Artífice de un universo-ciudad propio llamado Sierpe en el que transcurren sus historias y habitan sus personajes, Gual vuelve a las librerías con la historia de una búsqueda constante que va más allá de lo buscado
VALÈNCIA. La cuestión de la identidad es un asunto peliagudo, en ocasiones, difícil de concretar. ¿Qué podemos responder si alguien nos obliga a pronunciarnos respecto a quiénes somos? La primera opción suele ser compartir nuestro nombre. Me llamo. Pero lo que me llamo, ¿lo soy? El apelativo que decidieron por nosotros es la primera seña de identidad, el recurso fácil para definirnos. Soy mi nombre. Sin embargo, ese nombre no es más que la evolución de un gruñido que en origen solo significaba “tú” o “yo”. El nombre dice tan poco de quiénes somos que no es infrecuente encontrarse tocayos en cualquier parte incluso aunque tus progenitores hayan querido ser especialmente originales. Un paseo por la página del Instituto Nacional de Estadística nos revelará que llamarte Daenerys es de todo menos único si vives en las Islas Canarias y tienes menos de dos años. La Fuerza es bastante intensa en nuestro país, con veinte niños de nombre Anakin y cuatrocientas cinco Leias, como también es intensa la fascinación por la cantante Shakira, dado que por estas tierras habitan ya seiscientas cinco tocayas de la cantante colombiana, y cabe suponer que no habrá sido tanto la influencia árabe como la de Los Cuarenta Principales la que ha provocado tal explosión nominal.
Si te llamas José o María, compartes título con más de seiscientas mil personas. Si Eduardo, con ciento siete mil. Salta a la vista que el nombre desnudo no dice demasiado en la mayoría de ocasiones. Hasta el apellido Borbón figura en el documento nacional de identidad de casi setecientas personas censadas de los Pirineos para abajo. El problema es que más allá de esta fórmula para individualizarnos y diferenciarnos, cuesta responder a un requerimiento ontológico como es el quién eres: soy el hijo o el nieto de tiene sentido en comunidades pequeñas, pero no en las ciudades. Quién somos, al fin y al cabo, y sobre todo, ¿estamos en disposición de poder asegurar qué somos? ¿Y quién es Drákos Vasiliás? Una sonoridad así no es muy habitual, eso seguro. En este caso, nombre y apellido sí parecen decir algo. O eso queremos creer, al modo del Crátilo platónico que aseguraba que en las propias palabras está lo que representan, como dejó escrito también Borges en uno de sus poemas: “Si (como afirma el griego en el Crátilo) / el nombre es arquetipo de la cosa, / en las letras de rosa está la rosa / y todo el Nilo en la palabra Nilo”. En el nombre de Drákos Vasiliás va implícita la misma sustancia del misterio. Drákos sugiere poder, fuerza, altas capacidades. Vasiliás nos transporta al Mediterráneo, quizás a Chipre. Pero la verdad sobre este enigmático individuo se encuentra en otra parte. En concreto, en la ciudad de Sierpe obra y gracia del escritor castellonense Óscar Gual (Almazora, 1976), a la que viajamos esta vez en busca de El hombre de la mirada de piedra que da título a su última novela, publicada de nuevo en el catálogo de la editorial Aristas Martínez, donde ya vio la luz su anterior novela, Los últimos días de Roger Lobus.
Será allí, en Sierpe, trasunto de un Castellón aproximado, donde tengamos que reconstruir la vida de un cerebro prodigioso oculto en un rascacielos de la City londinense, una mente preclara para analizar patrones al estilo de Ozymandias en Watchmen pero con el cuerpo de Stephen Hawking: su poder reside en su mirada pétrea y en sus habilidades sinestésicas de savant, que le permiten operar de un modo similar al de Daniel Tammet, de quien ya hablamos por aquí. Donde todos sus competidores verían un torrente de números imposible de procesar, Vasiliás ve formas geométricas conformando paisajes que solo él puede recorrer y entender. Ni siquiera los algoritmos se le acercan. A este lado de la página, Gual ofrece al lector la posibilidad de enfundarse la piel de un periodista interesado en la historia de Vasiliás que hace las veces de narrador, aunque se tratará de un narrador atípico, que se guarda parte de la información, que no revela el contenido total de sus conversaciones. Con él nos remontaremos a los orígenes grises de Vasiliás, a un tiempo en el que era conocido como Chema, aunque decir conocido tal vez es decir mucho, porque entonces Chema era un ser casi invisible para sus compañeros de trabajo. A continuación viviremos la transformación del triste Chema en el triunfador Josep Maria Milhomes gracias a la magia del coaching y el pensamiento positivo, y estaremos con él también cuando abandone la mezquindad de sus ideas de broker de cartón piedra para elevarse rumbo a cotas más altas de calidad humana imbuido de un misticismo que contrajo frente a un lago tibetano.
Sin embargo la evolución de Milhomes no se detendrá ahí: su iluminación espiritual le hará querer combatir su propia conciencia en aras de un dichoso retorno al redil de la naturaleza del que nunca debió salir el ser humano, desde que fue consciente, a la deriva y solo en un mundo en el que se siente y se le siente extraño: “entonces el Homo sapiens empezó a vivir de espaldas a la naturaleza, observándola con extrañeza, como si le fuera ajena. Como si no formara parte de ella. Cada noche aquel simio alzaba su mirada hacia las estrellas y sentía su propia fragilidad. Hoy le resulta inconcebible que hubiera un tiempo en el que las cosas no fuesen de ese modo, un tiempo en que no era un forastero en su propio planeta. En ocasiones ha tratado de reconciliarse con la naturaleza, de reestablecer la comunicación. Pero la madre ya no responde a sus llamadas, harta como está del comportamiento de un hijo al que apenas reconoce. Por eso el Homo sapiens insiste en mantenerse ocupado, en alimentar a ese monstruo hambriento que es la conciencia mediante galletitas sociales o psicológicas, artificios que lo mantengan aislado de la realidad; porque en cuanto ese monstruo baja la guardia, una profunda e inexplicable sensación de nostalgia se cierne sobre él”.
Aunque desde un principio es evidente que el libro de Gual se mueve cómodo en un registro que tiende a lo cómico, también es cierto que regala pasajes memorables como el anterior en el que el humor da un paso a un lado y deja que sople una corriente de pensamiento que trae preguntas también difíciles de responder como por ejemplo, ¿fue la irrupción de la conciencia un accidente de la evolución? O: ¿quién nos gobierna? ¿Personas, números o genes? ¿Qué hay detrás del velo de la realidad que ni siquiera intuimos que permite que funcionen los procedimientos ultrahumanos de personas como Daniel Tammet o Drákos Vasiliás?