Hay que darse prisa. Antes de que nuestra tecnología cartografíe, fotografíe, filme, escanee, ecografíe o desmenuce el último metro cuadrado de este planeta tenemos que haber extraído de entre sus capas hasta el último de los misterios, sustancias magníficas que se retraen a medida que avanza la banalidad prosaica del hipermapeo. La pala o la sonda en este caso no será otra que la minería de la imaginación y su refinado en forma de historias compactas, gaseosas, líquidas o plasmáticas, también en esos nuevos estados que hemos ido entendiendo y que permiten hacer transversal el misterio, que lo expanden y lo empujan lejos del manoseo gris de la altísima definición. Sin duda todos nuestros avances son una fuente inagotable de enigmas, de un renovado extrañamiento, pero queda poco -y esto no es fatalismo sino pura realidad- para que pelemos como una naranja la superficie de la Tierra hasta tal punto que encontrar fantasía en un desierto nos provoque una mueca condescendiente del tipo de las que se esbozan viendo películas antiguas de terror o de ciencia ficción. Los desiertos -igual que las cordilleras o el gélido asombro de los polos- van a empequeñecer, al menos a ojos de nuestra percepción de sus dimensiones. Su vastedad queda ya a tiro de Google Earth, de hecho ya estamos ocupados rastreando imágenes de otros cuerpos celestes como la Luna o Marte. No debe faltar mucho para poder ver a través de todo lo que ahora no podemos ver, para estirar nuestra mirada hasta el interior de las más frondosas selvas o los más espesos glaciares, para enfocar hasta las profundidades de los océanos y más allá, hacia el corazón ígneo de la Tierra, que poco a poco vamos conociendo gracias a los mensajes que nos traen las ondas que lo navegan.
Queda francamente poco para que ya no podamos seguir disfrutando de montañas terrestres de locura o del hallazgo de civilizaciones perdidas engullidas por los estratos del tiempo, se diría que ya no tiene sentido escribir sobre expediciones intraplanetarias si no es pulverizar una marca deportiva su objetivo. El mismísimo Everest se ha convertido en un parque temático con colas más largas -y mortíferas- que las de Disneyland o la apertura de un nuevo Primark. Hemos bajado a las fosas Marianas y hemos encontrado bolsas de plástico y envoltorios de caramelos. Hay que darse prisa y hay que hacerse con exquisiteces como Conversación de soldados. Contaminaciones, profecías y fenómenos del escritor madrileño Alberto Ávila Salazar, que desde el vibrante catálogo de Aurora Dorada Ediciones todavía ha sabido encontrar la perspectiva para construir una historia prodigiosa que se cuenta desde distintas coordenadas espaciales y temporales y en la que los desiertos, las tierras áridas y su folclore más ancestral se entrelazan con el oscuro hoy de las guerras que asolan lo que fue la cuna de la civilización, llenando de cráteres y agujeros sus ciudades en nombre del dios hidrocarburo. Peligrosos e inexplicables djinns preislámicos acechan entre las dunas o bajo las pieles, se aparean con beduinos malditos y engendran hijos que se regodean en el suicidio o la deshidratación de los perdidos o abandonados, las milicias locales se espantan tanto de los fantasmagóricos drones que vuelan como bandadas de patos y desaparecen en las alturas para abatirse sobre sus víctimas con un tiro de precisión en la nuca como de las monstruosidades que aguardan en simas hambrientas mucho más negras que la noche.
Mosul, Alepo, Riad, Farāh, Rub al-Khali, Adén, Matrah, Beirut, la provincia de Lorestán, Yeda: aguardaremos al enemigo agazapados en un edificio en ruinas torturados por un balazo que ha destrozado el nervio ciático, contendremos la respiración ante la inminencia del infanticidio explosivo en una green zone, anotaremos dos tantos decisivos en un partido poseídos por la visión del infierno del humo, las vísceras y la metralla, denunciaremos la existencia de un matusalén corroído y eternamente vagabundo, apreciaremos el guiño pretendido o casual a La investigación de Lem y sus cadáveres andarines, desoiremos los consejos de los sabios beduinos y cometeremos varios errores sin solución bajo las estrellas de otro cielo, del cielo maligno del cosmos de los magos que precipitaron el fin de Iram la ciudad de los mil pilares. Dice Ávila Salazar que “el desierto es la espalda de un Dios muerto, los hombres somos sus carroñeros. Extraemos su escoria, el petróleo, y vivimos de Él, hemos hecho que su sangre emponzoñada sea más valiosa que el oro y más vulgar que las piedras. Estamos malditos por una magia blasfema”, y también asegura que “la guerra se alimenta de sí misma, es un organismo autónomo y vivo, que se regenera y prospera. Cuando crees que ha terminado es que simplemente se ha escondido, esperando una mejor ocasión para arremeter”. ¿Por qué esa recurrencia de camisetas amarillas?
Lo mejor de todo es que esta aventura medida en tiempo mahometano no es el libro en su totalidad, porque además de estos Arabescos, Conversación de soldados incluye un decadente Futuroscopio con su República Selenita de Corea y su inquietante líder todopoderoso en la gobernando la decrepitud de un satélite abandonado durante casi dos siglos, una colonia-hormiguero donde las disputas se solucionan a puñetazos, la intimidad no existe y el sexo se practica al asalto en los pasillos oscuros, la energía se obtiene de una región lunar de luz perpetua canalizada por una red moribunda que anuncia el fin de un sueño degenerado; también ese Permafrost en el que las húmedas fantasías de extinción se acercan a su materialización final gracias a las impresoras 3D y a una sexualidad desinhibida y líquida, así como otros siete relatos en los que el autor cambia de registro para acercarse más a otro tipo de misterios, como el del reflejo de uno mismo cuando se mira en los otros o en los paisajes extraterrestres de la memoria.