Un día antes de aterrizar en Italia acabé comprando los Paseos por Roma que escribió Stendhal entre 1827 y 1829. Lo juro, surgió de la nada en la librería, con el Coliseo en la portada, con los colores de la pintura romántica, con esa letra minúscula de libro de bolsillo y ese diseño académico para estudiantes de filología, de humanidades, de historia del arte o cosas peores
En la primera escena de La grande bellezza, un grupo de turistas japoneses se asoma a la ciudad de Roma desde el balcón de la fuente del Gianicolo. Mientras de fondo un coro entona a capela el I Lie de David Lang confiriendo a la escena un aire íntimo, sagrado, excelso, uno de los turistas japoneses avanza hacia la barandilla para fotografiar la ciudad, los tejados y terrazas al atardecer, las ruinas que surgen amontonadas, la infinidad de torres y cúpulas que puntean el horizonte, la panorámica de acumulación de piedra marrón, fachadas rojas, tejas naranjas, robles, pinos, cruces... e inmediatamente cae fulminado ante tanta belleza insoportable.
Sería cursi si a continuación Paolo Sorrentino, el director de la película, no planteara el contrapunto perfecto al síndrome de Stendhal del turista japonés, ese que le provoca un colapso debido a la fascinación de Roma. Ese contrapunto de Sorrentino se desarrolla en un ático frente al Coliseo. En la terraza, un grupo de gente guapa, de veline, de modelos, de DJ, de empresarios, de editores de medios, personas de éxito, hacen cola en el baño para consumir cocaína, observan las siluetas de los cuerpos contoneándose tras los cristales del apartamento o bailan, extasiados, una versión techno de Raffaella Carrà o, siguiendo la coreografía, el “mueve la colita, mamita rica” de El Gato DJ.
Siempre me pareció excepcional tanto cinismo: en la época del romanticismo low cost, de los viajes multitudinarios, de la sobreinformación romana y de la ciudad como escenario para los selfies, me sigue fascinando el cancaneo, la banalidad, la sordidez.
El viaje a Roma vino a poner punto final al verano. Dos jornadas maratonianas, billetes comprados para los museos vaticanos, aeropuertos de Ryanair, alojamiento en Bed & Breakfast siempre en el Trastevere, el barrio más maravilloso de la ciudad pese a todo, y un itinerario en la cabeza para ver las diez o quince cosas que cualquier guía turística destacaría en sus páginas iniciales. El viaje estándar. La tranquilidad de lo corriente. La asimilación de nuestra indiscutible condición de turistas japoneses.
Y pese a ello, un día antes de aterrizar en Italia acabé comprando los Paseos por Roma que escribió Stendhal entre 1827 y 1829. Lo juro, surgió de la nada en la librería, con el Coliseo en la portada, con los colores de la pintura romántica, con esa letra minúscula de libro de bolsillo y ese diseño académico para estudiantes de filología, de humanidades, de historia del arte o cosas peores. Lo vi al entrar y pasé de largo. Pero después de dar muchas vueltas, entendí que podía ser un buen contrapunto para aguantar las colas de la Basílica de San Pedro, la muchedumbre de la Fontana di Trevi, el ruido ensordecedor de la Capilla Sixtina o las despedidas de soltero en el Trastevere, el barrio más encantador pese a todo y pese a tanto.
Es inútil aspirar a la excepción, y menos en un lugar atravesado por imágenes que dan la vuelta al mundo. Pero nunca debemos renunciar a emocionarnos. Incluso con aquello que conocemos o que se repite en todas las postales, las fotos de Google y los banners de Booking.
Lo auténtico no existe, pero todavía perdura en nosotros una indestructible necesidad de emoción. No siempre. No ante todo. A veces incluso aparece con el tiempo, cuando el recuerdo borra las circunstancias superficiales, los empujones de los visitantes, la superposición de las pantallas de los teléfonos móviles, el ímpetu y el afán de los turistas japoneses, y queda sencillamente el brillo de aquel detalle: los mordiscos de la serpiente que se enrosca entre las piernas de Laocoonte, la cabeza de la Medusa pendiendo de la mano de Perseo, las columnas marcando el trazado de la Vía Sacra contemplado desde el monte Palatino, la evocación de nombres como Trajano, Adriano o Marco Aurelio, las pizzas de Ai Marmi o de Ivo.
Comencé a leer a Stendhal en el avión, tras la recurrente pelea de los viajeros por cambiar de asiento y colocar las maletas en un lugar cercano. Sus Paseos por Roma son una mezcla de memorias de viaje, comentarios intelectuales y arbitrariedades estupendas. Más que los detalles del mandato de Vespasiano o de la conquista de Jerusalén por el emperador Tito, comencé a subrayar frases del tipo: “Las personas con las que voy a Roma dicen que es preciso ver San Petersburgo en el mes de enero e Italia en verano. El invierno es en todas partes como la vejez. Y quien sólo haya visto en invierno el país de la voluptuosidad tendrá de él una idea muy imperfecta”.
Ya había leído Peregrinos de la belleza, de María Belmonte, y ese tipo de escritura entre divulgativa y vivencial me parecía una literatura excelente. Y más todavía, remontándonos al siglo XIX. “Es la sexta vez que entro en la Ciudad Eterna, y, sin embargo, mi corazón está profundamente conmovido. Es costumbre inmemorial entre las gentes afectadas emocionarse al llegar a Roma, y casi me da vergüenza lo que acabo de escribir”, dice Stendhal el 3 de agosto de 1827, antes de que lo engañen los italianos multiplicando el precio de su habitación, de que asuma que todo viajero que llegue a Italia debe estar dispuesto a sufrir legalmente veinticinco pequeños robos o de que se sienta vejado por la policía romana.
Pero sobre todo, escribe desde la emoción de contemplar las maravillas de una ciudad a pesar de abominar de todos aquellos que la visitan con él: “En cuanto llegan al Coliseo otros curiosos, el goce del viajero se eclipsa casi por completo. Observa sin quererlo el aspecto ridículo de los recién llegados, uno escucha a su pesar las tonterías que dicen. Si yo tuviera el poder, sería tirano: mandaría cerrar el Coliseo”.
Nada podemos hacer frente a la vulgaridad del mundo. Somos, quién sabe, la vulgaridad misma, un número más en los tornos que dan acceso a los foros imperiales, un paso perdido en la escalera de la Piazza di Spagna, diez céntimos más cayendo a las aguas de la Fontana di Trevi, vente céntimos, cincuenta, un euro, etcétera.
Sin embargo, uno no puede más que sentirse encantado cuando entra corriendo a la Basílica de Santa María del Popolo para refugiarse de la tormenta y recuerda que en un rincón a oscuras se encuentra San Pedro a punto de ser colgado en una cruz bocabajo. Dos euros por tres minutos de luz de Caravaggio. La cara de desconcierto de San Pedro. Los pies sucios de sus verdugos. La ignominia de no mostrar el rostro de los ejecutores. La tensión de los músculos. La luz del santo. El color. La oscuridad cuando pasan los tres minutos.
Y los tres minutos pasan, al igual que los dos días, y la oscuridad se cierne sobre Roma. Y sin ser excepcionales, sin buscar la afectación y sin que la autenticidad nos amargue, regresamos habiendo estado a un metro de Caravaggio, del dorado bizantino de Santa Maria in Trastevere, de la perspectiva que se observa de la Antigua Roma desde un lateral del Altar de la Patria. Y caímos fulminados en el viaje de vuelta, como turistas japoneses, mientras Stendhal seguía hablando de la coronación de Pío VIII.