VALÈNCIA. La décimocuarta película de Álex de la Iglesia es una interpretación naturalista de la muerte inesperada. Un naturalismo con sede en Madrid, tal día como hoy, como no podría ser de otra forma, en uno de esos innumerables bares de Malasaña a los que amenaza cada vez más la jubilación de la última de las generaciones de españoles dispuestas a pasar allí su vida entre las 6 de la mañana y las 12 de la noche. Un naturalismo expuesto desde uno de esos templos de lo cotidiano, ante esa miscelánea de caracteres -eso sí, todos muy españoles-: un grupo de personas ve como uno de los rutilantes clientes es disparado en la cabeza cuando sale de tomar su desayuno. La paranoia lo invade todo cuando la gente desaparece de la calle, nadie recoge el cadáver y ninguno de los móviles tiene cobertura. El ser humano que hay en cada uno de ellos brota frente al estereotipo y en El Bar se enfrentan todas esas personalidades llevadas al límite.
El film aborda la reacción de esos personajes ante la muerte. El espíritu de supervivencia trazando todo tipo de sospechas y conspiraciones mucho antes de iniciar la búsqueda de una solución. Y, ante ese bestario desatado, el gran mérito de De la Iglesia en esta película es el de mantener la tensión audiovisual durante todo el metraje en unos pocos escenarios de lo más asfixiantes. El cine excesivo del cineasta bilbaíno toma la puesta en escena como principal aliado para sostener una tensión frente al espectador que no es apta para todos los públicos. De hecho, desde su estreno en la Berlinale y su paso hace ahora una semana por el Festival de Cine de Málaga, algunas de las críticas encuentran un filón en el frenesí ininterrumpido de una película que apenas deja silencios o huecos en los que recomponerse sobre la butaca.
Sin embargo, El Bar puede ser uno de los ejercicios cinematográficos de mayor valor de De la Iglesia. Sobre todo porque ha sobrevivido a estas nuevas inquietudes que tienen que ver con mantener el nivel de grandilocuencia, comedia y película de intriga en un escenario no menos genuino y con un rodaje en el que el plató se impone a los exteriores. Esa vuelta de tuerca para el mismo director de El día de la bestia, Balada triste de trompeta o Las brujas de Zugaramurdi, es un salto mortal ante una película que podía haberse quedado en la típica solución cinematográfica a una propuesta teatral. Ni mucho menos: la acción es tan frenética, que si hubiera una traducción al formato escénico, tendría poco que ver con los verdaderos golpes de efecto de esta historia servido en tres marcados actos.
A nivel técnico, el film afianza casi todos sus aspectos. El montaje es excelente, pero también su puesta en escena y el provecho que se saca de unos decorados medidos al detalle y explotados hasta el límite. La dirección también cuenta con su vis de autoría, incluso en el trabajo de los actores que, según el caso, se mantiene a ese alto nivel. Jaime Ordóñez sobresale como secundario, pero también Secun de la Rosa o el valenciano Joaquín Climent. Los roles protagonistas, interpretados por Blanca Suárez y Mario Casas, no se aproximan a esa capacidad orgánica y encajan según la escena en la propuesta naturalista. Hay un Casas antes y otro después de que pierda las gafas en la trama. Ese curiosidad es significativa y nos hace entender la incomodidad de un personaje de hipster creado a partir de una consulta en Pinterest. No funciona mucho mejor Suárez en el film, pese a ser una de sus interpretaciones más interesantes cuando el papel la muestra en varias contradicciones.
En conjunto, el encaje de bolillos funciona y la película tiene un gran número de virtudes, casi tantas como las ya citadas Balada triste de trompeta o Las brujas de Zugaramurdi. En este caso, con un film que muestra dos mundos, como puntualizó el director a este diario hace tan solo unos días: el mundo de los que trabajan por salvar a todos y el mundo de los que trabajan por salvarse a sí mismos. Quien supera el estrés constante del film y capta esa dualidad, esa forma social de resolver los problemas cuando el individuo necesita del otro y el otro le necesita, capta una de las bases más enriquecedoras de El Bar, que se estrena en cines este viernes 24 de marzo.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz