VALENCIA. En 1973 Martin Scorsese sentaría las bases de su estilo en Malas calles. Planos secuencia, voz en off narrativa que va describiendo procesos y acciones detalladas, utilización de clásicos musicales para modular la coreografía interna de las escenas a través de un apabullante virtuosismo formal y una energía, una tensión y un pulso visceral rabioso y callejero.
Fue también el primer encuentro entre el director y Robert de Niro que terminarían convirtiéndose en una de las parejas artísticas más importantes de la historia del cine reciente.
La línea mafiosa abierta por Malas calles tuvo su continuación perfeccionada en Uno de los nuestros, en la que se describía el ascenso y la caída de un gánster dentro de una organización criminal en la que los lazos de sangre italiana lo eran todo. La épica dentro del subgénero alcanzó cotas casi operísticas en la magnificente Casino (1995). Una narración desbordante, imágenes repletas de fuerza expresiva, una deslumbrante puesta en escena en una obra maestra sobre la ambición y los cadáveres que se quedan por el camino.
Scorsese y De Niro se reunieron por última vez hace 24 años y aunque querían participar al menos una vez más en un proyecto conjunto, ¿cómo superar lo que supuso Casino? Debía ser algo todavía mayor, ¿era eso posible? El actor se obsesionó con llevar a la pantalla el libro de Charles Brandt ‘Jimmy Hoffa. Caso cerrado: El poder de la mafia norteamericana’, basado en la famosa desaparición del líder sindicalista y sus relaciones de poder con los bajos fondos, así como en la investigación alrededor de su posible asesino, Frank Sheeran, alias ‘el irlandés’. La idea estuvo en la mesa durante décadas, pero era un proyecto muy ambicioso, que prácticamente narraba toda una vida, y ya de paso la historia de todo un país, y se necesitaba una cifra importante de dinero para sacarlo adelante, algo que solucionó finalmente la plataforma digital Netflix.
La cámara avanza por el pasillo de una residencia de ancianos. Recorre varios metros hasta que se sitúa frente a la persona que nos va a contar una historia, la suya, la de su propia vida, la de Frank Sheeran (Robert de Niro), un ex combatiente de la II Guerra Mundial que terminó “pintando casas”, es decir, convertido en un sicario.
A lo largo del primer acto, Scorsese desplegará su artillería pesada haciendo lo que mejor sabe, construir una mitología desde la nada alrededor de un grupúsculo de mafiosos, introduciéndonos en su universo, analizando cada detalle e inspeccionando las relaciones de poder que se establecen entre ellos. Lo hace a través de la mirada de Sheeran a lo largo de varios momentos de su vida, desde su primer encuentro con Russell Bufalino (Joe Pesci), que se convertirá en su protector, pasando por su amistad con Jimmy Hoffa (Al Pacino) hasta llegar a esa clínica geriátrica donde se encontrará totalmente solo.
A lo largo de ese recorrido nos toparemos con historias de ambición, de venganza, de privilegios y sumisiones, de hermandad, pero también con una mirada de cuestionamiento desmitificadora, de duda frente a todo ese universo de corrupción en el que no existen los valores morales.
En ese sentido, ‘El irlandés’ es una película profundamente crepuscular que cierra el final de una carrera, también de una forma de hacer cine. Scorsese se aleja de la vitalidad juvenil de sus primeras películas y se adentra en una narración mucho más oscura y solemne, menos crispada y nerviosa. Hay más miradas, menos acción. No hay glamour, no hay fuegos artificiales. Parece como si a través de ese desencanto del protagonista, torturado por traicionar sus principios de lealtad (matar a su mejor amigo), quisiera de alguna manera cuestionar todo el género mafioso que él mismo se ocupó de construir. Y lo hace a través de la existencia resignada de un hombre al que ya no le queda nada, olvidado por todos y despreciado por sus seres queridos, como su hija Peggy (Anna Paquin) que siempre lo miró con reprobación, un hombre que construyó una leyenda a la que ya a nadie le importa.
La película en su parte final se convierte así en una reflexión en torno a la muerte, a la desaparición física, pero también a la pérdida de los recuerdos, malos o buenos que tienen los seres queridos de cada uno de nosotros.
El arrepentimiento, la culpa, la condena pululan por las imágenes de una película que va abriéndose de forma majestuosa a través de una enorme elegancia narrativa a lo largo de varias décadas entre las que se establece un diálogo entre la experiencia personal de Sheeran y el rumbo de todo un país.
En las películas de Scorsese todo se encuentra ligado con enorme destreza, en este caso política y crimen organizado, cuyos tentáculos abarcan desde el control de la red de tintorerías hasta la elección de John F. Kennedy como presidente. Como buen cronista histórico de su país que siempre ha sido Scorsese, en esta ocasión también se detiene a analizar todas esas conexiones que inevitablemente resuenan en la actualidad.
Pero en esta ocasión, todo este dispositivo nos lleva de nuevo a ese geriátrico y a la soledad de un personaje rodeado de fantasmas que ya no pertenecen a este mundo. Ni siquiera él mismo está ahí. Al igual que ocurre en Dolor y gloria en la que Almodóvar bucea por su memoria, en El irlandés, Scorsese y De Niro también se pasean por los recuerdos a través de las ficciones que juntos han creado en el cine. Por eso quizás la película deja un poso tan amargo, porque obliga al espectador a enfrentarse al paso del tiempo y al final de una época. Scorsese hace balance con El irlandés a casi medio siglo dedicado al cine, y de alguna forma, se despide.
Se estrena la película por la que Pedro Martín-Calero ganó la Concha de Plata a la mejor dirección en el Festival de San Sebastián, un perturbador thriller de terror escrito junto a Isabel Peña sobre la violencia que atraviesa a las mujeres