VALÈNCIA. Elena López Riera (Orihuela, 1982) acaba de pisar suelo valenciano por primera vez en varios meses. La cineasta, que reside en Suiza, donde trabaja como programadora de cine y profesora de cine y literatura comparada, se desplaza de forma habitual a su natal Orihuela, pero las restricciones de movilidad europeas habían impedido hasta el momento que pudiera regresar al también escenario de todas sus obras cinematográficas (como Pueblo, Las vísceras y Los que desean; esta última galardonada con uno de los leopardos de oro del prestigioso festival de cine de Locarno).
Ahora vuelve, en parte, para seguir adelante con el proceso de El agua, título del que será su primer largometraje, y para el que ha realizado, junto a Cendrine Lapuyadé, un atípico casting online donde las pantallas han cobrado un protagonismo indiscutible. La cineasta oriolana, que reconoce que a cabezona no le gana nadie, no reniega del formato digital porque es consciente de que era (es) la única alternativa para seguir adelante. “No soy de rendirme”, asegura. Por ello, ante a las incertidumbres y las adversidades que reinan en el sector del cine, apuesta por mirar al futuro de frente.
-La primera pregunta es obligatoria: ¿Cómo ha vivido una cineasta esta pandemia y confinamiento?
-Creo que todavía me falta perspectiva. A todos, en realidad, para darnos cuenta de lo que hemos vivido, que es bastante heavy. Por un lado, me siento privilegiada, porque ha sido algo tan grave para la salud pública que, al estar bien yo (y la gente de mi alrededor) no me atrevo a quejarme.
Respecto al cine: una catástrofe. En general, para toda la cultura. Se ha parado todo, no hay muchas medidas ni ayudas y existe una incertidumbre total. No sabemos, por ejemplo, si vamos a poder recuperar los rodajes en dos meses o en un año. Mucha gente, por otro lado, se ha quedado directamente sin trabajo. Una película no es sólo un director o un productor: hay muchos profesionales detrás. Y, por supuesto, hay preocupación. Pero espero, a pesar de todo, que podamos reponernos pronto.
-¿Cómo está siendo el casting online para tu primer largometraje, El agua, teniendo en cuenta todo este contexto?
-Es incierto, la verdad. Queremos trabajar con actores no profesionales, con gente de la zona [Vega Baja del Segura]. Yo procedo del cine documental y me apetecía más tirar por aquí. Empezamos a trabajar con Cendrine Lapuyadé, una directora de casting francesa especialista en actores no profesionales, “de calle”. La idea era ir sobre el terreno y contar con ese azar del encuentro, pero, después de que explotara todo, teníamos que buscar una alternativa al casting presencial.
Hemos lanzado la convocatoria online y la respuesta ha sido masiva y abrumadora; hemos estado desbordadas de mails. Se agradece mucho el interés de la gente por participar. Para el casting, hemos pedido una breve presentación; algo en realidad muy complicado para tres minutos, pero al menos para ver cómo habla y cómo se mueve la persona. Y también algún casting por Skype, experimentando nuevas formas [ríe]. Y ahora que he llegado a casa espero que podamos hacer una primera criba para ver a gente en directo en Orihuela.
La verdad es que es todo muy incierto, porque tampoco sé si esta fórmula habrá funcionado, pero desde luego espero que no se convierta en un sustituto del encuentro humano porque este siempre es más interesante. Pero hay que seguir como se pueda y con las alternativas que haya.
-Todos tus cortos (y tu próximo largo) nacen desde lo pequeño, desde lo local. ¿Por qué?
-No me psicoanalizo [ríe]. No ha sido algo a propósito, la verdad. Estando en el extranjero, supongo que eres capaz de ver desde la distancia. Hay cosas que odias, cosas de las que quieres huir. Quieres irte de tu propia tierra, pero al mismo tiempo siempre estás pensando en ella. Es contradictorio.
-Me recuerda al éxito que tuvo Lo que arde, de Olivier Laxe, sobre el mundo rural gallego.
-Sí. Hay gente joven que tiene que heredar tradiciones y articularlas con la modernidad. Esa visión de lo rural como algo atávico anclado en el pasado no es verdad; en lo rural también hay Internet. Lo que me interesa es precisamente eso: cómo cohabita la mitología, la leyenda, la tradición con la modernidad.
-Thierry Frémaux, director del Festival de Cannes, decía recientemente que “un festival online de cine no es un festival”. También, que “las plataformas son televisión”. ¿Qué opinas de este eterno debate?
-Es una cuestión que lleva muchos años, no ha surgido ahora. Yo soy parte cómplice y partícipe porque trabajo como programadora en el (creo) primer festival de cine que se hizo online [Visions du Reél en Nyon, Suiza]. Obviamente, es como un casting online: en mi opinión, no reemplaza la vida de verdad. En un festival te puedes encontrar con mucha gente, ir a tomar algo; la abrazas, la besas… eso no lo va a sustituir una proyección online.
Pero creo que pueden cohabitar. No hay que escoger entre uno y otro. Es una posición muy esnob. En mi pueblo, por ejemplo, no había cine en su momento, ni VHS ni Internet en mi casa. Ojalá yo hubiera tenido acceso a todo lo que existe hoy. No todo el mundo tiene la capacidad ni la posibilidad económica o geográfica de ir a un festival de cine. Yo voy al cine muchísimo, pero también veo pelis en mi casa. No creo que haya que elegir.
De todas maneras, no creo que nadie escoja hacer algo online porque sea “más guay”. La decisión es dura de tomar (a nosotros nos costó muchísimo), pero la situación también era extrema. De la misma forma, hubiéramos preferido hacer el casting de otra manera, pero, dado el contexto, hay que buscar alternativas. Gracias a que existen plataformas como Filmin, entre otras, gente que nunca habría ido a Cannes o a otros festivales (como el que programo yo), pueden ver esas películas. Es una ventaja, eso sí, sin que muera la sala del cine. Aunque también he de decir que no soy una nostálgica: hay cosas que mueren y otras nacen.
-Algo que se ha discutido también estos días es la gratuidad de la cultura. ¿Cómo hacemos para aportarle más valor?
-Yo soy supermilitante del no trabajar gratis nunca. Hay gente a la que no le tiembla el pulso para suscribirse a Netflix o HBO, pero luego se niega a pagar 2,99 euros para ver una película documental española. En general, me parece que la cultura está muy precarizada. Muchos trabajos se escudan en la vocación; pero con la vocación no pagas el alquiler.
Que la gente comparta gratis su contenido, de forma individual, superbien; cada uno hace lo que considera. Pero, en general, creo que no deberíamos o a mí no me gustaría que se siguiera precarizando tanto el trabajo cultural. Que se pudiera asumir que la gente que escribe en un periódico o hace una película, como en otros trabajos, sí debería cobrar. Es una crítica al sistema más que, por supuesto, a la persona que decida compartir sus cosas. Las autoridades competentes también deberían tender más hacia eso. Hay que reivindicar el trabajo cultural. Por mucho que te guste, merece ser pagado.
-Actualmente, estás asentada en Suiza. ¿Hay pocas oportunidades en el panorama español de trabajar de forma suficientemente digna?
-Espero que las cosas empiecen a cambiar poco a poco, sobre todo en lo relacionado con cómo se gestionan las ayudas ignorando muchas veces un tipo de cine que no es comercial. Ahí queda mucho trabajo. Pero bueno, estamos en vías de solucionarlo. Eso sí, irte al extranjero tampoco significa que te lluevan los billetes.
Creo que se trata de ver cómo repartimos el dinero para que todo tipo de cine pueda vivir dignamente. Hay muchos tipos de cine, igual que hay muchos tipos de teatro, o de danza. Y ahí está el reto, en que lo mayoritario o lo comercial conviva con otros relatos.
-En una declaración decías que te criaste rodeada de mujeres que se dedicaban a contar toda clase de historias. Es algo que también ha expresado Irene Vallejo, autora de El infinito en un junco, que cuenta que las primeras narradoras de historias fueron las mujeres que cosían. ¿Estamos, por fin, recuperando nuestro papel como narradoras?
-Narradoras hemos sido siempre, aunque antes no había lugar para que las mujeres hablaran o escribieran. Existe un montón de literatura oral que no se ha considerado como tal porque no está escrita en los libros. El hecho de que haya otros puntos de vista que estén empezando a asumir la autoría de los relatos implica una justicia poética histórica de recuperar el derecho a contarnos. Espero que sea una tendencia y no acabe. Me parece importantísimo recuperar las narraciones de las mujeres, así como otros puntos de vista, otras historias no oficiales: todo lo que forma parte de la historia de un lugar. Me nutre bastante.