VALÈNCIA. Un joven se despierta en mitad de la noche. Siente una llamada que procede del más allá. Es su padre, que ha fallecido y que le pide que se celebre el banquete funerario para que pueda dejar de vagar por la tierra y descansar en la “aldea de los muertos”. Ihjac pertenece a la tribu indígena de los Krahô que viven en la región norte de Brasil, en la zona de Tocantins, y que tienen unas costumbres muy determinadas que se han ido trasmitiendo de generación en generación. Viven prácticamente alejados de la civilización, son autosuficientes y sienten un enorme respeto hacia sus tradiciones y ritos ancestrales.
Pero hay algo que perturba a Ihjac, que a pesar de su juventud (tiene solo quince años) ya es padre de un bebé. Sobre ambos se ciernen una serie de espíritus que no les dejan descansar, se encuentran enfermos y débiles. Pero la medicina no puede hacer nada por ellos. Ihjac se está convirtiendo en un chamán, ha empezado a transformarse, escucha cómo le hablan los pájaros y los espectros, pero él se resiste, porque sabe que es un camino del que no hay vuelta atrás.
Sobre esa mínima base argumental se asienta El canto de la selva, dirigida por João Salaviza (que ganó la Palma de Oro en 2009 con su cortometraje Arena) y Renée Nader Messora. Precisamente fue ella la que tomó contacto por primera vez con el pueblo Krahô hace diez años. Quería registrar las costumbres de la zona y se encontró con que los autóctonos se habían encargado de salvaguardar muy bien toda su idiosincrasia y sus raíces. Establecieron en la zona un grupo de trabajo en el que también se encontraba un antropólogo y comenzaron a documentar su forma de vida, su adaptación a la naturaleza, su lucha por mantener intacta su identidad. En paralelo a ese estudio decidieron hacer una película en la que el espectador pudiera sumergirse en esta comunidad, una película a medio camino entre la ficción, el documental y el estudio etnográfico.
El canto de la selva parte de la observación, pero también contiene una potente mirada de denuncia política en un momento especialmente delicado tras la entrada en el poder de Bolsonaro, que se ha esforzado en eliminar la autonomía que pudieran tener introduciendo los asuntos indígenas en el ministerio de Agricultura, un sector asociado al exterminio de los aborígenes para quitarles sus tierras.
Pero los directores no optan por subrayar la estigmatización del pueblo, no hay sensacionalismo en sus miradas, siempre honestas y respetuosas. Se limitan a componer un bello relato sobre los retos que supone ser fieles a la propia identidad a través de una resistencia casi muda.
La película está rodada en 16 mm, en la lengua propia de la comunidad y a lo largo de nueve meses, los actores que aparecen son naturales y se interpretan a sí mismos. Ellos nos sirven de vehículo para introducirnos en sus dinámicas cotidianas. En un primer momento, resulta inevitable conectar la película con el cine de Apichatpong Weerasethakul, en especial Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas. En ambas películas late esa simbiosis entre vivos y muertos, entre naturaleza y ser humano. Sin embargo, poco a poco El canto de la selva muestra sus propias particularidades, sobre todo a la hora de retratar esa comunidad en concreto de la manera más fiel posible. Con el tailandés también comparte estructura escindida. Durante la primera parte del filme seguimos a Ihjac a través de todos los pasos que ha de dar para preparar el funeral de su padre, al mismo tiempo que comienza a sentirse acechado por los espíritus. El bloque central nos traslada a la civilización, donde el joven intentará buscar una cura a sus dolencias. Sin embargo, en el hospital no encontrarán rasgo de ninguna enfermedad, indicando que probablemente sufra indicios psicosomáticos e hipocondría. El joven intentará esconderse en ese espacio aséptico para pasar desapercibido, pero no terminará de encajar y tampoco lo quieren allí, de forma que la sensación de extrañeza pasará a inundarlo todo, poniendo de manifiesto de qué manera se contraponen los mitos ancestrales con las ansiedades del mundo moderno.
En realidad, a Nader Messora y Salaviza les interesa más explorar a sus personajes desde un punto de vista más interno, casi metafísico. Los exploran por fuera para llegar a ellos por dentro.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz