego.
En la entrevista citada, Mancini recordaba: “Mi padre se dedica a la publicidad, y yo estaba muy interesado en explorar cómo influye la mercadotecnia en los niños. Así que ideé a Chucky como un experimento”. Pero Muñeco diabólico (Child’s Play, Tom Holland, 1988) no tenía nada que ver con aquellas intenciones primerizas. Era, simplemente, una de tantas películas de terror de una década, las de los ochenta, pródiga en extravagancias por lo que al género respecta. Todo valía. El éxito de taquilla hizo el resto. Francisco Plaza, en su libro Asesinos de cine (Midons, 1998), escribió acerca del personaje: “Su crueldad y su ceño grotescamente fruncido son ya parte de nuestra memoria colectiva”. Como la máscara sin expresión de Michael Myers, la careta de portero de hockey de Jason, la motosierra de Leatherface o los guantes con cuchillas de Freddy. A finales de los setenta y durante los años siguientes nacieron y se consolidaron algunos de los mitos del terror moderno, muchos de ellos aún vigentes, y el éxito de taquilla convirtió a Chucky en uno de ellos. La explicación, en buena medida, hay que buscarla en el trabajo de su director, Tom Holland, que había debutado tres años antes con la simpática Noche de miedo (Fright Night, 1985).
La jugada se repetiría en la segunda parte. De nuevo con Mancini en el guion, esta vez fue John Lafia quien se hizo cargo de la dirección. Como Holland, había llamado la atención con su debut, Blue Iguana (1988), un policiaco poco convencional y con bastante retranca, que a fecha de hoy sigue siendo su mejor película. Plaza también la incluye en su libro, donde destaca su labor tras la cámara y asegura que, con Muñeco diabólico 2 (Child’s Play 2, 1990), “Chucky se confirma como uno de los killers más carismáticos y queridos por los aficionados”. Sin embargo, todo se iba a torcer con la tercera entrega de la saga. Y no porque Muñeco diabólico 3 (Child’s Play 3, 1991) sea un film totalmente prescindible, que lo es, ni porque su director fuera el mediocre Jack Bender, procedente del medio televisivo, sino porque la película iba a verse asociada un par de años después con la muerte de James Patrick Bulger, un niño inglés de dos años que fue secuestrado, torturado y asesinado por dos chicos de diez años: Robert Thompson y Jon Venables. Durante el proceso, se dijo que los asesinos habían imitado uno de los crímenes de Chucky en la película, y aunque nunca se pudo probar, que el padre de uno de ellos la hubiera alquilado unos meses antes no ayudó a eliminar la sombra de sospecha, hasta el punto de que Reino Unido modificó su legislación sobre vídeo doméstico.
En cualquier caso, Mancini tampoco tenía previsto prolongar las hazañas de Chucky. Una trilogía era suficiente. Pero sucedieron dos cosas que le hicieron cambiar de opinión. La primera es que se pasó siete años sin trabajar en el cine. Nada. Ni un guión. Ni un triste episodio televisivo. El vacío absoluto. La segunda fue Scream (Wes Craven, 1996). Cuando parecía que el terror de los ochenta estaba muerto y enterrado, llegó una película que hacía una fiesta de sus tópicos, que se reía de ellos al tiempo que los reafirmaba, que provocaba tantos sustos como risas entre el público y que, por último pero no menos importante, reventó las taquillas. Era el momento de resucitar al muñeco diabólico y adaptarlo a los nuevos tiempos. Y lo cierto es que la operación salió redonda. Para evitar malentendidos, La novia de Chucky (Bride of Chucky, 1998) es, desde su concepción, una comedia. De la dirección se encarga Ronny Yu, un director de Hong Kong que, entre otras, había realizado La novia del cabello blanco (Bai fa mo nu zhuan, 1993). Y la estética del personaje de la primera compañera femenina del muñeco psicópata estaba inspirada… ¡en Blondie!
Un entusiasmado Jesús Palacios reseñaba la cinta en su libro Goremanía 2 (Alberto Santos Editor, 1999) afirmando que era “una sátira trepidante de la pareja tradicional americana y el matrimonio, que no tiene nada que envidiar a Asesinos natos (Natural Born Killers, Oliver Stone, 1994)”. Repleta de guiños y homenajes, funcionó moderadamente bien en la taquilla y logró resarcir al personaje de su leyenda negra, aunque tampoco propició la puesta en marcha de una continuación, que no llegaría hasta seis años después, ya con Don Mancini debutando tras la cámara y haciendo su primera escala en Sitges. La semilla de Chucky rizaba el rizo presentando a un supuesto hijo del muñeco y se dejaba llevar de nuevo por el juego autorreferencial, al introducir en la trama el rodaje de una película sobre Chucky, pero volvía a ser un producto para fans. Mientras tanto, comenzaban a reproducirse los remakes de clásicos de terror de los setenta y ochenta, de nuevo en clave terrorífica, y la ola volvió a alcanzar al incombustible muñeco en La maldición de Chucky (Curse of Chucky, Don Mancini, 2013), donde remiten los elementos de comedia. Pese a todo, los resultados no fueron los esperados y fue directa al mercado doméstico, como sucederá con Cult of Chucky.
¿Será el final de nuestro querido Chucky? Difícil saberlo, aunque bien podría decirse que ha aportado su granito de arena a la larga lista de muñecos malvados de la historia del cine. Como Mancini mismo recordaba en la entrevista anteriormente aludida, “en cuanto a su naturaleza asesina, no es ningún invento mío, ha habido otros muñecos diabólicos antes”. Y después. Incluso tan exitosos como el suyo. Es el caso de Annabelle (John R. Leonetti, 2014), una producción de James Wan (el creador de Saw e Insidious) donde una muñeca vintage vestida de blanco inmaculado es poseída por una fuerza maléfica. Su secuela, Annabelle: Creation (David F. Sandberg, 2017) llegará el 12 de octubre a las salas españolas. Aunque, para muñeca siniestra, la de El triángulo diabólico de las Bermudas (The Bermuda Triangle, René Cardona Jr., 1978), que giraba en torno a la misteriosa desaparición de barcos en el enclave marítimo del título, pero se convertía en pesadilla cuando aparece flotando en el agua una muñeca cuyo traslado a cubierta desencadenará todo tipo de desgracias.
Era una película torpe y de bajo presupuesto, pero causó un profundo efecto en la tierna e impresionable mente infantil de quien suscribe. El mismo año, otra producción de mayor empaque sembró el terror en los cines. En Magic (Richard Attenborough, 1978), que en España se estreno con el subtítulo de El muñeco diabólico (aún no había llegado Chucky), la marioneta de un ventrílocuo adquiere voluntad propia y comienza a provocar muertes a su alrededor. Son títulos que juegan con el lado oscuro de los juguetes infantiles. Objetos en principio inofensivos y sin vida que, por causas sobrenaturales, se convierten en una amenaza para los seres humanos. Sucedía también en la francesa Piezas asesinas (Le Demon dans l’ile, 1983), incursión en el terror de Francis Leroi, director especializado en cine erótico que aborda una historia en la que electrodomésticos y juguetes (como un mono mecánico a cuerda que toca el tambor) causan graves daños a las personas. ¿Y qué decir de la serie Puppet Master? La venganza de los muñecos (David Schmoeller, 1989) inauguró esta franquicia de Empire y Full Moon, entrañables productoras de serie B que la mandaron directamente a los videoclubs, donde han sabido sacar rentabilidad nada menos que a quince secuelas.
Pero si hay que salvar un par de títulos protagonizados por muñecos con tendencias criminales, nos quedamos con dos joyas escondidas. Por un lado, La muñeca viviente (Living Doll, Richard C. Sarafian, 1963), un episodio de The Twilight Zone donde un matrimonio compra un modelo llamado Talky Tina (Tina Parlanchina) y se lo regala a su hija. Sin embargo, la muñeca, precedente directo de Chucky, no dice las frases amables que se esperan de ella, sino cosas como “Te odio” y “Voy a matarte”. Y por otro, la estimable Dolls (1987), de Stuart Gordon, el director de Re-Animator (1985). En ella, una pareja de ancianos que se dedica a fabricar muñecas de artesanía acoge en su casa a unos excursionistas en una noche de tormenta, quienes no tardarán en descubrir que las muñecas son, en realidad, seres humanos a los que el matrimonio ha convertido en miniaturas para llevar a cabo sus perversos planes. Una idea directamente inspirada en la maravillosa Muñecos infernales (The Devil-Doll, Tod Browning, 1936), donde un preso condenado injustamente huye de la cárcel y obtiene una pócima que le permite reducir el tamaño (y la inteligencia) de las personas y las utiliza para consumar su venganza. Así que ya saben: Piénsenlo dos veces cuando uno de sus hijos les pida un muñeco como regalo de cumpleaños.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz