El Gobierno, obsesionado con remover el pasado ante la falta de soluciones para el presente, reivindicará la II República en el 90 aniversario de su proclamación. Su campaña presentará un régimen idílico que fue víctima de una conspiración de militarotes, obispos y terratenientes. Un cuento de buenos y malos para ganarse a los niños
De joven se cometen imprudencias y se incurre en alguna extravagancia. Hace un siglo, cuando tenía poco más de veinte años, me dio por leer a don Manuel Azaña. Me empapé de su obra. En mi biblioteca conservo los ensayos y los discursos publicados por Alianza Editorial y prologados por Federico Jiménez Losantos; las memorias políticas de Mondadori, completadas con los cuadernos robados por el franquismo; El jardín de los frailes y La velada en Benicarló. Mi admiración por el intelectual madrileño me llevó a pasear por la calle de la Imagen en Alcalá de Henares, donde nació en 1880.
Con todas aquellas lecturas de mi primera juventud escribí un ensayo breve, La tragedia de Manuel Azaña, que la temeridad de aquellos años mozos hizo que leyera como conferencia en Albacete y Madrid.
La admiración por el presidente de la II República fue templándose a medida que fui conociendo la cara menos amable del político sectario que contribuyó, aunque en menor medida que otros dirigentes, a ahondar la división del país. Como jefe de Gobierno fracasó en la solución de los cuatro problemas que arrastraba España: el territorial, el militar, el religioso y el social.
Este escritor sin lectores según Unamuno creyó que España podía gobernarse como el Ateneo de Madrid. Se equivocó en el ritmo y la ambición de las reformas para un país aún no preparado para ellas. No éramos Francia. Miró a España con los ojos de un intelectual que se conduce bajo el influjo de los ideales e ignora la terca realidad. Su soberbia y autoritarismo —Giménez Caballero vio en él al Mussolini español— le impidieron reconocer la legitimidad de la derecha como alternativa de gobierno. La República era él. Todo aquel que le contradecía era incompatible con el régimen del 14 de abril.
El Azaña que ha conocido los horrores de la guerra civil, el que se siente prisionero de Companys y denuncia la traición de los nacionalistas, el que pronuncia el memorable discurso Paz, piedad, perdón, arrepentido de haber azuzado la discordia entre sus compatriotas, es el Azaña con el que me quedo. Nadie puede dudar de su patriotismo, por encima de todo. Este patriotismo, junto a su hondura intelectual, lo separa de los gobernantes iletrados que reivindican su legado.
Azaña vuelve a cobrar hoy protagonismo con motivo de los 80 años de su muerte. El Congreso de los Diputados le rindió homenaje y la Biblioteca Nacional le dedica una exposición estos días. Estos actos son el preludio de una campaña organizada por el Gobierno calamidad para conmemorar el 90 aniversario de la II República en 2021.
La defensa de la II República como un régimen inmaculado, que cayó sólo por la conspiración de cuatro espadones malvados, responde al intento por imponer una sola visión de la historia a través de la futura Ley de Memoria Democrática. La historia contemporánea de España es más compleja que el cuento de buenos y malos que se cuenta a los jóvenes.
La República tuvo empeños estimables como la extensión de la instrucción pública, la legislación laboral y social, la difusión de la cultura por el país gracias a las misiones pedagógicas, y una reforma agraria que, aun siendo tímida, pretendió mitigar las enormes desigualdades sociales en el campo.
"La II República está lejos de ser un ejemplo para el futuro. Más valdría estudiarla con honradez intelectual para evitar los errores de nuestros abuelos"
Sin embargo, los aspectos positivos de la República fueron insuficientes para compensar todo lo malo de un régimen que acabó en una guerra entre hermanos. ¿Cómo podía asentarse una República que, al cabo de un mes de su proclamación, asistía a la quema de un centenar de conventos e iglesias en toda España? “Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano”, diría Azaña en una de sus frases hirientes.
El desorden público, unido al ataque a periódicos y jueces no afines, desembocó en una espiral de violencia política y social que resulta difícil imaginar hoy. La matanza de Casas Viejas, la revolución de Asturias y el golpe de Estado de Companys en 1934 como respuesta a la entrada de tres ministros de la CEDA en el Gobierno de Lerroux; las elecciones de febrero de 1936, ganadas por el Frente Popular con numerosas irregularidades; los 300 asesinatos políticos cometidos por la extrema derecha e izquierda entre febrero y el golpe de Estado del 17 de julio… Entonces, ¿de qué República idílica hablan?
En su deseo por reescribir la historia, el Gobierno reaccionario de izquierdas, con el auxilio de historiadores oficiales como Julián Casanova y Ángel Viñas, defenderá la vigencia de la República orillando su lado trágico. Es estéril y peligroso empeñarse en resucitar una II República fracasada, que pronto dilapidó la ilusión de millones de españoles, cayó en manos de gobernantes irresponsables que dinamitaron la convivencia, y acabó en un baño de sangre, de nuevo con las dos Españas liadas a garrotazos.
La II República está lejos de ser un ejemplo para el futuro, como nos pretende hacer ver el Gobierno reaccionario. Más valdría estudiarla con honradez intelectual, sin intereses de parte, para evitar los errores de nuestros abuelos. Porque si la República que se pretende recuperar es la de Largo Caballero y La Pasionaria, ante tal amenaza me convertiré en lo que nunca he sido, en un monárquico, y defenderé la continuidad de Felipe VI en el trono por muchos años. Espero no verme obligado a ello.