Una ciudad espectacular entregada al espectáculo. No solo al espectáculo de la historia, o del paisaje, o de ese imaginario mítico de clanes, de kilts y de guerras. De magia, de muerte y de espíritus
VALÈNCIA. A las siete de la mañana un sol que no calienta ya ilumina las calles vacías. Las tiendas permanecen cerradas, con esas puertas de madera, pesadas, robustas, pintadas una y otra vez de blanco, de azul, de rojo. Cristaleras enormes por las que se filtra la luz de la mañana, el parqué silencioso, los maniquíes, las prendas de ropa a cuadros, de lana gruesa. Marcos de los escaparates recubiertos con barniz para protegerlos de la lluvia que aparecerá y desaparecerá a lo largo de todo el día y de todo el año.
Las calles que llevan al centro de Edimburgo sortean cuestas, cruces estratégicos en los que se amontonan los pubs y las cocinas de kebabs y pizzas, mientras que alguna perspectiva deja entrever la torre cuadrada de la St. John’s Church o una de las caras rocosas del imponente castillo que domina la ciudad.
A los pies de la ciudad vieja, algunos camiones invaden Grassmarket descargando barriles de cerveza y provisiones de comida. Los barmans limpian de cascotes y deshechos la entrada de su local antes de colocar las mesas y sillas de la terraza. Hoy es viernes 4 de agosto, el día que comienza el festival de teatro de Edimburgo, pero durante la noche anterior ya ha habido algún espectáculo improvisado. En poco tiempo la plaza se llenará de actores, actrices, turistas perdidos, familias con niños, grupos de jóvenes que se van de fiesta. La actividad promete ser frenética durante, al menos, las algo más de tres semanas que dura el festival.
Grassmarket, la antigua plaza del mercado, la plaza de la horca donde los condenados iban a tomar su último trago en el pub The Last Drop o en el Maggie Dickson, se prepara para la inauguración. Sin embargo, Victoria Street, la calle con la mejor fotografía de la ciudad, dibuja una curva que sube lentamente hasta la ciudad vieja, y todo parece dormido. Las boutiques de ropa cara. La tienda de curiosidades. La pastelería francesa que luce en el escaparate una torre Eiffel construida con macarons. Grandes ventanales pintados con colores vivos: azul claro, rosa, verde, morado. Una terraza corona el perímetro de la calle, con su barandilla en las azoteas de las casas, como un anfiteatro desde donde se observa el devenir de este gran teatro del mundo. En efecto, en lo alto de Victoria Street se despliega la Old Town, ese lugar extraño, razón de todas las leyendas de Edimburgo, que hoy sirve de reclamo a turistas que buscan reconocer esa ciudad supersticiosa, oscura, victoriana, fría, mágica, enigmática y peligrosa.
La escritora J. K. Rowling se instaló en Edimburgo en los años noventa, tras la separación de su marido y el nacimiento de su hija Jessica. Las ventajosas ayudas sociales de Escocia le permitieron emprender una aventura literaria que, dos décadas después, la convertiría en la escritora más conocida y mejor pagada a nivel mundial. Aprovechando el tirón, algunas boutiques venidas a menos se han reconvertido en tiendas oficiales de Harry Potter; la cafetería The Elephant House, donde se supone que venía la escritora para continuar la brillante saga, exhibe una enorme cola para entrar desde primera hora de la mañana; el cementerio de Greyfriars se llena de curiosos en busca de nombres sobre las tumbas que, al parecer, inspiraron a la autora para nombrar a los personajes de sus novelas.
Desde este lado de la ciudad, desde el cementerio de Greyfriars, se observa el skyline picudo de Edimburgo. Casas de tejados triangulares. Chimeneas. Torres de aguja de iglesias presbiterianas. Torreones redondos, como castillos. Piedra gris. Piedra negra. El musgo cubriendo de frío las paredes.
J. K. Rowling ha sabido crear un universo mágico gracias a una ciudad que ha alimentado sus propios mitos. La magia de Harry Potter, sus escuelas, sus encantos y hechizos, sus enigmas, cobran sentido en una Edimburgo llena de leyendas y de fenómenos paranormales. Aún hoy siguen llegando expertos de todo el mundo a estudiar en la unidad de parapsicología de la Universidad de Edimburgo, y algunos rincones del cementerio permanecen cerrados al público, en una operación que no se sabe si es de márketing o de seguridad.
La ciudad vieja se levanta sobre un volcán. El castillo se yergue sobre el cráter extinto, y desde allí discurre la Royal Mile a lo largo de toda la elevación volcánica. Durante siglos esta Old Town albergaría en muy poco espacio a una numerosísima población que, debido a las innumerables guerras y hostigamientos por parte de los ingleses, no podía instalarse fuera de las murallas. Tal concentración obligó a levantar casas de ocho y nueve pisos, algo inconcebible en cualquier otro lugar de la Europa medieval, a estrechar los edificios, a aprovechar el desnivel que va de la montaña al lago del norte para construir un laberinto de casas de piedra, closes, callejones y túneles que todavía hoy hablan de la brutalidad de la Edad media.
Todo es verde en el horizonte que se observa desde la Old Town. Más allá de la ciudad, y fuera incluso de la maravillosa New Town, segundo patrimonio de la Humanidad tras la ciudad vieja, se extiende un campo enorme que lleva a las Highlands. Walter Scott, a principios del siglo XIX, descubrió el enorme imaginario que albergaban estas tierras. Una mitología antigua ligada a la naturaleza y a los antepasados celtas, un paisaje imponente lleno de lagos, montañas enormes y bosques profundos, música de gaitas, clanes guerreros que combinan códigos de honor y violencia extrema, hombres con kilt, telas a cuadros y una aversión histórica hacia la corona inglesa.
Nunca la literatura sirvió para tanto. Más que Robert Louis Stevenson, fue Walter Scott quien rescató el espíritu nacional escocés y proyectó hacia el mundo su cultura celta, sus paisajes, sus castillos y la historia de Edimburgo, en una combinación que en los noventa hizo que Braveheart ganara el Oscar a la mejor película del 95 y que todavía hoy funciona en la serie Outlander. Las guerras jacobitas. La masacre de Glencoe. El valle de las lágrimas. El clan Campbell asesinando a todos los miembros del clan MacDonald. María Estuardo, ejecutada por su prima Isabel I. Bonnie Prince Charlie conquistando el castillo de Edimburgo, declarándole la guerra a Inglaterra y muriendo alcoholizado, muchos años después, en Roma, tras haber perdido la guerra, el favor de Francia y la corona de Escocia. La casa Estuardo contra la casa Hannover. Inglaterra contra Escocia. Católicos contra protestantes. En lugares insospechados aún se levantan unicornios y cardos: la ciudad aún conserva las marcas de tanta historia.
La Royal Mile recorre la distancia que va del castillo al palacio real en lo alto de la Old Town. Durante el mes de agosto, Edimburgo celebra varios festivales: el Military Tattoo, con exhibiciones de cazas, bombarderos y desfiles militares; el International Book Festival; el Edinburgh International Festival de teatro; y el festival de teatro alternativo, Fringe. Como se puede deducir fácilmente, la ciudad es un hervidero.
A lo largo del mes de agosto se cruzarán bandas militares con artistas callejeros, señores que anuncian billetes en reventa con testigos de Jehová anunciando el Apocalipsis, cada cual con su negocio. El festival de teatro de Edimburgo abrirá las puertas de toda la ciudad, de cada iglesia, de cada institución, de escuelas, de parques. Más de 3.000 espectáculos venidos de todo el mundo en una ciudad que no llega a medio millón de habitantes, y que se convierte en una capital de millón y medio de personas viendo teatro. Toda la ciudad está numerada, con más de doscientos puntos de actividad teatral. Las sedes del festival habilitan diversas salas en la que los espectáculos se programan desde primera hora de la tarde hasta la madrugada, a razón de una hora por pieza. Junto a las taquillas, se improvisan bares donde corre la cerveza y el whisky, y donde la noche se alargará como en un pub.
Pero la locura llega con el Fringe de la Royal Mile. En lo alto de la ciudad, en un recinto protegido por grandes bloques de hormigón debido a la amenaza terrorista que se ciñe sobre el Reino Unido, acontece cualquier cosa que pueda denominarse “espectáculo callejero”. Hay mucho espectáculo basura y mucho espectáculo alucinante, como ocurre siempre en la calle. Mujeres representando Scarlett O’Hara. Chinos en pijama bailando con flotadores de Godzilla. Filas de niños cantando como en una película de miedo. Disfraces de monstruos. Malabaristas que entretienen a los niños lanzando sables al aire. Fanfarrones que apuestan diez libras por intentar aguantar colgado de una barra durante 100 segundos y ganar 100 libras. Magos. Coros. Gaiteros. Una soprano cantando arias delante de la catedral de Saint Giles. Carteles anunciando la obra “Comunismo. El musical” y chicos vestidos con camisetas donde pone “I LOVE STALIN”. Somos como la calle, de garrulerío, de carcajadas y de emoción.
En algunos escenarios de la calle, todos los días se coloca una pizarra con horarios en blanco. Cada cual es libre de reservar una hora para improvisar un espectáculo propio: grupos que cantan canciones, monologuistas, malabaristas... Por todas partes deambulan repartidores de flyers que son en sí mismo un espectáculo y que anuncian obras disparatadas: “War Sperms”, la guerra de los espermas; “Thrones! Parody”, un musical paródico de Juego de tronos; “Prom Kween”, un espectáculo gay con música de las Spice Girls e imitaciones de RuPaul... The time has come for you to lip-sync for your life!!
Una ciudad espectacular entregada al espectáculo. No solo al espectáculo de la historia, o del paisaje, o de ese imaginario mítico de clanes, de kilts y de guerras. De magia, de muerte y de espíritus. Una ciudad que es mucho más que las historias que hablan de ella.
Madrid como capricho y necesidad. Me siento hijo adoptivo de la capital, donde pasé los mejores años de mi vida. Se lo agradezco visitándola cada cierto tiempo, y paseando por sus calles entre recuerdos y olvidos.
Después de dos años de confinamiento y vacaciones 'en casa', parece que la gente está deseando subirse a un avión para volar a cualquier lugar